sábado, noviembre 29, 2014

CINE DE AUTOR



            Cuando como fuera de casa y me ofrecen la carta de vinos me invade un sentimiento de ridículo y vergüenza. Imagino a todo el mundo escrutando mi elección. Porque, vaya por delante, no entiendo de vinos. A lo más que llego es a decir que un vino me gusta o no. Por eso, rechazo la oferta y pido “un vino” o “el vino de la casa”, concediendo un margen de confianza. Tengo una razón: deseo de variar, de sumarme al conjunto de personas anónimas, para mí, que cada día acompañan sus comidas con ese vino. Doy fe de que, a veces, me sorprenden con vinos buenísimos; otras, sucede lo contrario. Del mismo modo, aviso de que, si en un pueblo pruebo un vino que me agrada, nada garantiza que en el pueblo vecino pueda disfrutar de otro de semejante calidad. Por ejemplo, no hace mucho, en Fuenteheridos me sugirieron un mosto para acompañar un plato de setas. Riquísimo. Pues en Galaroza, a apenas seis kilómetros de distancia, pregunté por él y me respondieron que lo tenían. Mentira; el vino que me sirvieron sabía a ratas.
            “¿Y qué haces hablando de vinos si acabas de asegurar que no entiendes del tema?”, me acusa Zalabardo. Pues eso digo yo, ya que de lo que me interesa hablar es de ciertas expresiones que se acuñan, se emplean casi con reverencia y, a decir verdad, no tengo ni puñetera idea de lo que quieren decir. Por ejemplo, cine de autor, agricultura ecológica, política social, realismo crítico… ¿Sigo o es suficiente?
            Veamos, si ecológico es lo ‘que defiende y protege la naturaleza y el medio ambiente’, ¿no cabría pensar que toda la agricultura ha de practicar ese principio de defensa y respeto? Si el realismo, en la literatura, trata de ‘presentar las cosas como son’, supongo que para que las juzguemos y analicemos, y una de las acepciones de crítico es ‘que examina y juzga sobre alguien o algo’, ¿puede haber un realismo no crítico? Alguien me dirá: ¿y el realismo mágico? Cuidado, esa tendencia, que se entienda bien, empieza por eludir el realismo, dado el papel que se concede en ella a lo fantástico. Y si por política entendemos ‘actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos con su opinión, o su voto, o de cualquier otra manera’, ¿quién negará su carácter social?
            En cine, digo a Zalabardo, me ocurre como con el vino: las películas me gustan o no me gustan y no me atrevo a entrar en el análisis de algunos de los aspectos que atraen a los entendidos. Dicho esto, ¿qué pasa con el cine de autor? ¿Acaso hay películas que se hacen a sí mismas sin que nadie pueda reclamar su autoría? No recuerdo si alguna vez he hablado de esto con José Manuel Mesa; pero recuerdo bien que al querido y malogrado Pablo Cantos le planteé un día: “¿quién me explica que tus películas no son cine de autor?” Los aguafiestas, que siempre los hay, me dirán que se da este nombre a un tipo de cine en que el director tiene una participación intensa, mayor libertad de acción, poder para decidir en el guion, fuerza para rechazar las presiones de productores y demás personas que se mueven en el mundo de la realización de una película. Pero es que eso se consigue cada vez que tenemos delante a un director con la personalidad, la calidad, la voluntad y la energía suficiente para impedir que ninguna otra persona interfiera en su obra. Como en literatura, música o cualquier arte.
Fotograma de El acorazado Potemkin
            Los entendidos, inflexibles, argüirán que el cine de autor nació en los años sesenta, en Francia, con Cahiers du Cinéma como catecismo y con figuras como Godard, Truffaut, Resnais y otros. Esa respuesta me descoloca un poco y me pregunto: ¿dónde meto entonces a Murnau, Lang, Dreyer, Eisenstein, Griffith y todos aquellos pioneros que, a mí, me entusiasman? ¿Acaso ellos carecían de la personalidad arrolladora y la maestría que basta para dejar un sello indeleble en las películas que rodaron? Sigo pensando (no mucho, pues mis neuronas se resienten) y me sale una larguísima lista de autores anteriores y posteriores a los de la nouvelle vague: Hitchcock, Nagisa Oshima, Orson Welles, Kubrick, Tarantino, los Coen, Bergman, Kurosawa, Woody Allen, Chaplin, Fellini… Se me olvidan muchísimos, seguro, porque yo no soy José Manuel Mesa. Y, para que nadie piense mal, añado una relación de españoles: Bardem, Saura, Berlanga, Almodóvar, Buñuel, Amenábar. También en esta otra lista se quedarán muchos en el tintero.
            Siempre, es mi teoría, hay un autor. Es posible que, como pasa en literatura, pintura (no sé de ningún caso en cine), se desconozca su nombre. Entonces hablamos de autor anónimo. Pero la obra, que nadie lo dude, ha tenido quien la ha hecho y ha dejado sobre ella su impronta.
            Muy distinto es que esa obra nos guste o no; lo que decía al principio del vino. Eso va con la idiosincrasia de cada individuo (hay un refrán que afirma que hasta de comer jamón se cansa uno). Si me circunscribo al ámbito español, miro hacia diferentes artes y trato de no menospreciar a nadie, me salen estos ejemplos: prefiero ver una película de Buñuel antes que una de Mariano Ozores; deleitarme escuchando a María del Mar Bonet antes que a Camela; llenar mis horas de ocio con la lectura de Juan Goytisolo antes que de Jordi Sierra i Fabra.
            Aparte están, no se olvide, aquellos a quienes algunos, despectivamente, llaman “populares”. Marcial Lafuente Estefanía, prolífico y notable autor de novelas del oeste, fue oficial en el ejército de la República. Finalizada la guerra, prefirió quedarse a marchar al exilio. Padeció cárcel. En prisión, usando el papel higiénico, cuando lo tenía, y un lápiz, comenzó a escribir aquellas novelas que tanto éxito tuvieron. Mi padre las leía con fruición. Yo leí algunas. Y su estilo era mejor que el de algunos “divinos”. ¿No hay, en el cine, casos similares?
            Mira por dónde, concluyo reproduciendo unas reflexiones de Zalabardo relacionados con el vino: ¿por qué algunos rechazan un vino “porque sabe mucho a química”? Todo vino, el mejor imaginable, ¿no es en definitiva resultado de un proceso químico? ¿No es nuestro organismo, con su estructura, propiedades y continuas transformaciones pura química? En realidad, desean decir otra cosa; pero nos puede el ansia de catalogar, de adjetivar todo. Y olvidamos el verso de Vicente Huidobro: El adjetivo, cuando no da vida, mata. Pues eso.

domingo, noviembre 23, 2014

TODO CAMBIA (SOBRE 'ARRASAR CON')



            Canta Mercedes Sosa: Cambia lo superficial / Cambia también lo profundo / Cambia el modo de pensar / Cambia todo en este mundo. Es una bella canción (¿cuál de las suyas no lo es?). Si todo cambia, ¿cómo iba a ser menos la lengua? Aparecen nuevas palabras, otras envejecen y desaparecen; cambian los significados, las estructuras sintácticas, los sonidos. Todo, claro está, de forma imperceptible, lentamente. Han de transcurrir muchos años (hay excepciones) para que un cambio se haga efectivo y los hablantes lo asuman con naturalidad. Que los hispanohablantes actuales tengan dificultades para entender en su forma original el Poema de Mío Cid demuestra lo dicho. 
            Le aclaro a Zalabardo que las causas de estos cambios son múltiples y renuncio enumerarlas. Solo le cuento algunos casos. Estando aún en activo, les contaba a los alumnos la historia de retrete para explicar el cambio semántico. Les divertía, creo, y entendían la teoría. Retrete, de probable origen provenzal o catalán, designaba en sus inicios una pieza de la casa donde recogerse para disponer de tranquilidad y sosiego. Covarrubias, en su Tesoro… (1611) dice: ‘aposento pequeño, y recogido en la parte más secreta de la casa y más apartada’. Lorenzo Franciosini, autor de un Vocabulario español-italiano (1620) es quizá el más explícito: ‘camerino, o stanzina nella parte più segreta della casa, dove uno si ritira a scrivere, a far i suoi studi’ (pequeña estancia en la parte más escondida de la casa donde uno se retira para escribir o dedicarse al estudio). Digamos que, aparte esto, las señoras solían recibir allí a sus más íntimas amigas. Nuestro teatro clásico abunda en referencias al retrete. El Diccionario de Autoridades (1737) lo define: ‘Cuarto pequeño de la casa o habitación, destinado a retirarse’.
            ¿Qué provocó que este aposento cambiase su función y significado? Simplemente, un cambio de hábitos sociales. A alguien se le ocurrió que era poco higiénico el empleo de orinales o bacinicas para las necesidades fisiológicas, uso relacionado, además, con la no menos graciosa historia del aviso: ¡Agua va! con que se prevenía a los viandantes sobre lo que se iba a arrojar por las ventanas.
            Por tanto, se consideró que podían construirse letrinas en el interior de las viviendas (dotándolas de un sistema de canalizaciones subterráneas que las comunicase con las cloacas). ¿Y qué lugar más a propósito para ello que el retrete, que ofrecía la particularidad de no ocupar demasiado espacio y de quedar suficientemente separado del resto de las dependencias? Ya tenemos un cambio semántico debido a causas sociales. El año 1788, Terreros y Pando, en su Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes…, definía así retrete: ‘lugar o cuarto separado para hacer las necesidades comunes’. El Diccionario de la RAE no lo haría hasta su edición de 1803: ‘cuarto retirado donde se tienen los vasos para exonerar el vientre’.
            Otras historias de cambios podrían considerarse incluso chuscas. La importante editorial mexicana Fondo de Cultura Económica, una de las más prestigiosas de la América de habla española, debió llamarse (si la versión que circula por ahí no es falsa) Fondo de Cultura Ecuménica. Pero parece que un tipógrafo o un cajista (¿existen aún esas profesiones?) se confundió. El caso es que aquella equivocación fue bien acogida y se decidió no corregir nada.
            Este último ejemplo no muestra en verdad un cambio de la lengua, pero lo quiero aprovechar para indicar que, en no pocas ocasiones, los cambios son productos de errores que pudieron corregirse sin que nadie pusiera los medios para ello.
            De un tiempo a esta parte, le digo a Zalabardo, me encuentro con un empleo cada vez más frecuente de la construcción arrasar con. La última vez, el martes pasado, en un texto periodístico: La irrupción de Podemos arrasa con IU. Confieso que el giro me chirría cada vez que lo leo u oigo. Yo hubiese escrito arrasa (sin preposición) o arrambla con.
            Arrasar es un verbo transitivo según todas las acepciones que recoge el DRAE, aunque, dicho del cielo, es intransitivo y significa ‘quedar despejado de nubes’. En ningún caso se citan usos que requieran un complemento precedido de con. Es un verbo similar a asolar, destruir o devastar, todos transitivos y no necesitados de tal complemento. El Diccionario de uso de María Moliner así lo trata. Solo el Diccionario del español actual, de Manuel Seco, recoge un significado, ‘acabar con algo’, que requiere esa preposición.
            ¿Qué pasa entonces? Mi interpretación es que todo nace de una confusión con arramblar, o su forma más coloquial arramplar, que es intransitivo y significa ‘llevarse algo por la fuerza’, ‘apropiarse’ o ‘acabar con’ y siempre presenta un complemento precedido de con. Esta confusión es muy moderna. Me alegra comprobar que Fernando Lázaro, en El nuevo dardo en la palabra (2003), también lo cree así. Incluso considera el giro nacido en América y trasplantado a España: tiene orígenes americanos […] y viaja últimamente por España en prensa y algo, casi nada, en libros. Además, aclara, y esto yo lo desconocía, que arramblar pudo tener una historia similar.
            Ni el Nuevo Diccionario Histórico del Español ni el Diccionario de Autoridades incluyen un solo caso. El CREA (Corpus de Referencia del Español Actual), base de datos que abarca de 1975 a 2004, presenta 57 casos de arrasar con, de los que suprimo dos porque creo que, en ellos, lo que hace con es introducir un complemento diferente: …puede arrasar con ese cinismo secreto… y …quien va a arrasar con “Ella cantaba boleros” es Cabrera Infante
            En el CORDE (Corpus Diacrónico del Español), cuyos datos van desde los orígenes de nuestra lengua hasta 1975, los ejemplos que aparecen son solamente 6, de los que nuevamente suprimo dos, por idénticas razones: …el mercado que la municipalidad manda arrasar con buldóseres… y …[el torrente] arrasa con sus ondas la tranquila campiña… Nos quedan, pues, cuatro casos.
            Que el uso es reciente lo muestra que el ejemplo más antiguo documentado, según el CREA, se diese en 1983, en una novela del cubano Lisandro Otero. De los cuatro casos recogidos por el CORDE, el más remoto es de 1932 y aparece en una novela del uruguayo Enrique Amarím. Don Fernando Lázaro cita al venezolano Rómulo Gallegos. Su teoría del origen americano parece probada.
            No obstante lo dicho, en el Diccionario Panhispánico de Dudas leemos: puede ser intransitivo con un complemento introducido por con. Y Fundéu, a una consulta que se le hace, responde: La construcción normal en el español general es “arrasar todo”, pero el Diccionario Panhispánico de Dudas considera también correcto “arrasar con”.
            O sea, le digo finalmente a Zalabardo, que aquí viene bien aquella frase atribuida a San Agustín: Roma locuta, causa finita (Roma ha hablado, caso terminado). Dicho más llanamente, donde manda patrón no manda marinero. Arrasar con, me figuro, se seguirá extendiendo como otros muchos giros que los medios suelen emplear y que los demás imitan. Incluso la RAE parece concederle su visto bueno. Por supuesto, que a mí no me guste importa un pimiento. Como es lógico.

domingo, noviembre 16, 2014

CABEZA DE TURCO



            Siempre es bueno, suele decir Zalabardo con grandes dosis de ironía, disponer de una cabeza de turco que nos salve, alguien a quien achacar las culpas con las que no queremos cargar. El origen de la expresión es antiguo, aunque más antiguo es el de chivo expiatorio, de semejante significado. Pero hoy no hablaremos de ellas.
            Quien lea esta Agenda sabe que suelo ser crítico con determinados procederes de la Real Academia Española. Pero, dado que lo cortés no quita lo valiente, hoy salgo en su defensa, pues, junto a sus posibles vicios, también tiene bastantes virtudes. En una balanza, pesarían más estas que aquellos.
            Una asociación llamada Gitanas Feministas por la Diversidad acusa a la RAE de racista y alentadora del racismo. Todo por una acepción de gitano recogida en la 23ª edición del DRAE. En la anterior se decía: ‘que estafa u obra con engaño’. Ahora se dice: ‘trapacero’, término que se define como ‘persona que con astucias, falsedades y mentiras procura engañar a alguien en un asunto’.
            En fin, uno más en la cola de ‘agraviados’. A la RAE la han acusado de racista, machista, retrógrada, inmovilista… Y, por lo común, a cuenta del Diccionario, porque determinadas definiciones no son del agrado de algunas personas, grupos o asociaciones que, ¡cómo no!, exigen la supresión de palabras, o la modificación de definiciones. Olvidan estas personas algo que dijo Darío Villanueva, secretario de la RAE: La Academia no inventa palabras o acepciones, sino que refleja lo que sucede. También Arturo Pérez-Reverte escribió en un artículo: No son despectivas las palabras, sino la intención con que las utilizamos. Más recientemente, oigo decir a Soledad Puértolas: Los términos apropiados los va definiendo la vida.

Quino: Mafalda
            Ahí está la madre del borrego. Le planteo a Zalabardo: Si la lengua no es más que el reflejo de la sociedad, la cultura y el pensamiento en un momento dado —y el Diccionario se limita a dar fe de ello—, ¿podemos arrogarnos el derecho a modificarla y manipularla, desde el léxico a la gramática, con la única intención de esconder miserias que son nuestras?
            Para mí, no hay duda. La lengua es un espejo que devuelve la imagen de lo que somos. Pero esa imagen no nos gusta. La solución es bastante simple: cambiemos nosotros, corrijamos lo que no nos place de nuestra sociedad. Eliminemos las actitudes machistas, feministas, racistas, homófobas, no oprimamos a las minorías, no maltratemos a los animales… (la lista puede ser ampliada). Tras ello, el lenguaje reflejará esos cambios sin que haya que forzarlo. Hace poco leía esta cita cuyo autor no recuerdo: Las palabras, cuando viven libres, se suelen adaptar bien a las nuevas realidades.
            Pero es que, además, no debe obviarse un proceso que ya Charles Bally, a principios del siglo xx, llamó lexicalización. Lázaro Carreter lo define así: proceso que convierte un conjunto sintagmático en un elemento lingüístico que funciona como una sola palabra, y añado yo, desconectado de las palabras que lo forman. Dos ejemplos: un galán de noche es un tipo de percha, y joderse la marrana es ‘estropearse algo’.
            Como lexicalizaciones entiendo locuciones del tipo parecer una verdulera, hacer el indio, engañar a alguien como a un chino, trabajar menos que una puta en Cuaresma, etc., y dudo que haya voluntad de ofender en quien las emplea. Por eso no acabo de entender que pueda hablar de pozo ciego o silla coja pero, si me refiero a personas, tenga que hablar de discapacitados (físicos o psíquicos); que al negro americano haya que llamarlo afroamericano o al africano, subsahariano; que deba usar aborigen en lugar de indio. Este esconder la realidad tras algún tipo de perversión del lenguaje no es de ahora. Hubo un tiempo en que los franceses llamaban a la sífilis el mal español. Nosotros reaccionábamos llamándolo el mal francés. Y no es gitano la única palabra que despierta recelos.
            Negro, en nuestra lengua, tiene abundantes significados y aparece en no pocas locuciones. Destaco solo algunos: negro es la persona que trabaja anónimamente para lucimiento y provecho de otros, especialmente en trabajos literarios; si nos tratan desconsiderada y ásperamente decimos que no somos negros; de quien trabaja mucho se dice que lo hace como un negro; cuando sacamos poco provecho de lo que escuchamos o no entendemos bien lo que leemos se dice que sacamos lo que el negro del sermón: los pies fríos y la cabeza caliente; y si nos hallamos en una confusión y alboroto notables, afirmamos estar en una merienda de negros.
         Algo parecido pasa con moro. Parte de nuestra literatura (romancero, romanticismo) no se entendería sin el tipo del moro bueno. Llamamos vino moro al no aguado (por no bautizado). Pero también decimos que es moro el hombre celoso o que tiene muy sometida a su mujer. Y si recomendamos a alguien prudencia porque deseamos no ser oídos le advertimos de que hay moros en la costa (expresión semejante a haber ropa tendida). Sobre moro me gustaría recomendar la lectura de un artículo citado antes de Arturo Pérez-Revertehttp://www.perezreverte.com/articulo/patentes-corso/566/los-moros-de-la-profesora/
Imagen tomada de la revista Amauta
            Cuando leo u oigo exigencias de suprimir palabras, forzar la gramática o corregir el diccionario; es decir, cuando buscamos una cabeza de turco sobre quien cargar nuestras culpas, me viene a la memoria un pasaje de 1984, la novela de George Orwell. El protagonista, Winston, se encuentra con un conocido, Syme, que trabaja en la confección del Diccionario de Neolengua, y trata de convencerlo de sus bondades:
            Estamos dando al idioma su forma final, la forma que tendrá cuando nadie hable más que neolengua […] Lo que hacemos es destruir palabras, centenares de palabras cada día […] Tú no aprecias la neolengua en lo que vale. Incluso cuando escribes sigues pensando en la antigua lengua […] ¿No ves que la finalidad de la neolengua es limitar el alcance del pensamiento, estrechar el radio de acción de la mente? Al final, acabaremos haciendo imposible todo crimen del pensamiento […] Cada año habrá menos palabras y el radio de acción de la conciencia será cada vez más pequeño. Sólo es cuestión de autodisciplina, de control de la realidad […] Hacia el 2050, quizá antes, habrá desaparecido todo conocimiento efectivo del viejo idioma. Toda la literatura del pasado habrá sido destruida. Chaucer, Shakespeare, Milton, Byron… solo existirán en versiones neolingüísticas, no solo transformados en algo muy diferente, sino convertidos en lo contrario de lo que eran […] ¿Cómo vas a tener un eslogan como el de “la libertad es la esclavitud” cuando el concepto libertad no exista? […] La ortodoxia significa no pensar, no necesitar el pensamiento. Nuestra ortodoxia es la inconsciencia.
www.e-faro.info 
            Ante este amoldamiento del lenguaje a las ideologías, ante este no solucionar problemas, sino limitarse a esconder o disimular las realidades, pregunto inocentemente a Zalabardo si algún día habrá que censurar la Canción del mariquita, de Lorca, o este diálogo de Tres sombreros de copa, de Miguel Mihura:
Dionisio.—¿Y hace mucho tiempo que es usted negro?
Buby.—No sé. Yo siempre me he visto así en la luna de los espejitos.
Dionisio.—¡Vaya por Dios! ¡Cuando viene una desgracia nunca viene sola! ¿Y de qué se quedó usted así? ¿De alguna caída?
Buby.—Debió ser de eso, señor…