sábado, marzo 18, 2017

LA VOZ PROPIA



No te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.
(Vicente Aleixandre)

            En un reciente acto de promoción de mi novela No tendrías que haber vuelto, alguien hizo un elogio que no deja de rondarme la cabeza. Dijo más o menos: “Esta novela, aun siendo la primera, da muestra clara de que posees una voz propia”. Me pregunta Zalabardo si me parece escaso el piropo y le contesto que, muy al contrario, le quedo sumamente agradecido a esa persona, pero que me parece excesivo y merecedor de una reflexión que ponga las cosas en su lugar.
            Porque, vamos a ver, ¿qué es tener voz propia? Me voy a permitir la licencia de copiar las palabras que Arantxa Isidoro, experta en Comunicación y procesos de construcción de una marca escribe en su blog: Tener voz propia supone que, aunque de manera fortuita tomaras los mismos ingredientes que otros para crear tus productos o escribir, el resultado final no sea nunca el mismo porque llevará tu esencia y la de nadie más. ¡Pues no es difícil eso! Algunos piensan que todo es cuestión de sencillez y citan aquel verso del Poema de Mío Cid apriessa cantan los gallos y quieren quebrar albores o el arranque de aquel otro poema anónimo Ya cantan los gallos, buen amor, y vete. Cata que amanece. A veces se cree que basta un momento feliz aunque se acumulen todos los tópicos del momento; pensemos, si no, en Manrique o en el capitán Fernández de Andrada, mientras que para otros, el proceso es duro y constante. Juan Ramón comenzó a publicar en los primeros años del siglo xx, pero en 1916 escribía: No sé con qué decirlo, porque aún no está hecha mi palabra; y solo hacia 1950 habla del nombre conseguido de los nombres. Toda una vida para encontrar los nombres, la voz. Por fin, hay quien defiende que no solo es cuestión de tiempo sino también de espacio y se habla de Proust y su En busca del tiempo perdido; pero nos desengañamos cuando leemos la brevedad de la Metamorfosis, de Kafka.

            Lo cierto es que quien se interne en el terreno de la creación literaria no debe esperar hablar con una voz nunca oída, ni la egoísta originalidad que lo separe de los demás. Porque, en literatura, creo, todos bebemos de las mismas fuentes y nunca debe despreciarse la voz de quienes nos precedieron ni la de quienes nos rodean; la voz propia no puede ser aquella que solo te pertenece a ti; la voz propia será aquella en la que muchos coincidan y se reconozcan y, por ella, tú pases a ser parte de ese conjunto, porque compartes lo que desde siempre ha estado ahí.
            Pasa, le digo a Zalabardo, como con los sustantivos, ya que estamos en una Agenda en la que suelo tratar cuestiones referidas al lenguaje. Cojo la Nueva Gramática de la Lengua Española y voy leyendo. El nombre es lo que designa cuanto existe o puede ser pensado: cielo, mundo, flor, amor, garbanzo, odio, silla… Lo primero que hizo Adán fue poner nombre a lo que iba siendo creado e incluso decimos que lo que carece de nombre no existe. Siendo tantos los nombres, necesitamos establecer divisiones. Primero, propios y comunes. El propio identifica a un único ser y lo separa de los demás. Es, pues, antipático, por insolidario; y, para colmo, no informa de ningún rasgo o propiedad de lo nombrado: que yo me llame Anastasio, ¿qué dice de mí? Igual pasa con Francia, Luis, Eloísa, Amazonas, Everest, Zalabardo
            En cambio, el nombre común ya conviene a todos los individuos de una clase; sirve para clasificar o categorizar, nos permite saber los rasgos que los distinguen de otros. Cuando digo montaña, lápiz, libro…, sé de qué estoy hablando. Son tantos los nombres comunes que los subdividimos: individuales (soldado) y colectivos (ejército); concretos (alcachofa) y abstractos (ambición). Con ellos, decimos que un nombre designa a un ser visto en su individualidad o a un conjunto; que se aplica a lo que vemos y tocamos o bien a lo que no existe fuera de nuestro pensamiento.

            Y llegamos a una clase de nombres que a mí me gustan especialmente: los contables y los no contables. Los primeros, lógicamente, señalan aquello que puede ser contado o enumerado: dos libros, cuatro estaciones, una silla… En cambio, los no contables (llamados también continuos, de materia, medibles…), que son los que más me gustan, son los que denominan magnitudes que interpretamos como sustancias o materias. Dice la Gramática de la Academia, de modo poético si es que cabe poesía en la gramática, que son los que designan lo que puede dividirse o aumentar sin  dejar de ser lo que es. Es decir, si cojo un poco de agua, lo que cojo y lo que dejo sigue siendo agua; si introduzco aire en un lugar que contiene aire, continúo teniendo aire.
            Miremos dos realidades tan indisociables como el mar y la playa. La inmensidad de las aguas del mar seguirá existiendo aunque le quitemos algunas de las gotas que la forman; y no se altera porque las aguas de un río vengan a fundirse con ella. Pero sin ellas, no existiría. Y la playa; ¿cuántos granos de arena la forman? Pues todos son necesarios y todos igual de importantes, pues sin ellos no habría playa. Una gota, un grano, pueden ser mediocres, humildes, invisibles casi. Pero si aceptan ser lo que son, la gotita y el grano insignificantes, cobrarán conciencia de ser indispensables para la totalidad del mar y la playa.
            Así entiendo yo la voz propia. La literatura es un continuo, es un no contable formado por muchos elementos. De vez en cuando, en el mar, en la arena, encontramos algo que parece destacar sobre el conjunto. Quien consigue eso, aportar algo a la arena sin dejar de ser arena, añadir algo al agua sin dejar de ser una gota de agua, ha obtenido su voz propia. Pero, que nadie se engañe, esa voz no es suya de modo exclusivo, sino que pertenece a toda la arena de la playa y a toda el agua del mar.

No hay comentarios: