Cuando como fuera de casa y me
ofrecen la carta de vinos me invade un sentimiento de ridículo y vergüenza. Imagino
a todo el mundo escrutando mi elección. Porque, vaya por delante, no entiendo
de vinos. A lo más que llego es a decir que un vino me gusta o no. Por eso, rechazo la oferta y pido “un vino” o “el
vino de la casa”, concediendo un margen de confianza. Tengo una razón: deseo
de variar, de sumarme al conjunto de personas anónimas, para mí, que cada día
acompañan sus comidas con ese vino. Doy fe de que, a veces, me sorprenden con vinos
buenísimos; otras, sucede lo contrario. Del mismo modo, aviso de que, si en un
pueblo pruebo un vino que me agrada, nada garantiza que en el pueblo vecino pueda
disfrutar de otro de semejante calidad. Por ejemplo, no hace mucho, en Fuenteheridos
me sugirieron un mosto para acompañar un plato de setas. Riquísimo. Pues en Galaroza,
a apenas seis kilómetros de distancia, pregunté por él y me respondieron
que lo tenían. Mentira; el vino que me sirvieron sabía a ratas.
“¿Y qué haces hablando de vinos si
acabas de asegurar que no entiendes del tema?”, me acusa Zalabardo. Pues eso
digo yo, ya que de lo que me interesa hablar es de ciertas expresiones que se
acuñan, se emplean casi con reverencia y, a decir verdad, no tengo ni puñetera
idea de lo que quieren decir. Por ejemplo, cine de autor, agricultura ecológica, política
social, realismo crítico… ¿Sigo o es suficiente?
Veamos, si ecológico es lo ‘que
defiende y protege la naturaleza y el medio ambiente’, ¿no cabría pensar que
toda la agricultura ha de practicar ese principio de defensa y respeto? Si el realismo,
en la literatura, trata de ‘presentar las cosas como son’, supongo que para que
las juzguemos y analicemos, y una de las acepciones de crítico es ‘que examina y
juzga sobre alguien o algo’, ¿puede haber un realismo no crítico? Alguien me dirá:
¿y el realismo mágico? Cuidado, esa tendencia, que se entienda bien,
empieza por eludir el realismo, dado el papel que se
concede en ella a lo fantástico. Y si por política
entendemos ‘actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos
con su opinión, o su voto, o de cualquier otra manera’, ¿quién negará su carácter
social?
En cine, digo a Zalabardo, me ocurre
como con el vino: las películas me gustan o no me gustan y no me atrevo a entrar
en el análisis de algunos de los aspectos que atraen a los entendidos. Dicho
esto, ¿qué pasa con el cine de autor? ¿Acaso hay películas
que se hacen a sí mismas sin que nadie pueda reclamar su autoría? No recuerdo
si alguna vez he hablado de esto con José
Manuel Mesa; pero recuerdo bien que al querido y malogrado Pablo Cantos le planteé un día: “¿quién
me explica que tus películas no son cine de autor?” Los aguafiestas, que
siempre los hay, me dirán que se da este nombre a un tipo de cine en que el
director tiene una participación intensa, mayor libertad de acción, poder para
decidir en el guion, fuerza para rechazar las presiones de productores y demás
personas que se mueven en el mundo de la realización de una película. Pero es
que eso se consigue cada vez que tenemos delante a un director con la personalidad,
la calidad, la voluntad y la energía suficiente para impedir que ninguna otra
persona interfiera en su obra. Como en literatura, música o cualquier arte.
Fotograma de El acorazado Potemkin |
Los entendidos, inflexibles,
argüirán que el cine de autor nació en los años sesenta, en Francia, con Cahiers
du Cinéma como catecismo y con figuras como Godard, Truffaut, Resnais y otros. Esa respuesta me
descoloca un poco y me pregunto: ¿dónde meto entonces a Murnau, Lang, Dreyer, Eisenstein, Griffith y
todos aquellos pioneros que, a mí, me entusiasman? ¿Acaso ellos carecían de la personalidad
arrolladora y la maestría que basta para dejar un sello indeleble en las
películas que rodaron? Sigo pensando (no mucho, pues mis neuronas se resienten)
y me sale una larguísima lista de autores anteriores y posteriores a los de la nouvelle vague: Hitchcock, Nagisa Oshima,
Orson Welles, Kubrick, Tarantino, los Coen, Bergman, Kurosawa, Woody Allen, Chaplin, Fellini… Se me
olvidan muchísimos, seguro, porque yo no soy José Manuel Mesa. Y, para que nadie piense mal, añado una relación de españoles: Bardem, Saura, Berlanga, Almodóvar, Buñuel, Amenábar.
También en esta otra lista se quedarán muchos en el tintero.
Siempre, es mi teoría, hay un autor.
Es posible que, como pasa en literatura, pintura (no sé de ningún caso en cine),
se desconozca su nombre. Entonces hablamos de autor anónimo. Pero la
obra, que nadie lo dude, ha tenido quien la ha hecho y ha dejado sobre ella su
impronta.
Muy distinto es que esa obra nos
guste o no; lo que decía al principio del vino. Eso va con la
idiosincrasia de cada individuo (hay un refrán que afirma que hasta
de comer jamón se cansa uno). Si me circunscribo al ámbito español,
miro hacia diferentes artes y trato de no menospreciar a nadie, me salen estos
ejemplos: prefiero ver una película de Buñuel
antes que una de Mariano Ozores;
deleitarme escuchando a María del Mar
Bonet antes que a Camela; llenar
mis horas de ocio con la lectura de Juan
Goytisolo antes que de Jordi Sierra
i Fabra.
Aparte están, no se olvide, aquellos
a quienes algunos, despectivamente, llaman “populares”. Marcial Lafuente Estefanía, prolífico y notable autor de novelas del oeste,
fue oficial en el ejército de la República. Finalizada la guerra, prefirió quedarse a marchar al exilio. Padeció cárcel. En prisión, usando el papel
higiénico, cuando lo tenía, y un lápiz, comenzó a escribir aquellas novelas que
tanto éxito tuvieron. Mi padre las leía con fruición. Yo leí algunas. Y su
estilo era mejor que el de algunos “divinos”. ¿No hay, en el cine, casos
similares?
Mira por dónde, concluyo reproduciendo
unas reflexiones de Zalabardo relacionados con el vino: ¿por qué algunos rechazan
un vino “porque sabe mucho a química”? Todo vino, el mejor imaginable, ¿no es
en definitiva resultado de un proceso químico? ¿No es nuestro organismo, con su
estructura, propiedades y continuas transformaciones pura química? En realidad,
desean decir otra cosa; pero nos puede el ansia de catalogar, de adjetivar
todo. Y olvidamos el verso de Vicente
Huidobro: El adjetivo, cuando no da
vida, mata. Pues eso.
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