sábado, febrero 29, 2020

LA RUTA MUDÉJAR Y EL NOMBRE DE LA AXARQUÍA


            La semana pasada, hablaba aquí de lo que puede ser un paseo por los Montes de Málaga. Esta, le toca a la Axarquía. Pero Zalabardo, esta vez, se queda en casa; su carácter retraído y su naturaleza tímida lo empujan a actuar así al saber que vamos acompañando a unos amigos para que conozcan una de las bellezas, una más, de la zona: la huella de la arquitectura mudéjar en los alminares de las viejas mezquitas trasmutados con el tiempo en campanarios de las iglesias que ocuparon su lugar. Acostumbrado a tenerlo a mi lado, lo echaré de menos, pero respeto su decisión.
            La Axarquía es un goce para la vista, una bella tierra, áspera y dura, a la que el hombre ha tenido que amoldarse para así domarla y obtener de ella el máximo producto. Recorrerla es ir descubriendo pequeños pueblos agazapados entre los pliegues de un terreno de color ocre, ahora ya verdea, pero que, cuando se llega a cualquiera de ellos, se convierte en una mancha de un blanco cegador. No es fácil moverse por estos pueblos de calles estrechas y empinadas hasta lo inverosímil. Pero el premio merece el esfuerzo.

           Algunos son pequeños y se diría que casi prefieren seguir en una especie de anonimato silencioso: Daimalos, Sayalonga, Corumbela, Árchez; otros han adquirido fama y renombre hasta convertirse en focos turísticos (esperemos que no se degraden) y figurar entre los más bellos pueblos de España, como sucede con Frigiliana. Unos y otros, no obstante, parecen competir por distinguirse en alguna producción concreta. Sayalonga y sus nísperos; los aguacates y mangos del entorno de Vélez-Málaga; el vino de Cómpeta; los higos de Almáchar; las pasas de Iznate; el aceite de Periana o Mondrón, donde hasta hay olivos con nombre propio. 

           Pero, al recorrer con estos amigos la ruta mudéjar, al hablar de los pueblos quiero hablar también de la razón de esa x que a tantos extraña. A lo largo de los años, soportando diferentes avatares históricos, los mudéjares —palabra que, aunque en principio significa ‘a quienes se les permite quedarse’, pasó luego a tener una connotación despectiva, ‘los domesticados, sometidos’— eran los musulmanes que permanecieron en tierras conquistadas por cristianos. Si en un principio se les consintió practicar sus cultos, más tarde, la intolerancia los obligó a cristianizarse e incluso fueron expulsados de muchos lugares. Muchos de ellos se refugiaron en estas tierras de lo que quedaba del reino de Granada —la Axarquía, las Alpujarras—. Pasaron a ser llamados, genéricamente, moriscos.


           Pero vamos con Axarquía. El nombre procede del árabe šarqíyya, ‘territorio al este de la ciudad de la que depende’. En efecto, no puede ser más descriptivo: la Axarquía es la parte más oriental de Málaga. Bien definida geográficamente, comprende desde Rincón de la Victoria, por el oeste, hasta Nerja, ya lindando con Granada; y, al norte, su linde es el boquete de Zafarraya y la impresionante Maroma que domina toda la comarca, máxima altura de la provincia, 2062 metros, cuya cima se disputan Málaga y Granada.
           El término árabe derivó hasta el castellano jarquía que, según contemplamos en el DLE, tiene el mismo significado. ¿Por qué, entonces, Axarquía y no Ajarquía? La explicación nos la ofrece una revisión de la evolución de nuestra lengua. No solo las palabras o la sintaxis cambian a través del tiempo; también cambia la fonética, los sonidos. El castellano medieval disponía de una pareja de sonidos palatales fricativos: š, sordo (semejante a la sh inglesa o ch francesa), que se representaba con la letra x; y ž, sonoro (semejante a la j inglesa o francesa), que se representaba con las letras g/j. Un sonido como la j actual no existía. Sin embargo, hacia el siglo XVI, el sistema consonántico del español comenzó a cambiar. Uno de esos cambios fue que la ž se ensordeció, con lo que se confundía con š; aparte de esto, ambos retrasaron su articulación a posición velar χ, pronunciación actual, que se representa mediante j o g (+e,i).

            En un principio, no obstante, se continuó utilizando la x para este sonido aparte de que había una gran inseguridad ortográfica. Pensemos que, en su primera edición, la novela de Cervantes aparecía como don Quixote. Pero hay más. Por una serie de circunstancias que no siempre se pueden explicar con acierto, hubo una serie de topónimos y antropónimos que se mantuvieron con una ortografía arcaizante. México, Oaxaca o Texas no deben pronunciarse Méksico, Oaksaca o Teksas, sino Méjico, Oajaca y Tejas. Incluso el primero y el tercero admiten las dos formas. Igual sucede con el nombre Ximena o el apellido Ximénez. Y para corroborar lo dicho, tenemos que los gentilicios de los topónimos Guadix, Almorox o Borox son guadajeño, almorojano y borojeño, donde se recupera la j.

           Axarquía, por tanto, es un arcaísmo fonético. Cierto es que un gran número de hablantes ha optado por Aksarquía, aunque lo más adecuado sería pronunciar Ajarquía. Si atendemos a los habitantes de la zona, no debería extrañarnos comprobar que, de acuerdo con naturaleza dialectal del andaluz, aspiren ese sonido y lo que realmente dicen es Aharquía. Como dicen hamón, ehército y ehemplo en lugar de jamón, ejército y ejemplo.

sábado, febrero 22, 2020

POR LOS MONTES DE MÁLAGA


 
Las Quirosas
          
Montes de Málaga designa un conjunto montañoso de mediana altura que se extiende desde Casabermeja, al oeste, hasta la Axarquía, al este, y desde los mismos límites ciudadanos —Olletas, Limonar—, por el sur, hasta casi el límite con Granada —corredor de Periana—, por el norte.
            Pulmón impagable para la ciudad, su intrincada red de pistas y senderos acoge cada día a un alto número de malagueños, Zalabardo y yo somos asiduos, buscamos perdernos entre el verdor de su vegetación —pinos, encinas, eucaliptos, cipreses, algunas palmeras canarias, algunas casuarias o algún cedro del Líbano— y el rumor de sus arroyos, Humaina, Querellanta, Chinchilla, Chaperas, Hondo…
 
Molinero

El Paleto
           Pero lo que ignoran muchos visitantes es la historia de esta comarca y de las casi incontables ruinas que en ellas se encuentran. Ya en 1772 atrajo la atención del inglés Francis Carter que, en su Viaje de Gibraltar a Málaga, decía: La templanza del clima, los parajes románticos y la belleza de las vistas invitan a los comerciantes malagueños a pasar gran parte del verano en estos montes, no obstante las dificultades para subir a ellos, en los que todos tienen casas y viñedos; algunas de estas son magníficas, adornadas con jardines, estatuas, fuentes y todos los embellecimientos que el arte ofrece.
 
Castañeda
          
Y en 1852, don Vicente Martínez y Montes, médico, en su Topografía médica de la ciudad de Málaga, escribió: Los montes, o la Axarquía de Málaga, parecen formados casi exclusivamente para el cultivo de la vid […]; se conocen 34 especies y puede asegurarse que cinco sextas partes del terreno mencionado se encuentran pobladas de viñas.
  
Pocopán

Poste indicador de direcciones
          La práctica totalidad de los Montes de Málaga fue un extenso viñedo, una acumulación de minifundios, cada uno presidido por su lagar o cortijo, algunos de los cuales debieron ser realmente bellos. Para que nos hagamos una idea, según datos de 1881, contaba Málaga con una extensión de 65000 hectáreas de viñedos. En la actualidad, las zonas vinícolas de La Rioja y la Ribera del Duero, juntas, suman 77000 hectáreas.
            Pero, como una maldición, la filoxera arrasó aquel paraíso. En 1878, en la finca de La Indiana, en Moclinejo, fue la primera en verse afectada por este parásito de la vid que pronto se adueñó de todas las viñas malagueñas. Solo sobrevivieron especies arbóreas propias de la zona, encinas, almendros o acebuches, muchos de cuyos ejemplares habían sido arrancados para plantar viñas.
            Los lagares y casas de recreo fueron siendo abandonados y acabaron convertidos en las ruinas que aún hoy pueden verse. Se dice que llegaron a ser casi 1000. Unos desaparecieron por causa de la expansión ciudadana (por ejemplo, todos los de La Palmilla, El Limonar o El Mayorazgo). De otros es muy difícil situar sus restos. De muchos más, todavía podemos ver cómo aguantan parte de sus muros. Hacia 1930 se iniciaron las tareas de repoblación, sobre todo con pinos y eucaliptos y en 1989 unas 4500 hectáreas fueron convertidas en el Parque Natural que hoy conocemos.
Timoteo

San Antonio
            Lo llamativo es que, entre tantos lagares, solo cinco: Torrijos, hoy ecomuseo, Jotrón, Cotrina, Chinchilla y Rute, los tres últimos de propiedad particular, estén catalogados en el PGOU. Torrijos nos muestra cómo sería la actividad de estos lagares; Chinchilla, por lo que puede verse, debió ser uno de los mayores; Rute conserva casi toda la maquinaria de lo que fue lagar y molino.
 
Lo Rute

Molino de Lo Rute

Viga de la prensa de Lo Rute
           Pero, si uno se pierde en ese vericueto de senderos, Zalabardo y yo, como muchos malagueños, lo hacemos a menudo, puede contemplar la huella de lo que fue: Serranillos, Pocopán, Castañeda, Boticario, Lo Calvo, San Antonio, Ventura, El Paleto, Molineta, San Francisco, Maruján, Salvago, Timoteo, Los Frailes, El Lince, El Viento… Larga y triste lista. Zalabardo coincide conmigo en considerar que, aunque la cota más alta sea el pico de la Reina, con sus casi 1000 metros de altitud, el mirador de Pocopán, con sus aproximadamente 900, es el lugar más privilegiado del Parque, atalaya desde la que la vista alcanza a contemplar desde el Torcal hasta la sierra Tejeda, desde Zafarraya y los Tajos de Gomer hasta los confines del Mediterráneo.
 
Serranillos

Los Alcornocales
           Lo que no se entiende es la incuria a la hora de mantener este rico patrimonio muestra de la prosperidad agrícola, económica y cultural de Málaga en siglos pasados. Puede que no tenga sentido reconstruir esos lagares. Pero sí podría hacerse una catalogación completa, mantener de lo que aún se conserva y cuidar la señalización de todos los senderos y colocar paneles explicativos de lo que fue cada uno de estos lagares. No creo que eso requiera una inversión exagerada.
Chinchilla



sábado, febrero 15, 2020

LA BUENA MUERTE



           Tengo el hábito, ya viejo, de anotar frases en las que creo hallar un sentido profundo y sobre las que considero que puedo volver más tarde. Hace unos días, Zalabardo me pidió retomar una que guardaba hace tiempo. Molesto, comprobé que había olvidado anotar quién fue su autor. Me incomoda la mala costumbre de citar callando la procedencia de lo que se cita. Reconozco y lamento mi descuido en este caso y confieso que no me pertenecen estas palabras: “El dolor deja una marca demasiado profunda como para que se vea, una marca que queda fuera del alcance de la vista y de la mente.”
            Creo saber por qué mi amigo me hace buscar la frase, cuya autoría no recuerdo ahora. Hablábamos de la tramitación en el Congreso del proyecto de despenalización de la eutanasia. Zalabardo, firme partidario, arremete contra quienes se oponen: ¡Qué hipocresía la de quienes hablan del dolor como meros espectadores, aquellos que ni ven ni entienden cómo afecta a los que lo sufren! Podremos solidarizarnos con quien sufre, pero jamás llegaremos a sentir la hondura de su dolor y de su sufrimiento.
            Hablar de eutanasia es hablar de la muerte y del dolor, de liberar de sufrimientos innecesarios a quien los está padeciendo. Como Zalabardo, no creo que exista un solo argumento sólido que justifique la aceptación del dolor, ni propio ni ajeno. Mi protagonista de La noche a la ventana dice: “Me gustaría que la muerte me sorprendiera despierto, verle la cara de frente, contemplar con todos los sentidos despejados qué hay al otro lado.” Ese deseo no es posible en muchas ocasiones.
 
Medalla de los boy scouts, 1910
          
Puesto que Zalabardo me saca el tema, me parece interesante reflexionar un poco sobre la palabra, pues ya habrá tiempo de hablar de lo que hay tras ella. La raíz indoeuropea esu-, ‘bien, bueno’, ha llegado hasta nosotros con la forma eu-, en casos, ev- y, más raramente, e-. Tenemos numerosas palabras que designan realidades muy diferentes, pero que coinciden en ser algo ‘bueno’. El eucalipto se llama así por lo bien que oculta su semilla en cápsulas; una eutrapelia no es sino una broma amable; el eufemismo es la buena palabra con que evitamos la que nos disgusta; la euforia es la sensación de bienestar; la eucaristía es el agradecimiento por lo bueno recibido; eufónicos son los sonidos placenteros; evangelio es una buena noticia; evacuar es desocupar para evitar algún daño; elogio es la palabra que contiene alabanza; Evaristo es el buen servidor; Eulalia, la que habla bien; Eugenio, el que tiene un noble nacimiento. Incluso Coca Cola, bebida creada en 1886, y los Scouts, asociación fundada en 1910, usaron la svástica, símbolo con siete mil años de antigüedad que significa ‘bienestar’, hasta que los nazis lo convirtieran en aborrecible.
            ¿Y eutanasia? Literalmente, ‘buena muerte’. Hoy, se entiende por eutanasia el proceso de no alargar de manera artificial la vida de un enfermo incurable y en estado terminal para evitarle dolor y sufrimiento. Indudablemente, la cuestión no es baladí y no puede tratarse a la ligera. Se puede argumentar mucho tanto a favor como en contra de la eutanasia. Hay factores morales, religiosos, sociales que sustentan nuestro criterio y que deben ser tenidos en cuenta. Lo que no cabe, en este asunto menos que en otros porque hablamos de la vida y de la muerte, es decir estupideces. Como la de afirmar (prefiero no saber quién ha sido) que lo que se pretende con la eutanasia es ahorrar costes en la Sanidad. Quien haya dicho eso, aparte de ignorante e irresponsable es un mentecato, por no decir otra cosa.
 
Medalla Coca Cola, principios de s. XX
          
Conviene saber, respecto al proyecto sobre la eutanasia que está en trámite, que se habla de regular un derecho, no de imponer una obligación; para las obligaciones no hay eso de tío, páseme usted el río; pero un derecho es algo que solo al interesado compete ejercer o no. La eutanasia requiere, por otra parte, el consentimiento expreso y claramente manifestado de la persona; nadie puede decidir por nadie a la ligera. ¿O acaso alguien desconoce la legalidad del Testamento Vital, que es un documento en el que una persona manifiesta las instrucciones y límites sobre los cuidados médicos que desea recibir o no en el supuesto de padecer una enfermedad irreversible —que no tenga curación— o terminal —que le va a provocar el fallecimiento con toda probabilidad? Tampoco hay que olvidar que más del 80% de la población española está a favor de la eutanasia. Lo que no impide que haya casi un 20% que está en contra.
            Pero hay algo que a mí me llama poderosamente la atención. Quienes se oponen a la eutanasia alegando motivos religiosos usan un argumento para ellos clave: “Dios da la muerte y Dios da la vida”. Eso al menos es lo que se lee en el libro de Samuel. Ignoro si hay referencias en otro sitio. No podemos arrogarnos, defienden, una potestad que no nos corresponde. Y, sin embargo, esas personas aceptan la eugenesia, conjunto de prácticas destinadas a corregir malformaciones o enfermedades previas al nacimiento que, incluso, salvan la vida del no nacido. ¿Deberíamos condenar la eugenesia como hacen con la eutanasia, pues ambas suponen interferencia en lo que consideran potestad únicamente divina de dar y quitar la vida?
            Le digo a Zalabardo que hay que respetar todas las opiniones, aceptar cuantas razones se expongan tanto a favor como en contra. Pero eso, sin que se olvide (ya sé, le digo, que me repito) que de lo que se habla es de regular un derecho, no de imponer una conducta. Porque no todas las leyes actúan de la misma manera. Si una ley me obliga a pagar impuestos, porque hay que sufragar gastos que redundan en el bien de todos, o a respetar las normas de circulación, que benefician la seguridad de la comunidad, ninguna ley me obligará a abortar, a divorciarme o, en este último caso, a aspirar a una muerte digna cuando ya no me quedan esperanzas de una vida digna, libre de dolor y sufrimiento. Esos son derechos sobre los que cada persona, en uso de sus facultades, podrá decidir, según su conciencia.

sábado, febrero 08, 2020

MANDAR AL CARAJO O A LA PORRA

            Un modismo, le digo a Zalabardo, tiene muchas veces un origen confuso porque el tiempo lo convierte en una expresión lexicalizada e integrada en el habla con tal naturalidad que el hablante sabe a la perfección lo que quiere decir, pero desconoce de dónde, cómo y por qué se inició e incluso puede desconocer las palabras que la forman.
            En Internet abundan las páginas tratan de explicar ese origen. También hay muchos libros. Uno de los más conocidos es El porqué de los dichos, de José María Iribarren. Pero, y esto es lo que me interesa destacar, no siempre aciertan, bien porque el proceso es realmente complicado, o bien porque el autor, poco escrupuloso, no duda en inventarse una explicación carente de base sólida. No es este el caso, vaya por delante, del libro de Iribarren, serio y bien documentado.
            Probemos, por ejemplo, con Dar al traste. En casi todas partes se relaciona con el lenguaje marinero, ‘naufragar una nave’ y, por extensión, ‘malograrse cualquier cosa’. Solo me provoca dudas el hecho de que en ningún vocabulario marítimo, ni siquiera en el magnífico Diccionario Marítimo Español, compuesto por Martín Fernández de Navarrete en 1831, se dice qué sea traste. Solo Joan Corominas dice que puede ser un catalanismo que designa el ‘banco de remero’ de una galera. Porque en el DLE solo leo que es ‘cada uno de los resaltos de metal o hueso que se colocan a lo largo del mástil de la guitarra’. Nadie dice nada más, que yo conozca.
            El problema, si se lo puede llamar así, aparece cuando se ofrece al lector una explicación exhaustiva que, no obstante, genera más dudas de las precisas. La falta de escrúpulos de que hablaba antes. Y le planteo a Zalabardo dos modismos, aparentemente muy claros: Mandar (o irse) al carajo y mandar (o irse) a la porra. En ambos casos, según estas explicaciones, que no me convencen, su sentido es el de castigar a alguien.
            Vamos con la primera: se repite hasta la saciedad, incluso en libros, que carajo es la ‘cesta o plataforma que hay en lo alto del palo mayor de un buque y desde el que se puede vigilar’. No es un lugar agradable para estar, sobre todo en embarcaciones antiguas, porque es donde más se puede sentir el zarandeo al que someten las olas al barco. Pero me surgen cuatro dudas: la primera, la extrañeza de que se encomiende la vigilancia a un castigado, individuo del que menos hay que fiarse; la segunda, que en cualquier diccionario marítimo que consultemos, y ya he mencionado el de Fernández de Navarrete, esa ‘cesta o plataforma’ es llamada cofa y en ningún momento carajo; tercera, que con dicha palabra se forman multitud de modismos: importar un carajo, no servir un carajo, valer un carajo, ser algo del carajo, etc., ninguno de ellos relacionado con el mar; y cuarta, que en ningún diccionario ni léxico marinero aparece la palabra carajo. Aparecen otras, de las que me ocupo en el párrafo siguiente.
            Si existen car y caraja. La segunda es un ‘tipo de vela cuadrada’, lo que me lleva a descartarla. Pero la otra, car, es, según Fernández de Navarrete, el ‘extremo más grueso de toda entena y, por consecuencia, de las vergas de mesana’. O sea, es una parte de los palos de una embarcación y, especialmente, de las vergas. David Pharies, de la Universidad de Florida hizo un completo estudio de los sufijos españoles y nos dice que -ajo sirve para formar nombres de instrumentos (sonaja), objetos resultantes de una acción (colgajo), colectivos (espumarajo), así como diminutivos o despectivos (trapajo, pequeñajo, sombrajo…). Eso me da que pensar en que carajo, le pido a Zalabardo que no olvide su relación con verga, sea un derivado de car para denominar metafóricamente al pene. En conclusión, Mandar (o irse) al carajo (alguien o algo) no sería más que una manifestación de enfado con la que se desea verlo lo más lejos posible.

            ¿Y qué pasa con mandar (o irse) a la porra? Le digo a mi amigo que algo parecido. La explicación más repetida que encontramos es la de que porra es la ‘vara o bastón rematado en una bola con que el director de una banda militar dirige a sus músicos’. Y, se dice, la porra estaba hincada en un lugar extremo del campamento. Allí, concluyen los partidarios de esta opinión, se enviaba a los soldados castigados. Encontramos cierta semejanza con el caso de carajo. Este remite al lenguaje marinero y porra al militar, pero en términos parecidos.
            Volvemos a lo mismo. La porra es, según el DLE, es un ‘arma alargada, usada como maza’ y también ‘palo toscamente labrado que se usa como arma’; nada de bastón para dirigir a los músicos. Y me hago la misma pregunta de antes: ¿qué sentido tiene mandar a un castigado junto a un bastón de músico? Quienes eso defienden tal vez no tengan en cuenta que, ya en 1737, el Diccionario de Autoridades dice que porra ‘llaman los muchachos al último de orden en jugar’ y que el DEL, en su acepción 10 de porra, dice que es ‘entre muchachos, el último en el orden de jugar’. De aquí, concluyo yo, mandar a alguien a la porra podría ser ‘enviar a alguien lo más lejos posible, apartarlo’.
            Le digo a Zalabardo que lo que digo no son más que hipótesis, que de ningún modo considero que esas sean las interpretaciones fetén. En cualquier caso, me parecen más lógicas que las que circulan por ahí.

sábado, febrero 01, 2020

PATRIA / MATRIA

Teresa Rodríguez

            Heráclito, un filósofo efesio que vivió en el siglo V a. C. (pues los efesios existían mucho antes de que a Pablo de Tarso se le ocurriera enviarles una carta en la que explicaba el modo en que entendía la nueva religión) y al que unos llamaban “el oscuro” y otros “el llorón”, nos enseñó con sorprendente claridad que lo único permanente es el cambio. Todo cambia constantemente y nada permanece; es del todo imposible que volvamos a bañarnos en el río en el que estuvimos ayer porque, cuando hoy tornamos a sus aguas, ni el río ni nosotros somos los mismos.

            La lengua, le digo a Zalabardo, nos permite ejemplificar y comprender, día tras día, esta observación. Hace cosa de un año, Teresa Rodríguez, la Secretaria General de Podemos Andalucía, hizo unas declaraciones en las que, más o menos decía: “La patria, o más bien la matria, es una comunidad de cuidados. Uno se siente perteneciente a un grupo si lo cuidan. La matria son los hospitales, son las escuelas, la ayuda a la dependencia, el apoyo a las familias vulnerables… Esa es la matria. ¡Abajo la patria! ¡Viva la matria!”. Poco tardaron en echársele encima los muchos patrioteros, que no patriotas, que pululan en nuestra sociedad: que si otra parida del feminismo, que si de nuevo estábamos ante chorradas como la de las miembras y las portavozas, que si la manía por llamar inclusivo a un lenguaje que solo es antilenguaje y todos esos argumentos que ya van quedando manidos.
            Sabe muy bien Zalabardo que Teresa Rodríguez no es santa de mi devoción y que tampoco sintonizo con Podemos. El nacimiento de este movimiento me recordó Rebelión en la granja, de Orwell y dije que el tiempo nos aclararía la duda de quién, entre Iglesias y Errejón, sería Napoleón y quién Snowball; el tiempo ya nos la ha aclarado. Pero, como no me considero nada fanático, en este caso de matria tengo que darle la razón a Teresa Rodríguez, por más que digan que eso no viene en el diccionario, lo que no es necesario para dar validez a una palabra, o que es una incorrección gramatical, lo cual es una estupidez que solo puede pronunciar quien no conozca la gramática.

Miguel de Unamuno
            ¿Cómo demuestro lo que digo a mi buen Zalabardo, que me mira con ojos desorbitados porque cree que voy muy lanzado? De la manera más simple: acudiendo a la historia de la lengua y a la de las palabras. El primer origen de nuestra lengua y de las de nuestro entorno, que sepamos hasta ahora, lo tenemos que situar en el indoeuropeo. Luego, a fuego lento, como los buenos guisos, se fueron produciendo los cambios (eso del río heraclitiano) y, con el tiempo, nacieron nuevas lenguas. Unas, hermanas y muy semejantes entre sí; otras, simplemente primas o, en no pocos casos, parientes bien lejanas.
            Cojamos la palabra casa. Nadie ignora que es una construcción que nos cobija, nos abriga y protege. En el indoeuropeo, tenían una raíz demd ‘casa’, reconocible en el griego clásico domo, el latín domus o, incluso, el ruso dom. Pero es que hay otra raíz (s)keu, ‘cubrir, esconder’, de la que se valieron las lenguas de la rama germánica: el inglés house, el neerlandés huis, el alemán haus o el danés hus. Sin embargo, en español usamos casa, en maltés dar, en francés maison o en albanés shtëpi, formas para las que hay que buscar una explicación diferente, tarea que, acordamos Zalabardo y yo, dejaremos a quien se quiera entretener.
            En el muy interesante libro Historias de palabras, de Louis-Jean Calvet, un capítulo titulado El padre y la madre se inicia así: “La pareja padre-madre constituye una de las demostraciones más hermosas del parentesco que existe entre las lenguas indoeuropeas”. Y es que las raíces indoeuropeas pater- y matr- nos dan este resultado: en sánscrito, pitar-matar; en griego, pater-meter; en latín, pater-mater; en español, portugués e italiano, padre-madre; en francés, père-mère; en danés, fader-moder; en inglés, father-mother; en alemán, Vater-Mutter; en neerlandés, Vader-moeder… La f y la v del danés, inglés, neerlandés y alemán no suponen nada raro, porque responden a una ley fonética que muestra que el sonido bilabial de la p indoeuropea se conserva en las lenguas grecolatinas, pero se convierte en labiodental (f/v) en las germánicas.
            Explica Calvet que en el indoeuropeo primitivo no existía el paralelismo semántico que en la actualidad hay entre padre y madre. Padre remitía a la idea de ‘jefe’, ‘sacerdote’, ‘patrón’. Madre, en cambio, enviaba a la idea de ‘núcleo de la célula social’, de donde todo surge. Padre señala hacia quien garantiza la propiedad de la tierra y su transmisión, y de ahí nace el patrimonio; también, el padre transmite la pertenencia a un grupo y por eso la nación en que uno vive es la patria.
            La madre, que es quien da la vida, simboliza la reproducción y garantiza la maternidad legal (se puede dudar quién es el padre, pero nunca quién es la madre); eso justifica que el núcleo social básico se obtenga mediante el matrimonio. O que el registro y procedencia de algo nos lo garantice la matrícula. Y que una matriz sea como un tronco que da brotes. Esa es la razón de que tronco nos conduzca hasta madera y materia. En otras culturas, la cosa es diferente. En árabe, um, la madre, tiene la misma raíz que umma, ‘comunidad de todos los musulmanes’ y, entre los judíos, solo la madre puede transmitir la condición de judíos a sus hijos.
María Zambrano
            Y vamos cerrando, le digo a Zalabardo. ¿Es tan barbaridad esa matria de la que habla la representante de Podemos? Ni mucho menos. Es verdad que el Diccionario de la Academia no la recoge, pero no es un neologismo que se haya inventado Teresa Rodríguez. De esa noción de la naturaleza materna de la nacionalidad ya hablaron Virginia Woolf, Isabel Allende, Jorge Luis Borges y más gente. En el prólogo a su novela La tía Tula, Unamuno dice algo que luego repetiría en otros escritos: “Hablamos de patrias y sobre ellas de fraternidad universal, pero no es una sutileza lingüística sostener que no pueden prosperar sino sobre matrias y sororidad”. Y en una entrevista en Televisión Española, en 1988, María Zambrano, al ser preguntada sobre la proximidad entre la muerte de su padre y su salida al destierro, contestó: “Sí. Perdí a mi padre y perdí la patria; pero me quedó la madre, la matria”.
            Con el tiempo, patria ha ido acumulando connotaciones de autoritarismo, sentido de la propiedad y pertenencia, incluso violencia… No estaría mal, por tanto, que durante algún tiempo nos acogiésemos a la matria. Al fin y al cabo, siempre sabremos de quién somos matriotas (¿otro neologismo contra el que luchar?), pero toda la vida nos acompañará la duda sobre qué patriota es el verdadero. El inolvidable Caetano Veloso cantaba: “A lingua é minha patria. / E eu não tenho patria: tenho mátria. E quero frátria” (Mi patria es la lengua. Pero yo no tengo patria: tengo matria. Y quiero hermandad).