martes, mayo 31, 2011


UN INFINITIVO VICIOSO


Un día en el que no teníamos un tema más interesante del que hablar, me planteó Zalabardo la cuestión de por qué se cometen tantos errores en el empleo de los verbos. Yo le contesté que hay una razón muy simple que es, y valga la aparente contradicción, la complejidad de la conjugación verbal. El hecho de que el verbo presente una amplia gama de formas debido a los diferentes morfemas que admite hace que más de una vez metamos la pata. De todos es sabido que algunas de las formas más complicadas de utilizar son las llamadas ‘no personales’, es decir, el infinitivo, el participio y el gerundio. Y una vez que ya Zalabardo me ha planteado la cuestión, le digo que le voy a poner un caso, el del llamado por unos infinitivo radiofónico (Libro de estilo de ABC), por otros infinitivo de generalización (Manual del español correcto de Leonardo Gómez Torrego) y que para la Nueva Gramática de la Lengua Española no es sino una de las formas del infinitivo de oración independiente.
La NGLE explica en su capítulo 26 que la carencia de tiempo, modo, persona y número en el infinitivo determina que aparezca de forma prototípica en las oraciones subordinadas. Quiere decir esto algo tan simple como que los infinitivos en español o son el verbo de una oración subordinada (le aconsejó hablar más despacio) o son el elemento auxiliar de una perífrasis verbal (se puso a llover), pero nunca pueden ser por sí solos el verbo de una oración principal. Digamos que esta es la regla general, puesto que ya la misma gramática académica reconoce que hay numerosos usos de lo que podríamos llamar infinitivos en oraciones independientes.
No voy a entrar en la descripción de cada uno de estos casos, aunque para que se sepa a qué nos referimos, me limito a exponer algunos ejemplos: Decirle nunca le dijo nada. Qué raro verlo a estas horas. ¿Qué hacer en tal situación? Sea quien sea, nosotros saludar y marcharnos. Y se podrían poner algunos otros ejemplos.
Aún así, deja bien claro la misma gramática que se recomienda evitar el uso del infinitivo independiente con los verbos decir, indicar, señalar y otros similares en los contextos en los que se introduce alguna información dirigida a alguien.
Son giros del tipo …señalar, por último, que…, …para terminar, indicar que tengan precaución en la carretera…, …y, en tal situación, decir…, etc. En este giro vicioso, el infinitivo, que no se apoya sobre ningún otro verbo, se convierte en verbo principal, con valor absoluto, de la oración, por lo que se hace equivalente de una forma personal, como bien señala Gómez Torrego. La fórmula correcta obliga a incorporar el verbo al que el infinitivo va subordinado: …hay que señalar, por último, que…, …para terminar, debemos indicar que tengan precaución en la carretera…, y, en tal situación, queremos decir…, etc.
Estos usos incorrectos (decir que, señalar que, añadir que, comentar que…) comenzaron a notarse en locutores de radio y televisión y, por ese afán que tantas veces hemos comentado aquí de imitación, ha ido desgraciadamente extendiéndose y no son ya solo los políticos, como hemos podido apreciar en los interminables actos electorales de estas fechas pasadas, sino la gente común y corriente quienes han añadido a su colección de vicios expresivos este que hoy comentamos. No estaría mal que nos desprendiésemos de él y, de paso, de tantos otros como cultivamos.

martes, mayo 24, 2011

                                                              Imagen tomada de elpais.com

GITANOS


Hace bastantes días, ya os hablé de las dificultades que tuve con la banda ancha y la imposibilidad de traer a esta Agenda algunos temas que se me iban quedando en el tintero; este, por desgracia, no creo que haya decrecido en interés. Pues a lo que iba: resulta que me encontré a Zalabardo trasteando entre mis libros con mucha aplicación y afán. Se me ocurrió preguntarle qué es lo que buscaba. Un libro, me respondió como si en una biblioteca hubiese muchas más cosas que buscar aparte de libros. Claro que en la mía, por el desorden, amontonamiento y otras causas es posible que sí, porque tengo en ella tal batiburrillo de cosas que en ocasiones más bien parece tenderete de buhonero. Al final resultó que, efectivamente, lo que buscaba Zalabardo era un libro, pues al cabo de un instante levantó su brazo y de una de las estanterías sacó un ejemplar de La gitanilla, de Miguel de Cervantes.
Curioso por saber qué interés tenía en tal novelita, esperé a ver en qué quedaba todo. Pronto abrió el libro por su inicio y me pidió que leyera. Como casi siempre sucede, le hice caso y leí el siguiente párrafo, que es el que, como digo, da comienzo a la novela: Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y la gana de hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte.
¿Qué te parece?, me preguntó. Y le respondí que aquello no era más que uno de tantos prejuicios como se levantan y que de Cervantes a nuestros días había llovido mucho. Pasa igual, quería yo argumentarle, que cuando se afirma que los andaluces somos vagos o que los catalanes son tacaños. Yo no creo que sea igual, me dijo. ¿No crees que es muy duro que todo un pueblo, una etnia, tenga que cargar con un duro estigma durante siglos sin que nadie haga por ponerle remedio? Así son las cosas, le repuse, y hay prejuicios que resultan muy duros de erradicar, por más esfuerzos que se hagan. Aparte de que, en ocasiones, no se trata más que de tópicos que se mantienen sin fundamento, alejados de la realidad. ¿Tú crees?, insistió. ¿Y qué me dirías si quienes más deberían luchar contra estos injustos prejuicios se ponen codo con codo junto a los que enarbolan enseña de la intolerancia?
Y me contó, a continuación, un episodio en el que yo apenas había reparado; posiblemente habría leído la noticia, pero la pasé por alto como tantas veces sucede: las autoridades de la ciudad de Roma habían desalojado a un grupo de unos 150 gitanos rumanos, entre ellos bastantes niños nacidos ya en Italia, del poblado chabolista de Casal Bruciato sin darles la opción siquiera a un realojo y pretendiendo que salieran del país y volvieran a su tierra de origen, Rumanía.
Un grupo de estos desalojados buscó refugio en el Vaticano, concretamente en la basílica de San Pablo Extramuros. Y aquí viene lo más grave; al mismo tiempo que el papa solicitaba comprensión y acogida para quienes huían de Libia, Túnez y otras zonas conflictivas de África y Oriente Medio, sucedía que la seguridad vaticana impedía a estos gitanos el acceso a la basílica. Y no solo eso, se le ofrecía quinientos euros a cada familia, que se sumarían a los otros quinientos que el Estado italiano ya les daba, para que regresasen a su país de origen. No importaban las causas que les hubiesen obligado a la emigración ni las condiciones de vida que debieran soportar en aquel mísero poblado chabolista. Lo que importaba era quitárselos de encima.
Mientras estos hechos suceden, añadió Zalabardo, el Vaticano y el estado italiano, como el resto de los estados europeos, gastan, aun en tiempos de crisis, ingentes sumas de dinero en actuaciones de difícil justificación.
Y es que al parecer, también entre los inmigrantes hay clases. Lo malo es que a los gitanos nadie, nunca, los ha querido. Y en España no podemos negar que sabemos bastante del tema. Porque hay prejuicios que se eternizan y no hacemos nada por derribarlos. El resultado, a la vista está, es que no les damos la mano para ayudarlos no ya en el legítimo deseo de mejorar que los ha conducido hasta nosotros, sino ni siquiera en el más legítimo aún deseo de conseguir un modo de vida simplemente digno.

martes, mayo 17, 2011


UN LIBRO, UN AMIGO


El bueno de Zalabardo y yo nos hemos vistos obligados a interrumpir el discurrir de esta Agenda por, según se decía en los albores de la televisión cuando la emisión se interrumpía, motivos técnicos ajenos a nuestra voluntad. El incendio en el nodo de comunicaciones de Movistar de la zona de Huelin dejó en la estacada a muchos usuarios, entre ellos nosotros. Carecíamos de línea telefónica y, en consecuencia de adsl. La em-presa enviaba notas a los medios en las que daba cuenta de lo bien que se iba solucionando el conflicto y de que ya solo quedaba un ínfimo tanto por ciento de usuarios afectados. “Seguro que esos somos nosotros”, me decía con socarronería Zalabardo. “La mentira es peor que la información sesgada”, le respondí yo, que desconfíaba de tales comunicados a la vista de lo que nos ocurre y viendo que los vecinos iban recobrando el servicio.
En fin, que después de no sé cuántos días aquí estamos de nuevo, lo que hace que algunos temas que teníamos previstos se hayan quedado ya pasados de fecha, como sucede con determinados productos que guardamos en el frigorífico y olvidamos consumir a tiempo.
Y, vueltos a la normalidad, quiero recuperar el hilo de estos apuntes haciéndome eco de un entrañable acto que tuvo lugar en el IES Pablo Picasso, la presentación de la novela de José Francisco Martín Caparrós El cráneo de la Araña, editada por Círculo rojo. El acto sirvió, entre otras cosas, para que, a propósito de un libro, nos reuniésemos en torno a un amigo lo que siempre es un placer. Porque José Francisco es, ante todo, un amigo. Aunque decir esto pueda inclinar a quienes lean este apunte a considerar que los comentarios vertidos son más producto de la amistad que del mérito de su libro, lo que desde ahora niego.
El cráneo de la Araña es ya la tercera novela de Martín Caparrós y, en mi criterio, la mejor de las tres, pues la experiencia acumulada dota al autor de una mayor soltura narrativa y le lleva a crear una sólida y coherente estructura. Ambos elementos hacen que la lectura avance de manera fluida y amena.
En El cráneo de la Araña, su protagonista, Luis Portillo repasa los años en que, siendo un periodista joven e inexperto, conoció al belga Pierre Bernó y a su sobrino André Sart. El primero viene invitado por unos amigos para colaborar en los estudios sobre el reciente hallazgo de un cráneo fósil en una cueva de La Araña; el sobrino aprovecha el viaje para buscar un socio con el que levantar una fábrica de cerveza. Tal cir-cunstancia permite al joven plumilla introducirse en los ambientes científicos e industriales, perfectamente descritos, en una ciudad, Málaga, que sufre la misma inestabilidad que en todo el país supuso el periodo de la Primera República, y le hace vivir una peripecia que acabará por moldear su personalidad y sus ideas.
Camilo José Cela, que tanto gustaba de decir patochadas, dijo una vez aquella de que “es novela cualquier libro en cuya portada ponga novela”. El libro de José Francisco no es de este tipo, pues se ajusta a todo lo que un lector normal considera que es novela lejos de cualquier intento experimentalista: tiene unos personajes verosímiles, mezclados con otros muchos otros que son estrictamente históricos, unos ambientes bien dibujados, una estructura sólida y a la vez nada compleja, y una trama creíble y cercana. Todo ello expreesado con un lenguaje sobrio y correcto, lo que hoy no es algo que abunde. Y, además, sin sobrepasar una extensión razonable, unas doscientas páginas, porque no es necesario para que una novela sea buena que se vaya a las seiscientas o más páginas, lo que más induce a desconfiar que a acercarse a ella. Pensemos, si no, que una de las mejores novelas escritas durante los últimos cien años en nuestra lengua, Pedro Páramo, fundamental para comprender el realismo mágico, del mejicano Juan Rulfo, apenas alcanzaba ciento veinte páginas.
El cráneo de la Araña es a la vez una inteligente mezcla de géneros, pues si el ambiente en el que los hechos suceden da para componer un relato cercano a la novela histórica (José Francisco no niega la relación que tiene con los Episodios de Galdós), el núcleo de la peripecia tiene rasgos propios de una novela de intriga e, incluso, podríamos decir que la evolución del protagonista recuerda a veces lo que se llama novela de aprendizaje. Pero lo que más me ha atraído es la fácil maestría con la que ha logrado el autor unir los personajes puramente novelescos con aquellos que tienen una entidad absolutamente histórica y el respeto y naturalidad con que los acontecimientos históricos de la segunda mitad del siglo XIX sirven de marco para la trama novelesca, sin que aquellos tengan que ser forzados ni esta termine convertida en un pastiche.
Zalabardo y yo ya tuvimos la fortuna de que José Francisco nos la diera a leer cuando aún tenía el texto en fase de corrección. Ahora, cuando la hemos leído de un tirón y con una mirada diferente, la primera y positiva impresión que recibimos se ha visto aumentada.
Desde aquí le deseamos que tenga suerte y la novela sea acogida como, sin duda, se merece.