martes, junio 23, 2009



HINCHAR UN PERRO


Hoy hemos tenido los profesores del instituto la comida de fin de curso. Bueno, digo los profesores aunque yo, no sé con cuánto de audacia y quizás con bastante ilusión, me sigo contando como uno más del grupo, solapando que no soy más que un ex, un jubilado cuya presencia en esos actos no se explica sino por el cariño y la benevolencia con que me acogen los que por tan dilatado espacio de tiempo han sido mis compañeros. En realidad éramos tres ex, pues también estaban Carmen Fuentes y Rosé Gil, además de una casi ex, Arantza Plazaola. ¿Tendría que decir que, cumplido ya un año de la jubilación, mi vida, en ciertos aspectos, se sigue rigiendo por el calendario escolar? Hoy lo he comentado con algunos. Parece como si mis biorritmos aún no se hubiesen adaptado plenamente a un tipo de vida diferente en la que el calendario no debería significar más que el sucederse tenaz e inexorable de los días. Pero no es así, y, durante todo el año (fijaos que cuando hablo de años no los pienso como años naturales), no sabría cómo explicarlo, he esperado la llegada de la navidad, de la semana blanca, de la semana santa o, ahora, del final de junio, igual que durante los años anteriores, con la alegría que supone el advenimiento de las vacaciones.
Muchas veces le he comentado a Zalabardo que el mantenimiento de esta agenda pretende ser, en parte, la imposición de una tarea que evite mantenerme ocioso más tiempo del debido y conveniente. Tal como me impongo otras tareas con la misma finalidad, porque no hay nada peor que la ociosidad para caer en el aburrimiento. Alguien podría pensar que la agenda es una muestra de vanidad, un intentar demostrar que tengo algo que decir que no pudiera decir nadie más, cosa que no es así ni yo pretendo que lo sea. Por eso estoy plenamente convencido de que aunque la vida del mundo fluiría igual sin esta agenda, la mía no sería la misma sin ella.
Esa es una de las razones por las que, ahora que llegan las vacaciones, considero pertinente hacer una pausa, tomarme un descanso y concederlo a quienes aún tengan la amabilidad de leer estos humildes apuntes, si es que a estas alturas queda alguien que pierda su tiempo con ellos. Creo que a nadie vendrá mal esta interrupción. Con ella, también, me daré un respiro y podré cargar un poco las pilas para, una vez pasadas las vacaciones, retomar el hilo introduciendo, si soy capaz, alguna novedad.
No quiero que nadie piense que doy a estas notas más valor del poco que ya tienen ni más objetivo que el ya declarado de tener el tiempo ocupado. Nadie piense que voy a caer en la necedad de aquel loco del prólogo de la segunda parte del Quijote que preguntaba a quienes se admiraban de su proceder: ¿Pensarán vuestras mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro? Con aquella historia, Cervantes señalaba a Avellaneda y con la expresión hinchar un perro indicaba que a veces se escribe o se dice exageradamente de algo que no merece la pena. Porque, vaya por delante, no está en mi ánimo exagerar el mérito de la agenda que, en ocasiones, me deja la impresión de ser tarea que no está mucho más allá de la de hinchar un perro.
Me preguntaba Joaquín Martínez durante la comida qué hacía yo para escribir estas notas. Procuro contestar. Cuando me siento ante la pantalla del ordenador y comienzo a pulsar el teclado no me dejo guiar por otro estímulo que el de compartir una reflexión en torno a un tema de actualidad, transmitir un sentimiento nacido de alguna observación de la realidad o de una lectura o, simplemente, las más de las veces, exponer una interpretación o una valoración de algún hecho lingüístico, por lo general atañente al léxico. Todo ello sin arrogancia, libre de cualquier tentación de fatuidad que, ni yo procuro, ni Zalabardo me permitiría.
Ha habido ocasiones en que Zalabardo me ha preguntado: ¿Qué cosas te llevarían a cerrar de modo definitivo mi agenda? Le he dicho que, por supuesto, como ocurre en política con un primer ministro frente a su jefe de estado, que él, Zalabardo, me retirase su confianza, ya que el vehículo que manejo le pertenece. Y, aparte, lo que más me preocupa es que esta bitácora pueda resultar aburrida y fuerce a la gente a dejar de leer. Bien es verdad que digo esto sin saber quiénes y cuántos me leen en realidad. ¿Recordáis que una vez alguien apuntó que Andrés, el Viejo de la Colina, debería retirarse de la relación de lectores de estos apuntes y Zalabardo y yo lo defendimos? Pues lo que entonces dije sigue valiendo ahora.
Cierro, pues, temporalmente, la tapa de esta agenda y os dejo descansar si es que no habéis decidido ya hacerlo por cuenta propia. Zalabardo y yo os deseamos unas felices vacaciones y proseguiremos la tarea cuando estas concluyan.

viernes, junio 19, 2009


TRES POETAS

En los años oscuros del franquismo, algunos no los vemos todavía suficientemente lejos pese a que muchos otros, por razón de la edad (la poca que ellos tienen), creen que lo que digo corresponde a la categoría de noticias antediluvianas, alcanzar un puesto público, digamos por ejemplo una plaza de profesor, previa la correspondiente oposición, exigía un claro y firme juramento de fidelidad a los principios del Movimiento Nacional. Cierto que había quien se negaba, los menos, a sabiendas de que ello significaba quedarse fuera del sistema. Zalabardo, esto no lo he contado nunca, es uno de los pocos que tuvieron la valentía de decir que no cuando lo normal era decir que sí aun con el convencimiento interno de que lo que mejor correspondía era decir que no. Tal vez aquella actitud suya de entonces sea lo que explique que todavía hoy muchos sigan considerando que no es más que un apócrifo. Muchos más, yo entre ellos, pasamos sin rubor por aquellas horcas caudinas de la firma del documento que recogía el ominoso juramento.

La entrañable amistad que me une con Zalabardo nace en parte de que nunca me ha echado en cara, ni a mí ni a nadie, aquella conducta que otros llamarían indigna; ni se haya quejado, tampoco, de que no se valorara suficientemente lo que él y otros como él hicieron pese a las consecuencias que hubieron de arrostrar. Cuando hablamos de ello, se limita a decir que comprende nuestra postura, y nunca en su boca he oído la palabra cobardía; incluso, afirma que conductas como la suya reflejan más inconsciencia que valentía. Pero hay más. Nunca en sus conversaciones ha aparecido el argumento "si yo hubiese..." o el otro de "si los demás hubiéseis..." Ello da muestra diáfana de la grandeza de su espíritu.

A lo largo de la historia es fácil encontrar personas que supieron decir que no en momentos en que lo fácil y casi aconsejable era decir que sí. No muchas, es verdad, pero las hay. Zalabardo, sin embargo, parece restar valor a tales comportamientos. Dice que, en cierto modo, eso es así porque a uno le toca, como si fuera una especie de destino ineludible. Me dice que si cualquiera de los que dijeron no hubiesen pensado por un segundo las consecuencias de su acto tal vez hubiesen dicho sí, como la mayoría.

Recuerdo que, en el campo que más conozco, el de la literatura, se pueden encontrar ejemplos de esos valientes que no temieron hacer frente a las consecuencias de su negativa al poder establecido. A mí, le digo a Zalabardo, siempre me han merecido un respeto inmenso y le pido que me permita citar siquiera tres casos, tres poetas que, en un momento de máxima dificultad, no dudaron en expresar su disconformidad y su protesta por el estado de cosas que les tocó vivir. Sea la primera de estas voces la de Blas de Otero, que, a mediados del siglo XX, evolucionó desde una lírica con componentes religiosos hacia la poesía social y volcó su interés por el compromiso cívico del hombre individual con sus contemporáneos: Si he perdido la vida, el tiempo, todo / lo que tiré, como un anillo, al agua, / si he perdido la voz en la maleza, /me queda la palabra /... Si abrí los ojos para ver el rostro / puro y terrible de mi patria, / si abrí los labios hasta desgarrármelos, / me queda la palabra.

Francisco de Quevedo, a caballo entre los siglos XVI y XVII, tenía conciencia de la importancia de su testimonio y juzgó sin temor sucesos y personas. llegó a decir: Yo escribo lo que vi, y doy a leer mis ojos, no mis oídos. Así da comienzo a su famosa epístola dirigida al Conde Duque de Olivares: No he de callar por más que con el dedo / ya tocando la boca, o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo. / ¿No ha de haber un espíritu valiente? / ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? / ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

Con el último ejemplo me remonto a los albores de nuestra literatura. Lo saco de la reciente y bella antología Locus amoenus, en la que Carlos Alvar y Jenaro Talens recogen una amplia muestra de aquella mezcla de culturas y lenguas que floreció en nuestra Edad Media. Abu l-Asbag Ibn al-Jatib, que vivió en el siglo X, sufrió pena de azotes, cárcel y destierro durante la represión contra intelectuales y disidentes que llevó a cabo Almanzor. Suyo es este poema: Entre muertos inmóviles, soy el único vivo, / el único despierto en un tiempo que duerme; / voy por el mundo y sólo veo / seres dormidos / como los de la cueva de al-Raqin. / Se han borrado los hitos / de la cultura y los conocimientos que eran míos / y sobreviví / como una huella del pasado.

lunes, junio 15, 2009

TENER CRITERIO

Creo que no hay ningún aficionado al fútbol que no haya oído a los narradores o comentaristas de los partidos emplear frases del estilo Fulanito ha jugado la pelota con criterio. Debo decir que siempre me ha chocado tal frase porque en ella me parece que no se emplea adecuadamente el sustantivo criterio. Si nos vamos al DRAE, leeremos que criterio es 1. 'norma para conocer la verdad' y 2. 'juicio o discernimiento. Con toda la humildad que sea posible considero escaso el tratamiento que el diccionario académico hace de la palabra, pues si nos vamos al de María Moliner, hallamos, además, lo siguiente: (aplicar o tener c.) 'manera personal de juzgar las cosas, dependiente de la actitud en que se coloca el que juzga, de su manera de pensar, de su particular psicología, etc.'; esta definición va acompañada de la aclaración 'se especifica con un adjetivo'. Y también, (tener c.) 'capacidad o preparación de alguien para juzgar'.
Creo que cuando un futbolista realiza una jugada, o pretende dar un pase, o intenta un desmarque, lo hace, siempre, con criterio, definición 2 del DRAE y segunda de las que doy del María Moliner, pues, en estos niveles de los que hablamos, al jugador se le supone discernimiento, capacidad y preparación para hacer lo que hace. Pero, puesto que siempre hay jugadores contrarios que tratan de impedírselo, lo hace mejor o peor, o elige la opción más o menos oportuna de las posibles, por lo que aplica un mal, buen o excelente criterio, definición primera de las que reproduzco de la señora Moliner. Es decir, sin irnos por la tangente, que creo que casi siempre se dejan atrás esos comentaristas el adjetivo que mejor definiría al criterio aplicado.
Pero hay otra definición más de criterio que recojo también de María Moliner: 'aspecto de las cosas al que se atiende para clasificarlas o seleccionarlas'. Y en este sentido, recuerdo que yo siempre decía a mis alumnos que un error lo es menos si el criterio aplicado es siempre el mismo aunque no sea el adecuado. Quiero decir, por poner un ejemplo, que, en sintaxis, se llame siempre de la misma manera a los elementos que desempeñan igual función o, en literatura, que a la hora de determinar el siglo al que un texto pertenece, no se le incluya en uno justificándolo con características propias de otro. Es decir, que uno se puede equivocar pero siendo consecuente con la línea elegida al responder. El error, de esta forma, será menos grave, si queda patente que se sabe aplicar un criterio.
Zalabardo, que siempre está pendiente de lo que escribo aunque parezca que no, y que en ocasiones me conoce mejor de lo que yo mismo me conozco, me insinúa que voy buscando algo diferente a lo que digo; que ni los futbolistas ni los alumnos con mejor o peor criterio son el objetivo del apunte de hoy. Y, claro, le tengo que decir que así es y, por consiguiente, me corta el rollo y me pide que vaya al grano.
Y el grano, esta vez, no es otra cosa que el criterio. Pero el criterio con el que el Diccionario de la Academia trata determinadas palabras. Yo me voy a fijar concretamente en tres: cártel, cénit y élite. En los tres casos, la Academia, frente a lo que es la forma usual que entre los hablantes adoptan estas palabras, la reproducida antes, y sin dejar de considerarlas también correctas, prefiere, sin embargo, la forma etimológica, más alejada del uso común.
Cártel, 'organización ilícita que trafica con armas o drogas', es una palabra de larga historia. Procede del alemán kartell, que dio en castellano tanto carta como cartel. Durante los áños 40, las mafias alemanas en Estados Unidos se comunicaban mediante cartas (kartell) por lo que se empezó a llamar a estos grupos carteles. Pero cuando la palabra empezó a ser utilizada en los dominios hispánicos, sin que se sepa bien por qué sufrió una dislocación acentual, cárteles, forma más extendida y que parecería más adecuada para los grupos mafiosos, dejando así carteles para su significado primero.
Con cénit, 'punto más alto del hemisferio celeste respecto al observador' o 'apogeo, punto culminante de algo', sucede algo semejante. Es una palabra que pertenece al bello campo semántico de 'puntos del orbe celeste con relación a la posición de un observador' (orto, ocaso, cénit y nadir). Es una palabra de procedencia árabe que, en origen, tiene pronunciación aguda. Sin embargo, entre nosotros predomina la pronunciación llana, quedando la otra casi exclusivamente para el lenguaje literario. Debería considerarse, pues, no solo correcta, sino la preferible.
Y nos queda élite, 'minoría selecta o rectora'. Es una voz francesa en la que el acento cumple una función diferente a la que cumple en nuestra lengua. Y aunque han sido muchos los intentos por imponer la forma llana, elite, etimológica, lo cierto es que, no ya el pueblo llano, sino mucha gente culta también, ha preferido la forma esdrújula.
Por eso creo que, manteniendo la doble forma de las tres palabras en el Diccionario, la Academia trata de aplicar el criterio etimológico cuando lo cierto y observable es que la gente común, y mucha gente culta, ya ha dado suficientemente su voto al criterio antietimológico.

jueves, junio 11, 2009


¿CUÁNTAS PALABRAS HAY?

¿Cuántas palabras recoge el Diccionario? ¿De cuántas palabras dispone el idioma español? Son preguntas que, aun pareciendo intrascendentes y de poco calado, plantean muchas personas. Al menos a mí me las han formulado en diferentes ocasiones personas de toda clase y condición y no solo alumnos, que imaginamos ser más proclives a ese tipo de cuestiones baladíes. ¿Reporta algún interés plantear esta clase de dudas? Sinceramente creo que poco, fuera de saciar una posible curiosidad.
Y digo yo (tercia Zalabardo), ¿para qué queremos saber el número de palabras que hay si la realidad es que solo utilizamos una ínfima parte de ellas? Y es posible que la razón esté de su parte si atendemos a lo que nos dicen los datos que reproduzco y que aporta en una entrevista Marco Martos, presidente de la Academia peruana de la Lengua desde 2006. Ignoro de dónde los saca él, pero el cargo que ocupa los hace fiables. Yo me entero a través de la bitácora (La zona del escribidor) del periodista y escritor, también peruano, Richar Primo Silva. Dice el presidente que una persona normal, tomando como tal a la que solo tiene la educación escolar, utiliza un promedio de 300 palabras; una persona culta, y por ello entiende alguien que lee periódicos, alguna novela, revistas especializadas y accede con frecuencia a alguna página de Internet, apenas si utiliza 500; y un novelista, es decir, una persona dedicada a la literatura, que escribe y lee, se servirá de unas 3.000 palabras; Cervantes, añade, utilizó 8.000. Es decir, que el considerado padre de nuestra lengua hizo uso de un 3% escaso del total de las 283.000 palabras que, siempre según los datos que maneja Martos, están contenidas en el Diccionario de la Academia.
Pero afirmar que nuestra lengua posee esas casi trescientas mil palabras es algo más que relativo por varias y diferentes razones. La primera y principal es que, como bien se viene manteniendo desde los estudios de Saussure, la lengua, el código, está formado por un número limitado de elementos que, mediante combinación entre ellos, permiten crear un número ilimitado de signos o palabras. Esto lo digo así, algo a la ligera y siendo por tanto poco preciso, porque estoy pensando exclusivamente en el nivel léxico de esa lengua, aunque lo mismo serviría si hablásemos de los demás niveles. Esto significa, con un fácil ejemplo, que nosotros disponemos en nuestra lengua, por un lado, de un conjunto de raíces o lexemas (niñ-, blanc-, pint-, etc.) y por el otro, de morfemas, tanto derivativos como gramaticales (des-, -ito, -ura, etc.), que nos permiten crear las palabras niñ-ito, niñ-ato, a-niñ-ado, blanc-ura, blanqu-ecino, roji-blanc-o, re-pint-ar, pint-or, des-pint-ado, etc. De aquí deducimos que, siempre que apliquemos correctamente las reglas de derivación o composición, sin olvidar las de parasíntesis, podremos crear en cada momento una nueva palabra a partir de otra ya existente, sin que dicha palabra tenga que aparecer en el Diccionario.
Como Zalabardo me solicita que le aclare algo más el asunto, voy con unos ejemplos reales. Leo en la traducción que Alianza Editorial ofrece de El lobo estepario, de H. Hesse, lobuznez; en una antología de Gil de Biedma leo chava y maldormir; escucho en un programa radiofónico cachondada; en Juan Ramón Jiménez es fácil leer claror; escucho, por fin, en un programa de televisión dramedia. Y ya está bien para lo que pretendo. Me parece una muestra suficientemente aleatoria. Vamos uno por uno con los ejemplos.
Lobuznez es un término que encuentro en ningún diccionario, pero comparando su forma con lividez, 'cualidad de lívido' o candidez, 'cualidad de cándido', entiendo fácilmente que significa 'cualidad o condición de lobo'; ¿por qué, pues, no voy a aceptar la palabra? Chava la encuentro solo en el Diccionario del español actual, de Seco, como regionalismo; nada, por tanto debe oponerse a su empleo. Tampoco encontraremos maldormir, aunque sí, paradójicamente, malgastar, malparir o maltraer; por tanto, como si quisiéramos crear maljuzgar.
Claror, como frior, son formas muy poco usadas pero muy caras a J.R.J. Con ese mismo sufijo hallaremos verdor, blancor, negror o amarillor; ello es más que suficiente para que nosotros creemos grisor, que no aparece en ningún lado, o, sin tener que ver con colores, aceror. ¿Quién nos lo impedirá? ¿Y cachondada, 'acto propio de una actitud de cachondeo'? Tampoco la encontraremos, pero no hace esta palabra más que seguir el mismo modo de derivación que charlotada, bufonada y otras semejantes. Y nos queda dramedia, ajena igualmente a cualquier diccionario. Significa, según la persona que la usaba 'drama con toque de comedia' ¿Quién nos dice que no vale para designar a ese género nuevo hasta ahora innominado?
¿Cuántas veces habré dicho aquí que la lengua es un organismo vivo que está cambiando continuamente, como también que el amo de la lengua es el pueblo y que las academias no tienen misión más importante que la de dar fe de los cambios registrados y conceder carta de naturaleza a los que se generalizan? Porque el hecho de que yo pueda decir grisor, o cachondada, o maldormir, no significa mucho más que simplemente eso, que he creado una palabra valiéndome de los recursos del sistema. Pero una persona por sí sola carece de fuerza para cambiar la lengua; necesita de otras que recojan su modificación y se la apropien. Solo de esa forma, siendo adoptada por muchos, la palabra nueva pasaría a los catálogos léxicos. Eso sí, en cualquier caso el fenómeno serviría para demostrar que el número de palabras de una lengua podría ser infinito, pese a lo que digan los diccionarios.

martes, junio 09, 2009


LIBROS ELECTRÓNICOS
Desde su aparición sobre la tierra, el libro siempre ha tenido, de vez en vez, más de un enemigo irreconciliable. Por eso no debe extrañarnos que en el que habría que considerar el libro de todos los libros, dejando a un lado la Biblia, ya en sus comienzos encontremos ejemplos claros de esta inquina hacia ellos. Estoy hablando, naturalmente, del Quijote y de su capítulo sexto, en el que se los acusa de ser origen de la extraña enajenación del hidalgo. Habla así la sobrina del cura: No hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores; mejor será arrojallos por la ventana al patio y hacer un rimero dellos y pegarles fuego; y, si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera.
Ya en el siglo XX, en una de las dos novelas de ciencia-ficción más desasosegantes que yo haya leído, Farenheit 451, de Ray Bradbury (la otra es 1984, de George Orwell), se nos retrata una sociedad en la que la razón de ser de los bomberos no es apagar fuegos, sino, paradójicamente, provocarlos para quemar libros. Porque en esa sociedad leer está totalmente prohibido ya que es una actividad que incitaría a pensar, cosa que está igualmente prohibida. En un determinado momento, el jefe de la brigada de bomberos dice a Montag, el protagonista: Un libro es un arma cargada en la casa de al lado. Quémalo. Quita el proyectil del arma. Domina la mente del hombre. ¿Quién sabe cuál podría ser el objetivo de un hombre que leyese mucho? El título de la novela, como sabemos, se refiere a la temperatura, en la escala farenheit, a la que el papel de los libros se inflama y arde (su equivalente en la escala celsius es 232.7 grados, según me indica Zalabardo).
De los libros no se ha temido su materialidad física, sino su contenido, lo que en ellos se dice. Porque los libros abren ante nuestro ojos mundos (reales o fantásticos) que atraen e inflaman la imaginación, que nos permiten ser totalmente libres. En el mundo imaginado por Bradbury había que ser feliz por ley, norma que dificultaba, se daba por supuesto, la lectura de libros. Y siempre ha habido censores que se han creído en la obligación de controlar y de determinar cuándo y qué hemos de leer. ¿Recordáis el castigo tramado en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, para quienes osasen leer aquel tratado sobre la risa de Aristóteles que se conservaba en la biblioteca del monasterio?
La Iglesia tuvo su propio catálogo de libros prohibidos, el Index Librorum Prohibitorum, que, con el concilio Vaticano II dejó de actualizarse y aplicarse, aunque oficialmente no esté derogado. No obstante, se encarga Zalabardo de recordarme que una de las ramas de la Iglesia, el Opus Dei, sigue teniendo su propia lista de catalogación moral de libros, que quedan clasificados en seis grupos que van desde el 1, libros que pueden ser leídos incluso por niños, según se dice allí, hasta el 6, libros de lectura totalmente prohibida y que requieren para ello un especialísimo permiso del Prelado, autoridad máxima de la secta, organización, rama o cualquier cosa que sea. Sería largo dar ejemplos de lo contenido en dicha lista, pero no resisto ofrecer algunos casos. Por ejemplo, Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, está incluido en el grupo 4, es decir, que puede ser leído solo por personas que tengan formación y necesidad de su lectura, y aun ello con permiso del director espiritual. En el grupo 5, libros que no pueden ser leídos salvo con un permiso expreso de la Delegación, están El árbol de la ciencia o San Manuel Bueno, mártir. Y en el grupo 6, ya explicado, aparecen Cien años de soledad, con otras obras de García Márquez; Ulises, de Joyce; La colmena, Pantaleón y las visitadoras, de Vargas Llosa; prácticamente toda la producción de Francisco Umbral y una obra científica tan peligrosa como Cosmos, de Carl Sagan.
Hoy, la discusión sobre libros gira más en torno a su soporte que en torno a su lectura. Hay, como en todo, agoreros que dicen que el libro en su formato tradicional, con hojas encuadernadas y tapas, está llamado a desaparecer en pocos años. Estos, lógicamente, defienden que el futuro pertenece al libro electrónico, dotado de memoria en la que ya vendrán cargados una serie de títulos y en la que se podrán descargar otros. Lo cierto es que los dispositivos lectores son ya numerosos y en una reciente encuesta, el 5% de las personas encuestadas confesaba tener uno de ellos; el 75% decía conocer una o varias marcas y solo en 20% reconocía no haber oído hablar de ellos. Parece que por ahora la delantera la lleva el dispositivo lector Kindle, de Amazon, seguido del Sony Reader. Incluso hay uno, Papyre 6.1, fabricado por una empresa granadina.
Le digo a Zalabardo que posiblemente el libro electrónico suponga una mayor dificultad para los censores, pero que, en todo caso, nosotros pertenecemos a la generación del libro de papel y que el placer de pasar las hojas, incluso mojando en saliva las yemas de los dedos, o el del olor de la tinta en un libro recién impreso que abramos, no lo puede proporcionar ningún aparato electrónico por avanzado que sea. Pero él me replica que no diga que de esta agua no beberé, porque lo mismo afirmaba del ordenador y mira ahora cómo estamos. Lo peor del caso, o tal vez lo mejor, es que tiene razón.

viernes, junio 05, 2009


PRECUELA
Es seguro que si le preguntamos a José Manuel Mesa, gran aficionado al cine, por esta palabra sabe perfectamente a lo que se refiere; y no digamos ya si la pregunta se la hacemos a Pablo Cantos, que no es que sea aficionado, sino que es ya un profesional en esto del cine, es decir, un cineasta. ¿O sería mejor decir cineísta? El asunto es que precuela es un neologismo y aún no está recogida en el Diccionario, como tampoco lo está la acepción que nos interesa de secuela, término con el que se relaciona.
Podríamos definir secuela como 'obra (película, novela...) publicada con posterioridad a otra anterior de éxito y de la que aprovecha asuntos y personajes, aunque la historia se sitúa en tiempo posterior al de la obra a la que sigue'. Secuela procede del latín sequela, que, a su vez, se deriva de sequor, 'seguir'. Por lo tanto, una secuela es una continuación. Son muchos los vocablos españoles derivados del verbo latino del que hablamos: secuencia, séquito, secuaz, asequible, exequias, ejecutar, secta, obsequio, además de seguir, conseguir, proseguir, etc. Lo que quiero destacar con esto es que se trata de una familia léxica que se mueve dentro del significado 'lo que va detrás de otra cosa'. Son secuelas, especialmente en el cine, todas aquellas películas que continúan a otra que ha tenido éxito y de la que se quiere obtener el máximo beneficio. Zalabardo me recuerda que, de pequeños, ya éramos aficionados a dichas secuelas, especialmente a las de aquel malvado Fu-Manchú, a las del valiente Llanero solitario, indefectiblemente acompañado por su caballo Silver, o a las de otro héroe del oeste, Bob Steele. Quiero destacar también que sequor, en latín, es lo que llamaríamos una palabra simple, en la que no hay ningún elemento, prefijo o sufijo, que aporte el significado de posterioridad. No es comparable, pues, a post-erior o a ant-erior.
De acuerdo con lo explicado, debemos decir ahora que ni en latín ni en castellano existe palabra alguna que sea antónimo de secuela, que signifique, sigo la definición dada para esta última, 'obra (película, novela...) compuesta después de otra obra de éxito con la que se relaciona y cuyo acontecer se sitúa en un tiempo anterior al de la obra de la que se deriva, generalmente para explicar las causas del argumento de la obra original'. Y aquí es donde entra el término precuela que, como vemos, se vale de un prefijo pre- que se une a una raíz inexistente -cuela. ¿Es válido este recurso empleado para nombrar a un concepto no unido a ninguna palabra? ¿Y por qué no?
Es posible que a algunos les suene el término a algo muy nuevo. Debo confesar que yo no lo conocí hasta no hace mucho, cuando oí hablar de un proyecto de este tipo relacionado con la película Alien. Pero así como hace años todo se podía encontrar en el Libro gordo de Petete o en la Enciclopedia Espasa, hoy podemos enterarnos de todo en el inagotable universo de Internet. Así es como me entero de que, igual que las segundas y terceras partes de películas que, sin embargo, remontan sus asuntos a un tiempo anterior al de la exitosa obra original vienen haciéndose desde 1948, un tal Anthony Boucher, editor y autor de obras de ficción y misterio, ya utilizó en 1958, para referirse a ellas, el neologismo prequel, del que posteriormente se formará el castellano precuela.
Aunque el sistema de creación del término pueda parecernos poco académico, creo que no hay nada que impidiera su inclusión en el Diccionario, si bien antes habría que dar cabida a la entrada de secuela, que, como queda dicho, tampoco aparece. Trasladé la cuestión al departamento de consultas de la RAE, que me contestó exponiendo lo que ya he dicho antes, pero sin aclarar por qué no entran ni la una ni la otra en el Diccionario. Sé que hay que tomar muchas cautelas antes de abrir el camino hacia los diccionarios a determinados vocablos, pero tampoco debemos dar lugar a que acontezca lo que con precalentamiento. Cuando esta palabra comenzó a utilizarse, en el ámbito deportivo, muchas voces fueron las que se levantaron contra ella porque, decían, con razón, que 'los ejercicios que un deportista efectúa como preparación para el esfuerzo que posteriormente habrá de realizar' no eran un precalentamiento, sino un calentamiento, ya que los músculos, como aquellos antiguos aparatos de radio de lámparas, de los que me habla Zalabardo, necesitan calentarse antes de funcionar bien. Pues bien, mira por dónde la mayoría de los cronistas deportivos entraron por el aro y casi todos han aceptado y usan el correcto calentamiento. Aunque lo que el Diccionario registra ahora es precalentamiento.

martes, junio 02, 2009

MELIBEA


Le cuento a Zalabardo, ahora que vamos llegando al final del curso, que en bastantes ocasiones, cuando estaba en activo, pretendí que mis alumnos de bachillerato encarasen la lectura de La Celestina desde una perspectiva diferente de la que, por lo general, ofrecen los libros de texto. Por ejemplo, que se planteasen el conflicto amoroso entre Calisto y Melibea desde la tesis del enfrentamiento de clases; no tanto desde una vertiente económico-nobiliaria (Calisto es un noble y rico caballero y Melibea hija de un rico comerciante), sino más bien desde la consideración de un choque de razas: Calisto es cristiano viejo, mientras que Melibea parece pertenecer a una familia de judíos conversos, lo que explicaría que aquel no se atreviera a plantear de forma abierta ante la familia de la joven su pasión por ella.

Otra tesis que les proponía: Melibea podría ser el primer ejemplo en nuestra literatura de lo que llamaríamos una "mujer moderna". En un mundo como el de fines de la Edad Media en el que la mujer, y más si es soltera, apenas si alcanza relevancia social, ella muestra un firme carácter y un claro sentimiento de defensa de la libertad personal. Así, da muestras de sobra de tener fuerza para rechazar a Calisto cuando este le declara su amor y, sin embargo, se deja seducir cuando lo considera pertinente; frente a lo que parece, la iniciativa la lleva ella. Pero sobre todo, el discurso que hace ante su angustiado padre antes de suicidarse prueba fehacientemente la fortaleza de su carácter y su modernidad.

Pero le resumo a Zalabardo que toda esta pretensión mía resultaba inútil porque los alumnos de bachillerato de hoy, generalizo sabiendo que eso no debe hacerse, padecen grandes y graves deficiencias para leer la magistral obra de Fernando de Rojas, comenzando porque no entienden el lenguaje que los personajes utilizan. Apenas si se quedan, al final, con otra cosa que no sea la pura anécdota de que el nombre de Melibea significa 'la que es dulce como miel' y el de Calisto, 'el más hermoso'.

De ahí, la conversación deriva a eso de que los nombres de personas van con las modas de los tiempos. Hubo una época en que en el bautismo o en el registro civil lo normal era aplicar a los hijos el nombre de los padres o el de los santos patronos de la localidad. Eso explica que en Cañete la Real no resulte extraño el nombre de Cañosanto, tan propicio a las confusiones, Regla en Chipiona, Setefilla en Lora del Río, Tíscar en Quesada, Cinta en Huelva o Capilla en Jaén. Algo semejante podría decirse de la costumbre de poner el nombre del santo del día. Sin olvidar que ha habido escritores cargados de ingenio para la tarea de bautizar personajes. Cela, maestro en la construcción de obras corales, nos ofrece una buena relación de nombres en sus obras: Obdulio, Cojoncio, Tesifonte, Jucundiano, Consorcio, Exuperio, Sisinio, Eudosia, Celestino, Leoncio o Isolino.

Hoy, parece que los nombres salen de las telenovelas y del cine y así abundan, en ocasiones españolizados fonéticamente. los Saray, Yoni, Yosua, Brayan, Yénifer, Kevin, Dayana y otros de la misma cuerda. Sin embargo, contra lo que en ocasiones pudiera parecer, estos no son los nombres dominantes, afortunadamente, según comprobamos cuando acudimos a las listas que nos ofrece el Instituto Nacional de Estadística.

Como la jubilación da tiempo para muchas cosas, he estado repasando, conjuntamente con Zalabardo, los datos del Padrón de 2007, que es el último que encontramos publicado en la web del INE. Esta consulta da como resultado que los cinco nombres más utilizados, ese año, para registrar a niños en el conjunto de España son, para varones, Daniel, Alejandro, Pablo, David y Adríán, por ese orden, y para niñas, Lucía, María, Paula, Sara y Laura. En esta última lista, el caso de Lucía es curiosísimo, pues solamente en el País Vasco no aparece entre los cinco más utilizados, siendo el nombre más común en todas las Comunidades salvo en Baleares (3º puesto), La Rioja (2º), Ceuta y Melilla (5º en ambos casos).

Los nombres de niños ofrecen mayor variedad y, de las Comunidades con lengua propia, Galicia es la que menos recurre a nombres autóctonos y el País Vasco la que más. En esta última Comunidad, los cinco nombres más elegidos, según el Padrón de 2007, fueron Iker, Ander, Unai, Markel y Jon, para niños, y Uxue, Ane, Nahia, Irati y June, para niñas. En Cataluña, los cuatro nombres más comunes son Marc, Alex, Pol, Pau (David viene en quinto lugar), para niños, y, de los nombres de niñas, solo se emplea, entre los cinco primeros, el autóctono Laia, en tercer lugar. En las Ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, por razones obvias, los nombres más repetidos son de origen árabe. En Ceuta encontramos Mohamed, Adam, Ismael, Sulaiman y Omar, para niños, mientras que las niñas se llaman Noor, Aaya, Dikra, Salma y, esta es la excepción, Lucía. En Melilla, a los niños se les llama Mohamed, Adam, Bilal, Anas y Ayoub, y a las niñas, Romaisa, Salma y Farah; en tercer lugar aparece Sara y, también en quinto, Lucía.

De lo que ya no encontramos datos es de los nombres más comunes entre los inmigrantes, pero creo que con todo lo dicho hasta aquí ya puede ser suficiente como curiosidad onomástica.