miércoles, marzo 29, 2017

MANDAR (O IRSE) AL CARAJO



¿Me sonrojé? ¿Cómo saberlo? Cué no era, por cierto, mi espejo.
—Vete al carajo. A esta hora con clases de dicción.
—Enunciación. Tu problema es más bien de articulación.
—Al carajo.
—¿Estás molesto?
—¿Yo? ¿Por qué? Al contrario me siento muy bien, muy descansado. Como un hombre sin secreto.
(Guillermo Cabrera Infante)


Cofa de un buque
            Hace algún tiempo que una buena amiga me preguntó si el origen de esta expresión era marinero. Si estar seguro de ello, yo creía que no; pero me picó la curiosidad y me puse a investigar. La duda se convirtió en certeza. Pero he aquí que, ayer mismo, en un concurso de la tele, pidieron cuál de las expresiones propuestas tenía origen marinero. Y daban como correcta la que hoy no ocupa.
            Esta semana creí que iba a faltar a la cita, pues nos hemos ido a visitar Gorafe (Granada): su Parque Megalítico, su desierto, la acequia del Toril… A quien no conozca esos lugares les recomiendo que vayan. Al menos yo, he descubierto que Granada tiene otras cosas aparte de Sierra Nevada y la Costa Tropical. Pero lo oído en la tele me impulsó a escribir este apunte que iba a quedar en falta.
            Comento a Zalabardo que la confusión de mi amiga y la del concurso (en este último caso es más grave porque se supone que los responsables deben tener unas fuentes de información fiables) nacía, como otras muchas aseveraciones que se hacen sin fundamento, de Internet. La Red, instrumento magnífico para informarnos sobre muchas cosas, se convierte en un peligro grave si damos credibilidad a todo lo que a ella se sube sin contrastarlo.
            Lo que se lee en Internet, me preguntaba mi amiga y se sostenía en el concurso de la tele es que mandar al carajo es expresión marinera porque carajo es una pequeña cesta situada en lo más alto de un mástil (la cofa) y mandar allí a alguien se podía entender como castigo, ya que es el lugar más incómodo del barco.
            Empecemos: ni el Diccionario de la Academia, ni el de Manuel Seco, ni el de María Moliner (para mí los tres más fiables de nuestra lengua) recogen tal significado. En el DRAE, se dice que al carajo es ‘expresar un fuerte rechazo de alguien o de algo’ y mandar al carajo, ‘rechazar con insolencia y desdén’, aunque nada se explica del origen. A la vista de ello, recurrí al Diccionario Marítimo Español, de 1831, escrito por Martín Fernández Navarrete, y que me lo recomendó el Ministerio de Defensa para un trabajo que tuve que hacer. En él no encuentro la palabra carajo por ningún lado. Para la cofa, ese diccionario utiliza las siguientes formas: canasta, gavia, carchés, calcés, galcés y garcés. Nunca carajo.
           No me di por vencido y acudí a libros que recogen y explican el origen y significados de expresiones diversas. Ni José María Iribarren ni José María Sbarbi, los dos más prestigiosos, recogen tal significación. Volví a los diccionarios y consulté un vocabulario marinero que la Armada Española tiene en su página web. Allí está cofa, pero no carajo. Y en el Diccionario de sinónimos y antónimos, de Gredos, carajo solo aparece como uno de los sinónimos de pene.

            Me acordé, entonces, del Diccionario secreto, de Camilo José Cela. Todo un capítulo (unas sesenta páginas) del volumen segundo se dedica a carajo. Tras un exhaustivo análisis del origen del término, concluye en que su etimología es desconocida o dudosa. Luego pasa a explicar usos y giros en que aparece. En la acepción 12 (pág. 116), dice: lugar remoto, fantástico e ignorado —y sin duda no deseable— al que se echa o se manda ir al pelma, al molesto o al impertinente). Coincide con lo que dicen otros diccionarios de  referencia; pero por ninguna parte se pone en relación carajo con el vocabulario marinero, pese a los muchos ejemplos (antiguos y modernos) aportados.
            Leí que una persona planteó al Departamento de consultas de la RAE esta misma cuestión. La respuesta fue concluyente: ningún diccionario de nuestra lengua recoge el supuesto. Le decían, además, dos cosas: que la palabra carajo se introdujo en el diccionario oficial en 1983, pero con el significado que aún hoy se puede leer; y que solo se conoce un caso en que aparezca esa relación carajo/cofa: un Diccionario náutico abreviado que se puede ver en Internet.
            Zalabardo sabe que soy tenaz, y hasta tozudo, y me sumergí en Internet. Y ahí hallé la pista que, como el hilo de Ariadna, me sacaría del laberinto. Y es que en la búsqueda di con “trabajito” que unas personas llamadas G. Poncio, L. Ballesta, R. Nicotra y A. Wild hicieron tras participar en un curso para obtener el título de patrón de yates. Lo llamo “trabajito” porque la bibliografía en la que dicen basarse es sumamente pobre: el citado curso de vela, un cuaderno titulado Teoría y práctica de yachting, los apuntes de clase de un arquitecto que era a la vez profesor de navegación a vela y dos enciclopedias muy generales, una de Salvat y otra de Labor. El citado diccionario se incluía, supongo que todavía podrá consultarse, en la Página personal de Gerardo Poncio, de Córdoba, Argentina. Ese dato me hizo pensar que estuviésemos ante un americanismo, pero el Diccionario de Americanismos, hecho conjuntamente por las Academias españolas y americanas, no recoge carajo más que como ‘lugar muy lejano al que se envía a alguien’. O sea, lo ya sabido.

Ahí debería decir mandar a algunas y me acuerdo de que
            Le confieso a Zalabardo que llegué a una conclusión: que esa interpretación de carajo/cofa no era sino un invento de alguien de aquel curso. Alguien en clase, un profesor o un instructor del curso pudo haber hecho la comparación de que, en un buque de vela, mandar a alguien a la cofa para vigilar (la cofa es un lugar alto e incómodo) sería como mandarlo al carajo. Y estos buenos señores que hicieron el trabajito se lo tomaron al pie de la letra y pensaron que carajo es otro de los nombres de la cofa.
            Así que, dejando de lado el significado de carajo que trae el DRAE, ‘miembro viril’ o el que dice Cela, ‘pija’, si seguimos el estudio del escritor gallego, junto a ese sentido de ‘lugar remoto al que enviamos a alguien’ le encontramos estos otros: ‘valor, importancia o mérito’ (costar un carajo, estar o ser algo o alguien de carajo); ausencia de valor (no importar o no valer algo un carajo); ‘voluntad o capricho’ (salirle algo a alguien del carajo); ‘negación’ (¡y un carajo te voy a dar lo que pides!); ‘intensidad o encarecimiento’ (¡manda carajo!); ‘miserable, vil’ (echa ya a esos carajos); ‘interjección sin valor significativo especial’ (¡carajo, qué frío hace!); ‘estropearse algo’ (el intento se nos fue al carajo), y quizá alguno más, pero en ningún caso cofa.
            Lo peor de todo es que alguien con poco criterio copió el trabajo citado y la confusión carajo/cofa sigue apareciendo en algunos otros vocabularios náuticos de Internet. ¿Qué le vamos a hacer? Casos así se dan no ya por docenas, sino por centenares, Como cuando se repite hasta la saciedad que en la tumba de Groucho Marx pone Perdonen que no me levante, cuando basta con ver una simple foto de dicha tumba para comprobar que es una burda mentira. Pero hay quien se sigue creyendo a pies juntillas todo cuanto aparece escrito en Internet. La falta de cautela hace que estas y otras muchas mentiras circulen por las redes sociales sin que se pueda poner remedio.

sábado, marzo 18, 2017

LA VOZ PROPIA



No te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.
(Vicente Aleixandre)

            En un reciente acto de promoción de mi novela No tendrías que haber vuelto, alguien hizo un elogio que no deja de rondarme la cabeza. Dijo más o menos: “Esta novela, aun siendo la primera, da muestra clara de que posees una voz propia”. Me pregunta Zalabardo si me parece escaso el piropo y le contesto que, muy al contrario, le quedo sumamente agradecido a esa persona, pero que me parece excesivo y merecedor de una reflexión que ponga las cosas en su lugar.
            Porque, vamos a ver, ¿qué es tener voz propia? Me voy a permitir la licencia de copiar las palabras que Arantxa Isidoro, experta en Comunicación y procesos de construcción de una marca escribe en su blog: Tener voz propia supone que, aunque de manera fortuita tomaras los mismos ingredientes que otros para crear tus productos o escribir, el resultado final no sea nunca el mismo porque llevará tu esencia y la de nadie más. ¡Pues no es difícil eso! Algunos piensan que todo es cuestión de sencillez y citan aquel verso del Poema de Mío Cid apriessa cantan los gallos y quieren quebrar albores o el arranque de aquel otro poema anónimo Ya cantan los gallos, buen amor, y vete. Cata que amanece. A veces se cree que basta un momento feliz aunque se acumulen todos los tópicos del momento; pensemos, si no, en Manrique o en el capitán Fernández de Andrada, mientras que para otros, el proceso es duro y constante. Juan Ramón comenzó a publicar en los primeros años del siglo xx, pero en 1916 escribía: No sé con qué decirlo, porque aún no está hecha mi palabra; y solo hacia 1950 habla del nombre conseguido de los nombres. Toda una vida para encontrar los nombres, la voz. Por fin, hay quien defiende que no solo es cuestión de tiempo sino también de espacio y se habla de Proust y su En busca del tiempo perdido; pero nos desengañamos cuando leemos la brevedad de la Metamorfosis, de Kafka.

            Lo cierto es que quien se interne en el terreno de la creación literaria no debe esperar hablar con una voz nunca oída, ni la egoísta originalidad que lo separe de los demás. Porque, en literatura, creo, todos bebemos de las mismas fuentes y nunca debe despreciarse la voz de quienes nos precedieron ni la de quienes nos rodean; la voz propia no puede ser aquella que solo te pertenece a ti; la voz propia será aquella en la que muchos coincidan y se reconozcan y, por ella, tú pases a ser parte de ese conjunto, porque compartes lo que desde siempre ha estado ahí.
            Pasa, le digo a Zalabardo, como con los sustantivos, ya que estamos en una Agenda en la que suelo tratar cuestiones referidas al lenguaje. Cojo la Nueva Gramática de la Lengua Española y voy leyendo. El nombre es lo que designa cuanto existe o puede ser pensado: cielo, mundo, flor, amor, garbanzo, odio, silla… Lo primero que hizo Adán fue poner nombre a lo que iba siendo creado e incluso decimos que lo que carece de nombre no existe. Siendo tantos los nombres, necesitamos establecer divisiones. Primero, propios y comunes. El propio identifica a un único ser y lo separa de los demás. Es, pues, antipático, por insolidario; y, para colmo, no informa de ningún rasgo o propiedad de lo nombrado: que yo me llame Anastasio, ¿qué dice de mí? Igual pasa con Francia, Luis, Eloísa, Amazonas, Everest, Zalabardo
            En cambio, el nombre común ya conviene a todos los individuos de una clase; sirve para clasificar o categorizar, nos permite saber los rasgos que los distinguen de otros. Cuando digo montaña, lápiz, libro…, sé de qué estoy hablando. Son tantos los nombres comunes que los subdividimos: individuales (soldado) y colectivos (ejército); concretos (alcachofa) y abstractos (ambición). Con ellos, decimos que un nombre designa a un ser visto en su individualidad o a un conjunto; que se aplica a lo que vemos y tocamos o bien a lo que no existe fuera de nuestro pensamiento.

            Y llegamos a una clase de nombres que a mí me gustan especialmente: los contables y los no contables. Los primeros, lógicamente, señalan aquello que puede ser contado o enumerado: dos libros, cuatro estaciones, una silla… En cambio, los no contables (llamados también continuos, de materia, medibles…), que son los que más me gustan, son los que denominan magnitudes que interpretamos como sustancias o materias. Dice la Gramática de la Academia, de modo poético si es que cabe poesía en la gramática, que son los que designan lo que puede dividirse o aumentar sin  dejar de ser lo que es. Es decir, si cojo un poco de agua, lo que cojo y lo que dejo sigue siendo agua; si introduzco aire en un lugar que contiene aire, continúo teniendo aire.
            Miremos dos realidades tan indisociables como el mar y la playa. La inmensidad de las aguas del mar seguirá existiendo aunque le quitemos algunas de las gotas que la forman; y no se altera porque las aguas de un río vengan a fundirse con ella. Pero sin ellas, no existiría. Y la playa; ¿cuántos granos de arena la forman? Pues todos son necesarios y todos igual de importantes, pues sin ellos no habría playa. Una gota, un grano, pueden ser mediocres, humildes, invisibles casi. Pero si aceptan ser lo que son, la gotita y el grano insignificantes, cobrarán conciencia de ser indispensables para la totalidad del mar y la playa.
            Así entiendo yo la voz propia. La literatura es un continuo, es un no contable formado por muchos elementos. De vez en cuando, en el mar, en la arena, encontramos algo que parece destacar sobre el conjunto. Quien consigue eso, aportar algo a la arena sin dejar de ser arena, añadir algo al agua sin dejar de ser una gota de agua, ha obtenido su voz propia. Pero, que nadie se engañe, esa voz no es suya de modo exclusivo, sino que pertenece a toda la arena de la playa y a toda el agua del mar.

sábado, marzo 11, 2017

LA BUENA Y LA MALA POLICÍA



            Siendo tantos y tan varios los objetos de la policía pública, ni es de extrañar que algunos, por escondidos o pequeños, se escapen de su vigilancia, ni tampoco que, ocupada en los medios, pierda alguna vez de vista los fines que debe proponerse en la dirección de los importantes (Gaspar Melchor de Jovellanos)

Concepción Arenal
            Aunque lo parezca, no tengo intención de hablar, dada la proximidad del Día de la Mujer, del manido tópico que tanto vemos en el cine del policía bueno y el policía malo aplicándolo a agentes del sexo femenino.
            Lo que ocurre es que difícilmente se me olvida el chasco sufrido por mi buen Zalabardo cuando, recién ingresados en el servicio militar obligatorio (los jóvenes de hoy no saben qué es eso) se encontró con que la primera tarea que le asignaron fue servicio de policía. Radiante de alegría, comentó: “Han visto que soy persona seria y sirvo para guardar el orden”. El desengaño fue inmenso cuando descubrió que lo que le adjudicaban no era otra cosa que la limpieza de las letrinas. Porque, si no estoy equivocado, el ejército ha sido la última institución en que se ha venido manteniendo el sentido más clásico y original de la palabra policía.
            Comencemos por aclarar, tal vez alguien no lo sepa, que esta palabra, policía, ha ido sufriendo una paulatina alteración, un proceso metonímico, que ha hecho que, con el tiempo, pierda su sentido más recto y elogiable y se quede solo con el más feo y desagradable.
            Ya en el Diccionario de Autoridades (1737), leemos esta definición de policía: 1. La buena orden que se observa en las Ciudades y Repúblicas, cumpliendo las leyes y ordenanzas establecidas para su mejor gobierno. 2. Cortesía buena crianza y urbanidad en el trato y costumbres. 3. Aseo, limpieza, curiosidad, pulidez. En cambio, si nos vamos a la más reciente edición del DRAE, la primera definición que leemos es: Cuerpo encargado de velar por el mantenimiento del orden público y la seguridad. De designar el buen orden y limpieza necesarios para las ciudades ha pasado, pues, a designar al cuerpo que vigila que ese orden se cumpla.
            Esos fenómenos, que no son raros en la lengua, hacen que en ocasiones nos extrañemos al leer textos clásicos. Por ejemplo, Jovellanos tituló el informe del que tomo la cita inicial, de 1790, Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas, y sobre su origen en España. Por supuesto, don Gaspar Melchor no proponía ninguna reforma de los cuerpos de seguridad, sino la adecuación y ordenación de los espectáculos y diversiones que tenían lugar en su época.
            Concepción Arenal (1820-1893), escritora, investigadora, activista, defensora de la reforma del estado de las cárceles, defensora de los derechos de la mujer, impulsora del feminismo en el siglo xix, escribía en su Examen de las bases aprobadas por las Cortes para la reforma de las prisiones, de 1869: El Ministerio de la Gobernación podrá acordar la creación de destacamentos en cualquier parte de la Península… destinando a ellas, bajo las condiciones reglamentarias, a los sentenciados a penas aflictivas en las que sea forzoso el trabajo… Podrán conceder un número de los mismos a los pueblos que los soliciten para el servicio de policía local u obras de ornato público. Hoy se escandalizarían muchos al leer tales palabras y pensarían: “¿Qué es esa barbaridad de enviar reclusos a actuar de agentes del orden?” Pero lo que doña Concepción proponía, ella, que había sido la creadora de la frase Odia el delito, pero compadece al delincuente, no era sino la creación lo que hoy llamamos servicios a la comunidad, que se aceptase la redención de penas por el trabajo. Por eso pedía a las Cortes que se crearan cuadrillas de reclusos que fuesen enviados a las localidades que lo requiriesen para colaborar en las obras públicas y en la limpieza de las ciudades.
            Esta insigne mujer, en una época mucho más complicada que la nuestra para que a alguien de su sexo se la tuviese en cuenta a la hora de opinar sobre asuntos sociales, vivía volcada, aplicando todas sus fuerzas, en la defensa no solo de la condición femenina, sino de la de todos los necesitados. Y lo hacía a tiempo completo, proponiendo medidas lógicas y no con esas manifestaciones tan folclóricas como carentes de decoro, cuando no llenas de ordinariez, que vemos estos días en las procesiones del santísimo coño insumiso y cosas así. Porque la solución a problemas tan serios como los que se plantean solo se consigue luchando sin tregua todos los días de cada año, no reduciéndolos a la anécdota festiva yu soez de un solo día.

Policía baja de Huaral,. Perú (Foto de Huaralenlinea)
            Le digo a mi amigo que esto último ha sido un desahogo tras haber visto esta semana una serie de manifestaciones que considero muy poco serias.
            Retomo la línea principal. El escritor peruano Ricardo Palma (1833-1919) elogiaba al virrey de Perú Manuel Amat y Junyent diciendo de él: Amat cuidó mucho de la buena policía, limpieza y ornato de Lima, por cuantas obras promovió en beneficio de la ciudad.
            Y es en América, la de habla española, donde aún conserva este uso de policía para referirse a la limpieza. En un periódico digital de Huaral, Perú, leo la noticia de que ha sido dotada con medios más modernos y eficientes la policía baja de la ciudad (así se llama al servicio de limpieza)
            Pero ya digo, hoy identificamos policía más con represión que con urbanidad y limpieza. Y, lamentablemente, los propios agentes también se confunden. Por eso los vemos más preocupados en poner multas que en realizar una labor educativa para que se cumplan las buenas maneras, la urbanidad y el aseo de las ciudades, evitando que hayamos de ir por las aceras luchando para que no nos atropelle una bicicleta, mirando al suelo para no pisar los excrementos de perros, o haciendo que podamos pasear por las calles sin que nos obstaculicen el paso las terrazas de los bares o podamos dormir sin que nos robe el descanso el exceso de ruidos a cualquier hora del día o de la noche. Esa labor de policía (de urbanidad, de limpieza, de buen orden) es la que habría que fomentar. Esa sería la buena policía. La otra, la que tenemos, es en gran medida una mala policía.

domingo, marzo 05, 2017

LA (DIFÍCIL) TAREA DE ESCRIBIR



            Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta. Porque no escribe uno siquiera para los suyos. ¿Quiénes son los suyos? ¿Quién oye aquí? ¿Son las academias, son los círculos literarios, son los corrillos noticieros de la Puerta del Sol, son las mesas de los cafés, son las divisiones expedicionarias, son las pandillas de Gómez, son los que despojan, o son los despojados? (Mariano J. de Larra)

 
Apuntes durante la composición
          
Cervantes ya lo dijo en el prólogo de la segunda parte del Quijote: ¿Pensará vuestra merced que es poco trabajo hacer un libro? Claro que no es fácil tarea. Cuesta mucho escribir y cuesta más aún publicar. La competencia es grande y la calidad de los demás también lo es. Por eso el nivel de autoexigencia debe ser alto y hay que evitar creerse el rey del mambo. Más en los días que vivimos. Zalabardo, que siempre está a mi lado, lo sabe bien.
            Llevo un tiempo enredado con la promoción de una novela, No tendrías que haber vuelto, que escribí hace ya más de un año. El pasado jueves asistí en Rincón de la Victoria a la presentación de un libro publicado por una pequeña editorial malagueña. En el acto, el responsable de esa editorial se quejaba amargamente de que la industria editorial en nuestro país se ha inclinado por el negocio del best-seller, del libro concebido como negocio inmediato y seguro, sin que importe su calidad, despreciando cualquier intento de promocionar a jóvenes autores. Su queja, además, recogía las dificultades que las pequeñas editoriales encuentran para salir adelante en un mercado de las características del actual.
            Para distraer la vuelta, encendí la radio y me encontré, oh casualidad, con un programa de crítica literaria en el que quienes intervenían, siento no recordar sus nombres, hablaban del gran daño que para el mundo del libro en España supone la existencia de los grandes premios literarios por como están concebidos. Venían a decir que ninguna editorial se arriesga a conceder un premio de dotación económica importante si no sabe de antemano que va a ser un éxito de ventas, por lo que vuelcan todo su esfuerzo en la publicidad para que, con independencia de la calidad del producto, prime que el público se sienta casi obligado a comprarlo. Aunque no lo lea. Una de las personas que intervenían confesó que ha decidido, por higiene mental, no leer un solo premio literario y, con todas las cautelas del mundo, insinuó que los premios, en bastantes casos, están amañados. Declaraba incluso sus temores de que hubiera corrupción y connivencia entre editoriales e instituciones.
            Entonces recordé que, hace pocos días, un periódico dedicaba un extenso reportaje a idéntica cuestión y las conclusiones no variaban demasiado. Ese reportaje se acompañaba de unos datos recientes de una encuesta sobre la lectura en España. Estos datos dicen que el 35% de los encuestados no leen nunca o casi nunca. Bueno, diría uno al ver la encuesta, queda un 65%; pero es que, si continuamos leyendo, nos enteramos de que solo el 29% se declara lector habitual. Me dice entonces Zalabardo: ¿Significa eso que tendríamos que plantearnos aquello que dijo Larra sobre si no se lee porque no se escribe o no se escribe porque no se lee?

Firma de libros en Málaga
            No lo sé, porque si efectivamente España es el país en que más se publica, ¿qué es lo que ocurre? A mi juicio, le digo a mi amigo, ocurren dos cosas. Una, muy lamentable, ese único objetivo, al parecer, de las editoriales fuertes en publicar solo aquello que se sabe va a ser comprado. ¿Se puede entender, son datos comprobables, que un libro escrito (lo cual es un decir) por Belén Esteban venda más que uno de Vargas Llosa? ¿Se puede entender que sean éxitos de ventas libros de presentadores de televisiones —de concursos, telediarios, programas de entretenimiento, etc.— que pertenecen a una editorial mientras dormitan en los anaqueles de las librerías obras de autores de prestigio más que reconocido?
            La otra cosa que también ocurre, no sé si más lamentable aún, es ese invento llamado autoedición que se han sacado de la manga las editoriales. La mayor parte de los libros que hoy se publican salen mediante esa fórmula. ¿En qué consiste? Tú vas a una editora y le pides publicar un libro. Te dan presupuesto e imprimes el número de ejemplares que quieras. Pagas su precio y ya te puedes vanagloriar de haber publicado un libro. Pero ahora viene la segunda parte; hay que venderlo, por lo que necesitas de la librería o de la distribuidora si no quieres montar un tenderete en un mercadillo. Y de ese libro, que has pagado religiosamente y, por tanto, es tuyo, tienes que pagar, además, un porcentaje por ejemplar vendido. Para las editoras es un negocio, ¿o no?
            Zalabardo sabe que antes de publicar mi novela la ofrecí a innumerables editoriales. Las respuestas, al menos las de aquellas que se dignaron responder, variaban poco. Copio textualmente una, de una de las editoriales más importantes de nuestro país: Le agradecemos habernos ofrecido la posibilidad de analizar su novela No tendrías que haber vuelto, que hemos leído con la mayor atención. Lamentablemente, y sin merma de sus indudables méritos, nuestros asesores han desaconsejado su publicación en nuestras colecciones actuales. Y añaden sin ningún rubor: Aprovechamos la ocasión para invitarle a conocer (y aquí un nombre que omito) la plataforma de autopublicación de nuestra editorial. No me dicen que sea mala, que pudiera ser, (al contrario, dicen que tiene indudables méritos), tampoco dicen que el tema no se ajuste a lo que ellos publican, que también se entendería. Simple y llanamente dicen que me la publican mediante el sistema de autoedición.

Con el Club de lectores de la biblioteca de Ardales
            Al final, puesto que siempre hallaba idéntica respuesta, la edité por ese sistema, pero aquí en Málaga. Al menos, que el provecho sea para una editora modesta y no para una gran empresa. Y ahí estoy. Tratando de, por lo menos, recuperar la inversión hecha.
            Eso sí, de mí, como de otros tantos muchos, pues no soy ningún caso especial, no hablarán los telediarios ni determinados programas de la tele. Nuestros nombres no serán populares y no venderemos tanto como ellos (ya quisiéramos alcanzar siquiera el 5% de sus ventas). Pero mi novela, y las de esos otros desconocidos, esto se lo garantizo a Zalabardo y a quien haga falta, tienen más calidad que cualquiera que escriba Belén Esteban o que muchas que se exhiben como éxitos de ventas. Lo afirmo con todos mis respetos, pero sin falsas modestias.
            ¿Escribir en Madrid, en Málaga, en Vitigudino, en España, es llorar? No sé si decir tanto, pero sí es escribir con pocas esperanzas de que alguien te ayude a salir adelante. Y yo soy mayor y me considero libre de ambiciones; pero los jóvenes lo tienen ciertamente difícil. Al menos mientras la industria editorial siga funcionando de la misma manera.