EL DISPUTADO VOTO DEL SEÑOR CAYO
Por supuesto que no voy a hablar aquí de la novela de tal título de Miguel Delibes; tampoco de los resultados de las elecciones de ayer, domingo; y menos aún del avance conseguido por el candidato de IU. Eso ya lo han hecho, lo habréis leído, visto y oído, en el sinfín de periódicos, televisiones y radios del país. Sin embargo, le digo a Zalabardo, este apunte va a estar en parte relacionado con el tema que nos ha tenido ocupados estos últimos días y que culminó en la consulta democrática de ayer.
Como el caso es que me cuesta romper el lazo que me une a los compañeros del instituto, he adoptado la sana costumbre, al menos para mí, de subir un día a la semana al centro y alternar con ellos durante la hora del desayuno. Es esa una hora, creo, que sirve para iniciar múltiples conversaciones sin que haya que acabar ninguna y sin que ninguna deba ser considerada de útil trascendencia. Se habla por hablar, por sentirnos unidos y estrechar lazos (el lenguaje une a pesar de que a veces nos empeñamos en que desuna), y por olvidarnos de cualesquiera otras preocupaciones que se ciernan sobre nosotros.
Mientras caminábamos hacia el Boris, salió el primer tema: estando el patio como está, lloviendo lo que está lloviendo, con la economía por los suelos, la prima desbocada y el paro disparado, nadie duda de que no debe ser plato de gusto querer ser diputado, senador (a propósito, que de esto también se habló, ¿qué hace un senador y para qué sirve el senado?), concejal o cualquier otro cargo semejante. Se diría, apuntaba José Francisco, que lo deseable ahora debería ser que eligieran a los otros, siquiera sea por quitarse el mochuelo de encima. Sin embargo, todos apetecen el éxito de salir elegidos. Fue, entonces, Javier López quien dijo: ¿será eso lo que llaman erótica del poder?
En ese momento se me ocurrió que ese podría ser el tema para el apunte de hoy. Resulta que yo tenía creído que, con los años, uno se iba reafirmando más en las ideas y, viéndolo todo más claro, acumulaba fuerzas para defender según qué principios. No sé si será por eso que se dice de la experiencia. Pero ahora veo que no, que cuando los años acumulados son ya muchos, me doy cuenta de que cada día aumentan las dudas que a uno lo asaltan y disminuyen las ideas que se avienen a ser admitidas y defendidas con rotundidad.
Una de esas ideas que yo creí a machamartillo durante un tiempo y que con el paso de los días se me ha ido diluyendo, por poner un ejemplo, es la de que los políticos, o al menos una amplia mayoría de ellos, lo eran por vocación, por la sencilla y simple razón de servir a la comunidad a la que pertenecen. Hoy, como digo, ya no estoy tan seguro, y tengo la sensación, porque seguridad solo se puede tener en muy pocas cosas, de que el político lo es por ansia de poder, por pura y llana ambición. Sé que caigo en el pecado de generalizar; por eso dejo una puerta abierta por la que alguien escapará de esa afirmación universal que lanzo. Pero frente a esa erótica que mencionaba Javier, a mí se me ocurre mejor hablar de ambición de poder. Y vuelvo a la pregunta del comienzo: ¿qué empuja a los políticos a desear ser ellos los elegidos? Si no es esa ambición de poder, ignoro qué otra cosa pueda ser. Me lleva a creer tal supuesto la simple contemplación de cómo, durante la campaña, cada uno se tiraba a la yugular de los contrarios tratando de hacernos ver más los errores del adversario que los méritos propios.
Zalabardo, que aún sigue creyendo en la bondad natural y en la integridad moral de todas las personas, se me queda mirando con cara de no estar muy de acuerdo con lo que expongo. Mueve la cabeza a un lado y otro y, por fin, me dice con voz pausada: Pero, bueno, vamos a ver. ¿Acaso es mala cosa ser ambicioso? Yo le respondo que, en principio, ser ambicioso no tiene nada de malo, siempre que sepamos domeñar la ambición y sepamos eludir ser dominados por ella.
Los políticos, le pido que piense, parten de la base, o al menos eso creo percibir en los de nuestro país, de que solo las ideas del grupo o partido propio son aceptables, mientras que las de los otros resultan deleznables. Y empezar defendiendo que la razón asiste en todo a uno mismo y en nada al adversario es el mejor síntoma de que caminamos por una senda errónea.
Además, añado, ¿observaste anoche, tras darse a conocer los resultados, las reacciones de unos y otros? No me dirás que no resulta paradójico que los ganadores, esos sobre quienes ha recaído la responsabilidad de tratar de llevar adelante al país en un momento tan delicado, se mostrasen radiantes y felices como si la losa que ha caído sobre ellos fuese liviana, mientras que los perdedores, por el contrario, aparecían mohínos pese a no tener que apechugar, al menos en primera línea, con el compromiso de solventar tantos problemas como el país tiene.
El ansia de servicio debería haberles llevado, a unos y otros, a mostrarse cautos y serenos, más bien preocupados, porque la tarea que les espera, sea en el gobierno o en la oposición, no es fácil. Sin embargo, se diría que la tristeza de unos nace de pensar en todo lo que pierden y deben ahora desalojar, mientras que la alegría de los otros se genera en la consideración de la cantidad de puestos y cargos que van a ocupar, con todo lo que ello significa. Anoche, se diría, unos y otros se habían olvidado de las promesas hechas durante la campaña. El poder adquirido y el poder perdido dibujaban el rictus de regocijo o de abatimiento apreciable en sus rostros.
El ansia de servicio, si la hay, debería de llevar a todos a ponerse de acuerdo en una serie de cuestiones básicas (economía, educación, sanidad, empleo, bienestar social…). Los vencedores, desde ese puesto de mando que la ciudadanía les ha otorgado; los vencidos, aplicando esa tarea de vigilancia y control (pero también apoyo) que corresponde a la oposición. Eso, en lugar de enredarse en peleas de barrio como tantas veces acostumbran. Porque los ciudadanos no debemos pagar las reyertas de los políticos. Y, sobre todo, porque la situación del país no está para bromas de mal gusto.
Zalabardo me mira serio y con el gesto de quien, aun concediendo una parte de razón, no ha quedado convencido de todos mis argumentos. Sin embargo, calla y no dice nada. Algo es algo.
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