TRES POETAS
En los años oscuros del franquismo, algunos no los vemos todavía suficientemente lejos pese a que muchos otros, por razón de la edad (la poca que ellos tienen), creen que lo que digo corresponde a la categoría de noticias antediluvianas, alcanzar un puesto público, digamos por ejemplo una plaza de profesor, previa la correspondiente oposición, exigía un claro y firme juramento de fidelidad a los principios del Movimiento Nacional. Cierto que había quien se negaba, los menos, a sabiendas de que ello significaba quedarse fuera del sistema. Zalabardo, esto no lo he contado nunca, es uno de los pocos que tuvieron la valentía de decir que no cuando lo normal era decir que sí aun con el convencimiento interno de que lo que mejor correspondía era decir que no. Tal vez aquella actitud suya de entonces sea lo que explique que todavía hoy muchos sigan considerando que no es más que un apócrifo. Muchos más, yo entre ellos, pasamos sin rubor por aquellas horcas caudinas de la firma del documento que recogía el ominoso juramento.
La entrañable amistad que me une con Zalabardo nace en parte de que nunca me ha echado en cara, ni a mí ni a nadie, aquella conducta que otros llamarían indigna; ni se haya quejado, tampoco, de que no se valorara suficientemente lo que él y otros como él hicieron pese a las consecuencias que hubieron de arrostrar. Cuando hablamos de ello, se limita a decir que comprende nuestra postura, y nunca en su boca he oído la palabra cobardía; incluso, afirma que conductas como la suya reflejan más inconsciencia que valentía. Pero hay más. Nunca en sus conversaciones ha aparecido el argumento "si yo hubiese..." o el otro de "si los demás hubiéseis..." Ello da muestra diáfana de la grandeza de su espíritu.
A lo largo de la historia es fácil encontrar personas que supieron decir que no en momentos en que lo fácil y casi aconsejable era decir que sí. No muchas, es verdad, pero las hay. Zalabardo, sin embargo, parece restar valor a tales comportamientos. Dice que, en cierto modo, eso es así porque a uno le toca, como si fuera una especie de destino ineludible. Me dice que si cualquiera de los que dijeron no hubiesen pensado por un segundo las consecuencias de su acto tal vez hubiesen dicho sí, como la mayoría.
Recuerdo que, en el campo que más conozco, el de la literatura, se pueden encontrar ejemplos de esos valientes que no temieron hacer frente a las consecuencias de su negativa al poder establecido. A mí, le digo a Zalabardo, siempre me han merecido un respeto inmenso y le pido que me permita citar siquiera tres casos, tres poetas que, en un momento de máxima dificultad, no dudaron en expresar su disconformidad y su protesta por el estado de cosas que les tocó vivir. Sea la primera de estas voces la de Blas de Otero, que, a mediados del siglo XX, evolucionó desde una lírica con componentes religiosos hacia la poesía social y volcó su interés por el compromiso cívico del hombre individual con sus contemporáneos: Si he perdido la vida, el tiempo, todo / lo que tiré, como un anillo, al agua, / si he perdido la voz en la maleza, /me queda la palabra /... Si abrí los ojos para ver el rostro / puro y terrible de mi patria, / si abrí los labios hasta desgarrármelos, / me queda la palabra.
Francisco de Quevedo, a caballo entre los siglos XVI y XVII, tenía conciencia de la importancia de su testimonio y juzgó sin temor sucesos y personas. llegó a decir: Yo escribo lo que vi, y doy a leer mis ojos, no mis oídos. Así da comienzo a su famosa epístola dirigida al Conde Duque de Olivares: No he de callar por más que con el dedo / ya tocando la boca, o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo. / ¿No ha de haber un espíritu valiente? / ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? / ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
Con el último ejemplo me remonto a los albores de nuestra literatura. Lo saco de la reciente y bella antología Locus amoenus, en la que Carlos Alvar y Jenaro Talens recogen una amplia muestra de aquella mezcla de culturas y lenguas que floreció en nuestra Edad Media. Abu l-Asbag Ibn al-Jatib, que vivió en el siglo X, sufrió pena de azotes, cárcel y destierro durante la represión contra intelectuales y disidentes que llevó a cabo Almanzor. Suyo es este poema: Entre muertos inmóviles, soy el único vivo, / el único despierto en un tiempo que duerme; / voy por el mundo y sólo veo / seres dormidos / como los de la cueva de al-Raqin. / Se han borrado los hitos / de la cultura y los conocimientos que eran míos / y sobreviví / como una huella del pasado.
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