lunes, noviembre 28, 2011


AQUELLAS PALABRAS PERDIDAS…

Se canta lo que se pierde
(Antonio Machado)

    Se entiende que las personas, cuando por motivo de su edad se dan cuenta de que tienen más pasado que futuro, recurran repetidas veces a solazarse con evocaciones de la infancia o, dicho desde una perspectiva más literaria, se dejen dominar por el síndrome de Ulises, el del regreso a Ítaca o el de la recuperación del paraíso perdido. A los jóvenes, a quienes el futuro les depara aún muchas vicisitudes, de todo tipo, esto es algo que suele resultarles cargante. Por eso, cuando estoy con ellos, procuro controlarme y no caer en el papel de abuelo Cebolleta que cuenta batallitas. Es posible que alguna vez no lo consiga, pero confieso que mi intención es huir de ello.
    Pero cuando estamos solos Zalabardo y yo, podéis dar por seguro que nos desprendemos de cualquier tipo de cincha o atadura y dejamos que vuelen libres los recuerdos. Sin embargo, no crea nadie que esa actitud de mirar hacia atrás en el tiempo es causa de descontento o queja con la situación que nos ha tocado vivir en el presente. El otro día mismo, mientras nos recreábamos en la evocación de unas anécdotas del pasado, mi buen Zalabardo me dijo: Quien nos oiga, creería que nosotros pertenecemos a la cofradía de Manrique por aquello de qualquiera tiempo pasado / fue mejor; lo que no saben es que, contra lo que pudiera parecer, estamos más cerca de la interpretación que el cínico Sabina hace del dicho y lo convierte en este otro: cualquier tiempo pasado fue peor. Porque, añadía Zalabardo, por mucha carga que hayamos de soportar en el zurrón que todos sobrellevamos a la espalda, mientras seamos capaces de mirar hacia delante demostramos al mundo que estamos vivos y con las ilusiones intactas.
    Con estos antecedentes, cualquiera pensaría que nuestra conversación girase en torno a temas profundos y trascendentes. ¿Sabéis por qué salió todo eso de si el pasado es mejor o peor? Por algo tan simple como la consideración de que hay palabras que van cayendo en desuso y terminan por perderse en la niebla que opaca el camino que vamos dejando a nuestras espaldas. Me vais a permitir que cuente el momento y ocasión de dicha charla.
    La mañana, la hora era temprana, resultaba fresca y por el desabrigado Paseo Marítimo de Poniente, pese a brillar el sol, soplaba un aire que dejaba sentir sus efectos en la yema de los dedos y en la punta de la nariz. Nada normal en este aprimaverado otoño y en el bonancible clima de Málaga. A Zalabardo se le vino un recuerdo: Allá, en el pueblo, puede que ya sean días de copa y nagüillas. Y esa pequeña hebra nos dio pie para devanar el ovillo del léxico de la defensa contra el frío, que, en nuestros días, con eso de las estufas eléctricas y del aire acondicionado, se ha visto bastante mermado a causa de la pérdida de muchas costumbres y no menos palabras.
    En otro tiempo, cuando, ya avanzado el otoño, el invierno comenzaba a insinuarse, era preciso que la casa se acondicionara para combatir el frío. Lo primero de todo, había que sacar la mesa camilla, que era una mesa dotada de una tarima con un hueco para acoger el brasero, que en mi pueblo llamábamos copa. Además, la camilla se vestía con ropa adecuada para así retener mejor el calor de la copa. Esa ropa eran las nagüillas, enaguas o enagüillas. El combustible que se utilizaba en las copas era el cisco, carbón menudo elaborado ex profeso para braseros. Si bien el cisco solía ser de picón, carbón menudo de ramas de encina, jara o pino, en los pueblos en los que había almazaras se podía optar también por el cisco de orujo, que era el obtenido a partir del demenuzamiento de los huesos de la aceituna y que, se decía, daba más calor. La gente solía sentarse alrededor de la camilla, por lo común redonda, y con las nagüillas cubriendo las piernas. Esto posibilitaba entretenidas tertulias, distraerse con juegos de cartas o lotería, o, simplemente, escuchar la radio, que entonces no había televisión.
    Para atizar el fuego de la copa, las brasas se removían periódicamente con una badila, pequeña paleta de hierro. A esto se le llamaba echar una firma, momento que se aprovechaba, también, para esparcir sobre el cisco un poco de sahumerio, mezcla se romero y flores de alhucema secos que difundía por toda la estancia un envolvente aroma dulzón. En la época de la que hablo no se había impuesto el uso de los pantalones por parte de la mujer. Tal circunstancia, y dado que para remover la copa había que levantar las nagüillas, podía dar origen a situaciones delicadas. Por eso, cuando alguien iba a echar una firma, estaba obligado a decir: ¡con permiso!, expresión que servía a la mujeres para prevenirse y colocar las piernas en posición nada inconveniente.
    ¿En cuántos pueblos perdurarán aún estas costumbres? ¿Cuánta gente conocerá y seguirá usando estas palabras? Lo que no parece dejar duda es que en las ciudades vivimos a otro ritmo y las realidades son diferentes. Pensando en ello, le digo a Zalabardo que he recordado una historia que José Luis Rodríguez me ha enviado por correo electrónico. En ella, una niña, cuando su padre le está contando la historia de Hansel y Gretel y llega al episodio en que los pájaros se comen las migas de pan que ellos habían ido dejando por el camino, lo que origina su extravío en el bosque, interrumpe a su padre y le dice: ¿Y por qué no llamaron a su papá por el móvil para que fuera a recogerlos?
    Esta niña, le digo a Zalabardo, que conoce las ventajas del móvil, posiblemente ignore lo que es una copa, o el cisco de picón, o echar una firma. ¿Y tú crees, me replica, que por eso su mundo es peor que el nuestro? Indudablemente, no.

lunes, noviembre 21, 2011


EL DISPUTADO VOTO DEL SEÑOR CAYO

    Por supuesto que no voy a hablar aquí de la novela de tal título de Miguel Delibes; tampoco de los resultados de las elecciones de ayer, domingo; y menos aún del avance conseguido por el candidato de IU. Eso ya lo han hecho, lo habréis leído, visto y oído, en el sinfín de periódicos, televisiones y radios del país. Sin embargo, le digo a Zalabardo, este apunte va a estar en parte relacionado con el tema que nos ha tenido ocupados estos últimos días y que culminó en la consulta democrática de ayer.
    Como el caso es que me cuesta romper el lazo que me une a los compañeros del instituto, he adoptado la sana costumbre, al menos para mí, de subir un día a la semana al centro y alternar con ellos durante la hora del desayuno. Es esa una hora, creo, que sirve para iniciar múltiples conversaciones sin que haya que acabar ninguna y sin que ninguna deba ser considerada de útil trascendencia. Se habla por hablar, por sentirnos unidos y estrechar lazos (el lenguaje une a pesar de que a veces nos empeñamos en que desuna), y por olvidarnos de cualesquiera otras preocupaciones que se ciernan sobre nosotros.
    Mientras caminábamos hacia el Boris, salió el primer tema: estando el patio como está, lloviendo lo que está lloviendo, con la economía por los suelos, la prima desbocada y el paro disparado, nadie duda de que no debe ser plato de gusto querer ser diputado, senador (a propósito, que de esto también se habló, ¿qué hace un senador y para qué sirve el senado?), concejal o cualquier otro cargo semejante. Se diría, apuntaba José Francisco, que lo deseable ahora debería ser que eligieran a los otros, siquiera sea por quitarse el mochuelo de encima. Sin embargo, todos apetecen el éxito de salir elegidos. Fue, entonces, Javier López quien dijo: ¿será eso lo que llaman erótica del poder?
    En ese momento se me ocurrió que ese podría ser el tema para el apunte de hoy. Resulta que yo tenía creído que, con los años, uno se iba reafirmando más en las ideas y, viéndolo todo más claro, acumulaba fuerzas para defender según qué principios. No sé si será por eso que se dice de la experiencia. Pero ahora veo que no, que cuando los años acumulados son ya muchos, me doy cuenta de que cada día aumentan las dudas que a uno lo asaltan y disminuyen las ideas que se avienen a ser admitidas y defendidas con rotundidad.
    Una de esas ideas que yo creí a machamartillo durante un tiempo y que con el paso de los días se me ha ido diluyendo, por poner un ejemplo, es la de que los políticos, o al menos una amplia mayoría de ellos, lo eran por vocación, por la sencilla y simple razón de servir a la comunidad a la que pertenecen. Hoy, como digo, ya no estoy tan seguro, y tengo la sensación, porque seguridad solo se puede tener en muy pocas cosas, de que el político lo es por ansia de poder, por pura y llana ambición. Sé que caigo en el pecado de generalizar; por eso dejo una puerta abierta por la que alguien escapará de esa afirmación universal que lanzo. Pero frente a esa erótica que mencionaba Javier, a mí se me ocurre mejor hablar de ambición de poder. Y vuelvo a la pregunta del comienzo: ¿qué empuja a los políticos a desear ser ellos los elegidos? Si no es esa ambición de poder, ignoro qué otra cosa pueda ser. Me lleva a creer tal supuesto la simple contemplación de cómo, durante la campaña, cada uno se tiraba a la yugular de los contrarios tratando de hacernos ver más los errores del adversario que los méritos propios.
    Zalabardo, que aún sigue creyendo en la bondad natural y en la integridad moral de todas las personas, se me queda mirando con cara de no estar muy de acuerdo con lo que expongo. Mueve la cabeza a un lado y otro y, por fin, me dice con voz pausada: Pero, bueno, vamos a ver. ¿Acaso es mala cosa ser ambicioso? Yo le respondo que, en principio, ser ambicioso no tiene nada de malo, siempre que sepamos domeñar la ambición y sepamos eludir ser dominados por ella.
    Los políticos, le pido que piense, parten de la base, o al menos eso creo percibir en los de nuestro país, de que solo las ideas del grupo o partido propio son aceptables, mientras que las de los otros resultan deleznables. Y empezar defendiendo que la razón asiste en todo a uno mismo y en nada al adversario es el mejor síntoma de que caminamos por una senda errónea.
    Además, añado, ¿observaste anoche, tras darse a conocer los resultados, las reacciones de unos y otros? No me dirás que no resulta paradójico que los ganadores, esos sobre quienes ha recaído la responsabilidad de tratar de llevar adelante al país en un momento tan delicado, se mostrasen radiantes y felices como si la losa que ha caído sobre ellos fuese liviana, mientras que los perdedores, por el contrario, aparecían mohínos pese a no tener que apechugar, al menos en primera línea, con el compromiso de solventar tantos problemas como el país tiene.
    El ansia de servicio debería haberles llevado, a unos y otros, a mostrarse cautos y serenos, más bien preocupados, porque la tarea que les espera, sea en el gobierno o en la oposición, no es fácil. Sin embargo, se diría que la tristeza de unos nace de pensar en todo lo que pierden y deben ahora desalojar, mientras que la alegría de los otros se genera en la consideración de la cantidad de puestos y cargos que van a ocupar, con todo lo que ello significa. Anoche, se diría, unos y otros se habían olvidado de las promesas hechas durante la campaña. El poder adquirido y el poder perdido dibujaban el rictus de regocijo o de abatimiento apreciable en sus rostros.
    El ansia de servicio, si la hay, debería de llevar a todos a ponerse de acuerdo en una serie de cuestiones básicas (economía, educación, sanidad, empleo, bienestar social…). Los vencedores, desde ese puesto de mando que la ciudadanía les ha otorgado; los vencidos, aplicando esa tarea de vigilancia y control (pero también apoyo) que corresponde a la oposición. Eso, en lugar de enredarse en peleas de barrio como tantas veces acostumbran. Porque los ciudadanos no debemos pagar las reyertas de los políticos. Y, sobre todo, porque la situación del país no está para bromas de mal gusto.
    Zalabardo me mira serio y con el gesto de quien, aun concediendo una parte de razón, no ha quedado convencido de todos mis argumentos. Sin embargo, calla y no dice nada. Algo es algo.

lunes, noviembre 14, 2011


TELEBASURA Y AUDIENCIAS

    Cuando veo que Zalabardo se me acerca, no sé por qué presiento que viene con cuerpo guerrero, con ganas de pelea. Siempre, en cualquier caso y sea dicho de paso, de sana pelea y guerra, pues tengo muy repetido aquí que Zalabardo es un bendito. ¡Ya quisiera yo parecerme a él en muchas cosas!
    Y el presentimiento se cumple. Nada más sentarse a mi lado, me pregunta si vi el lunes de la semana pasada el debate entre Pérez Rubalcaba y Rajoy. Sin dejarme responder y como dando una larga cambiada, lo que me permite inferir que, en verdad, no es el debate lo que le interesa, me pregunta si reparé en que, de las grandes cadenas españolas de televisión, solamente Telecinco no ofreció tal debate. Y añade con no poca sorna y bastante dosis de mala uva: no sé si fue como muestra de arrepentimiento por emitir tantos programas zafios o precisamente por insistir en ello.
    Como le pregunto qué tiene contra Telecinco, que eso es lo que él pretendía, sigue con su discurso. ¿Te has enterado de que los datos ofrecidos a finales del verano pasado sobre los índices de audiencia aupaban a esta cadena en lo más alto de las televisiones españolas? Zalabardo me dice que no logra entender tal resultado siendo esta, añade él, prototipo de cadena de programa único y modelo excelso de la telebasura en nuestro país. Le contesto que no entiendo muy bien qué es eso de programa único y que a lo mejor resulta arriesgado calificarla de modelo de la baja televisión. Mira, me responde, hablo de programa único porque a cualquier hora que sintonices dicha emisora te encuentras a la misma gente debatiendo, si eso es debatir, sobre los mismos insustanciales y barriobajeros asuntos.
    Esta discusión, no creáis, la he mantenido ya otras veces con el buen Zalabardo. Yo trato de hacerle ver que cada televisión programa lo que cree conveniente, del mismo modo que cada telespectador es libre de ver lo que quiera y que, si el resultado de las audiencias es el que es, habrá que mostrar respeto. Y él me dice que respeto sí tiene; que lo que ya discute son las técnicas que se usan para llegar a los resultados de que hablamos. Como quiero que me diga qué técnicas, a su juicio, son esas, Zalabardo se envalentona y continúa: ¿Tú has visto cómo en las tiendas y en las grandes superficies compramos muchas veces objetos y, lo que es peor, alimentos, no porque los necesitemos o por su calidad sino por lo atractivos que resultan debido a sus embalajes y lugares de exhibición? Luego, los objetos los olvidamos por inútiles y los alimentos, un pepino, un tomate, por ejemplo, no saben a nada. Con la tele pasa igual: nos introducen los programas por los ojos usando de alharacas y bellas presentaciones, además de emitirlos en horarios preferentes.
    Pero la gente, intervengo yo, es dueña de ver o no tales productos. Hay otros programas y hay otras televisiones. En definitiva, la televisión ofrece lo que el público pide. Mi buen amigo no se amilana y, envalentonado, contraataca: ¿Tú crees? ¿Recuerdas la fábula del asno y su amo, que escribió Tomás de Iriarte? Entonces se levanta y de la biblioteca extrae un bello y pequeño volumen de las fábulas de dicho autor. Me da el libro abierto y me solicita que lea. Transcribo aquí el texto aludido:

El Asno y su Amo
“Siempre acostumbra a hacer el vulgo necio
de lo bueno y lo malo igual aprecio:
yo le doy lo peor, que es lo que alaba”.
De este modo sus yerros disculpaba
un escritor de farsas indecentes;
y un taimado poeta que lo oía,
le respondió en los términos siguientes:
Al humilde jumento
su dueño daba paja, y le decía:
“Toma, pues que con eso estás contento.”
Díjolo tantas veces, que ya un día
se enfadó el asno, y replicó: “Yo tomo
lo que me quieras dar; pero, hombre injusto,
¿piensas que solo de la paja gusto?
Dame grano y verás si me lo como”.
Sepa quien para el público trabaja,
que tal vez a la plebe culpa en vano;
pues si en dándole paja, come paja,
siempre que le dan grano, come grano.


    ¿Me quieres decir qué moraleja debo sacar de esta lectura?, le pido. Y él, me responde: Pues muy fácil, que quien trabaja para el público y elabora productos deleznables nunca debe excusar sus yerros amparándose en un pretendido mal gusto de la gente. ¿O no estás de acuerdo? Creo, le digo, que esta vez, como tantas otras, es posible que tengas razón. Aunque no acabo de entender qué relación de ideas te ha llevado a unir el debate televisado con la telebasura.

lunes, noviembre 07, 2011


HACKERAZZI

    Como tantas otras veces, también ahora es Zalabardo quien me proporciona el material para los apuntes de esta Agenda. En esta ocasión, encuentro que me esperaba con un recorte de prensa en la mano y que, en cuanto que me ve, me lo ofrece: Mira, me dice, lee eso. Cojo el recorte que me adelanta, de hace algún tiempo, y leo el siguiente titular: Detenido el ‘hackerazzi’ de Hollywood. Inmediatamente me doy cuenta de por dónde va a ir su pregunta, pero lo dejo que sea él quien lleve la iniciativa en la conversación porque sé que no le gusta demasiado que me adelante a lo que él tiene intención de decir. Y cuando ha creído que ya he tenido tiempo suficiente para ver lo que él pretendía, me espeta: eso es una palabra nueva, ¿no? Y, a renglón seguido, expone su pregunta: ¿Quién y cómo se crean las palabras? Tengo que reconocer que me ha sorprendido, pues imaginaba que me preguntaría por el significado. Así que le digo: Ahí me has cogido; esa es la pregunta, o las preguntas, ya que me haces dos en una, del millón. Así que veremos cómo salgo del trance.
    Porque aunque se puedan contar muchas historias de palabras, lo cierto es que la pregunta de Zalabardo no tiene fácil respuesta. La gente no va por ahí inventando palabras, aunque algunos se hayan entregado a ese juego más como divertimento que como otra cosa. ¿Recordáis aquel hilarante Diccionario de Coll? A él pertenecen perlas como estas: Abdulador. ‘Cualquier político europeo al tratar con los árabes sobre el problema del petróleo después de la Reconquista, ya que exhaustivos estudios han venido a demostrar que en el siglo XI los árabes no tenían petróleo, y si lo tenían, la televisión de aquella época no dijo nada al respecto’. Brevolución: ‘Alboroto, sedición de escasa duración’. Pornotrágico: ‘Autor de obras obscenas en las que mueren los protagonistas’. O tantas otras como podríamos traer aquí.
    Hablando algo más en serio, lo cierto es que una lengua capaz de generar en el instante las palabras necesarias para las nuevas realidades que se nos presentan es una lengua rica y poderosa. E incluso se gana el mérito de influir sobre las demás, pues muchas de esas palabras, gracias a los medios de difusión con que contamos, se extienden rápidamente. Y una vez que nacen, no debe nadie andarse con remilgos de purismos ni prejuicios para su aceptación. Porque las palabras no nacen así como así, aunque muchas surjan por una causa nimia y casi por casualidad, ligadas a una pequeña anécdota, si así la queremos llamar. Veamos algunos casos. En la película La dolce vita aparece un personaje llamado Paparazzo, sobre el que Federico Fellini, su director, explicó que se inspiró para su nombre en el apodo de un compañero de colegio. Este personaje es un fotógrafo que se dedica a perseguir a los integrantes de la sociedad rosa, tratando de obtener fotos cuanto más comprometidas mejor. Pues bien, muy pronto se extendió el plural de esta palabra, paparazzi, para designar a los fotógrafos de la prensa rosa y hasta hoy nos ha llegado.
    Muy relacionada con esta hay otra palabra, esta vez inglesa, que es freelance. El freelance no es ya un simple fotógrafo, sino que es cualquier profesional que trabaja autónomamente y que vende posteriormente su trabajo a una empresa. El Diccionario panhispánico de dudas recomienda que se hable de profesional autónomo o independiente, pero lo cierto es que el término inglés está mundialmente difundido. ¿Y su origen? Así como paparazzi procede de una película, parece que freelance nace en una novela de Walter Scott, concretamente Ivanhoe. Allí, a los caballeros medievales que actuaban como mercenarios ofreciendo sus servicios a cualquier señor se les denominaba así, formando el término sobre free (independiente) y lance (lanza).
    ¿Y qué pasa con hackerazzi?, me pregunta Zalabardo. Es muy fácil; tal como se ve en la información que me has mostrado, el término lo acuña el FBI al denominar así la operación que ha servido para detener a un hacker (pirata informático) que logró acceder a los ordenadores y teléfonos móviles de Scarlett Johansson y diferentes estrellas de Hollywood, hecho que utilizó para apoderarse de fotos íntimas y privadas que luego publicaba en Internet, lo que le convertía a la vez en una especie de paparazzi. Se trata, pues de un acrónimo, puesto que se crea una palabra a partir de partes de otras. ¿Triunfará? Y qué sé yo, le digo.
    Por otra parte, trato de hacerle ver a Zalabardo, no siempre resulta tan fácil explicar la historia de las palabras. Por cierto que, sobre esta última, el Panhispánico recomienda que se diga paparazi/s, terminado en i y con una sola z, frente a lo que yo defendía hace tiempo en uno de estos apuntes, paparazo/s. Eso muestra que la lógica no tiene por qué imponerse y que, por lo común, es el uso quien acaba triunfando. Que quede claro.

miércoles, noviembre 02, 2011

 
MONFRAGÜE

    La etimología de Monfragüe es algo discutida, según me han contado, aunque las dos que se ofrecen llevan prácticamente casi a la misma solución. Para unos, procede de Monsfragium, ‘el Escarpe’ o ‘monte cortado’; para otros, el origen está en Monsfragorum, ‘monte áspero, fragoso, intrincado’. En cualquier caso, el nombre árabe del lugar, Al-Mofrag, ‘el Abismo’, parece dar la razón más a la primera de las etimologías, pues la topografía del terreno nos muestra el corte que el río Tajo produce en el mismo, dejando, uno en cada ribera, los dos escarpes o cortados que son los actuales Cerro Gimio y Monfragüe, que parecen querer ambos precipitarse sobre las aguas.
    Monfragüe da su nombre a un extenso territorio del norte de la provincia de Cáceres cuya columna vertebral constituyen los ríos Tiétar y Tajo y que, desde 1979, es Parque Nacional y, desde 2003, Reserva de la Biosfera. El Parque es hábitat de numerosas especies faunísticas entre las que sobresalen los ciervos, los buitres negro y leonado, la cigüeña negra, el águila blanca y el alimoche. Alcornoque, encina, quejigo, acebuche, mirto, madroño y cornicabra son los reyes de la vegetación del lugar, que ha resistido y desterrado el disparatado intento, antes de ser declarado parque, de repoblar la zona con eucaliptos.


 
     Monfragüe es un lugar ideal para quien busque tranquilidad y sosiego, le digo a Zalabardo, y allí estuvimos el pasado puente de los Santos. Villarreal de San Carlos, único núcleo de población en el interior del Parque, es punto estratégico para disfrutar de la zona. Allí están las oficinas del Parque (Centro de Visitantes, Centro de Interpretación del Parque, Centro de Interpretación del Agua y Centro de Documentación e Investigación), dos o tres Casas rurales y un restaurante, aparte de alguna que otra casa particular. Pero en cuanto que dan las seis o siete de la tarde, los visitantes desaparecen y, con ellos, los guardas, guías y funcionarios del Parque. Allí quedan los nueve habitantes de la población, que es una pedanía de Serranillos, y quienes hayan reservado alojamiento para efectuar una visita más pausada.
    ¿Qué se puede hacer en Villarreal de San Carlos? Una vez que cae la tarde y la oscuridad se apodera de todo, nada que no sea pasear por la única calle y su entorno, disfrutar de un límpido y rutilante cielo plagado de estrellas (allí no se sabe qué sea eso de la contaminación lumínica) y hablar con los escasos habitantes, que te cuentan los orígenes y evolución de Monfragüe, tanto lo bueno, que lo hay, como lo malo, que también lo hay. Si, además, se tiene la suerte de coger unos días buenos y de suave temperatura de este otoño que estamos teniendo, miel sobre hojuelas.


    Por el día es otra cosa. Hay muchos senderos por los que perderse (que no se pierde nadie porque están perfectamente señalizados) y gozar con la visión del paisaje, con el rumor de las aguas del Tajo y del aire entre las ramas, con la contemplación de las aves y con el encanto de dejar que los ciervos se te acerquen y coman en tu mano.
    Nosotros hemos realizados tres de las numerosas rutas que el Parque ofrece: la de la Tajadilla, siguiendo la ribera del Tiétar, la que conduce hasta el Cerro Gimio y permite contemplar el vuelo de los buitres que allí anidan y la del Castillo, que es la más completa. Son dieciséis kilómetros (entre ida y vuelta) que llevan desde Villarreal hasta el Castillo. Hay diferentes opciones para recorrerla. Nosotros elegimos la que discurre por la margen izquierda del Tajo e inicia el ascenso al Castillo desde el lugar conocido como Salto del Gitano. Aunque es un recorrido más largo, es también más suave, pese a que el tramo final, la subida al Castillo, es duro de todas formas. Luego descendimos por el sendero que baja desde el Castillo hasta la Fuente del Francés. Es una ruta más corta, pero más empinada; aunque no es igual que subir, las rodillas también se resienten, sobre todo cuando uno tiene ya cierta edad. Desde la torre del Castillo se goza de una espectacular vista de casi toda la extensión del Parque.
    Cualquiera de estas caminatas tiene luego, a su finalización, el premio de poder disfrutar de una suculenta comida: carnes de venado y jabalí (yo pedí un delicioso lomo de venado con salsa de arándanos y confitura de manzana), variedad de quesos de la región y un exquisito jamón ibérico de Extremadura.
    Y hasta el próximo puente.