sábado, diciembre 26, 2020

¿CULTURA GENERAL O CULTURA DE WHATSAPP?

 

  


          Estamos viviendo unas navidades extrañas, marcadas por la soledad que impone la prudencia de no reunir a cuantos quisiéramos ver en torno a una mesa compartiendo alegría y afectos. Zalabardo dice que jamás ha conocido unas navidades así; tampoco yo. Y aprovecha la situación para entregarse a la nostalgia de recordar otros tiempos y otras circunstancias. Pero como la memoria camina por donde le da la gana pronto aparecen los temas más heterogéneos que podamos imaginar.

            Removiendo en ese revuelto baúl de recuerdos que parecen olvidados, mi amigo me pide que piense en aquel tiempo en que la gente cifraba sus esperanzas en algo poco valorado hoy. Los padres, de eso es de lo que me habla, aspiraban a que sus hijos conociesen al menos las cuatro reglas, porque ese podía ser el camino para sortear la miseria. Luego, ya se vería cómo se daban las cosas; y a eso le siguió otro objetivo guiado por la misma esperanza: que, al menos, llegaran a tener una cultura general.

            En nuestro mundo tan altamente especializado, ambicionar una cultura general se entiende como síntoma de conformismo en quien no es capaz de otra cosa. Nos puede el prejuicio de que hay que saberlo todo, aunque acumulemos más ignorancia que verdadero conocimiento. Si damos por bueno que la cultura es el conjunto de modos de vida, conocimientos, costumbres, nivel de desarrollo artístico o industrial que define y cohesiona a un grupo social o a una época, deberíamos entender que la cultura general es el equivalente a aquella meta que se impusieron los humanistas de siglos pasados.

            La cultura humanística supone disponer de una serie de conocimientos que, aunque no sean muy profundos, abarquen una amplia variedad de temas. Es una cultura que nos capacita para construir un criterio propio, que nos proporciona instrumentos para responder de manera exitosa a cuestiones de muy diferente naturaleza con las que topamos cada día.



            Esa cultura no nos convierte en especialistas de nada, pero nos abre vías para levantar un pensamiento opuesto al pensamiento único imperante. La adquirimos, o nos ayudaban a adquirirla en nuestra primera edad, en la escuela; después, en nosotros estaba ampliarla accediendo al ámbito universitario. Pero puede lograrse también mediante medios más informales, la simple curiosidad por lo que nos rodea o la experiencia que los años nos va aportando. También la titulitis es una pandemia sin vacuna eficaz.

            La conclusión a la que quiere llegar Zalabardo es que la cultura general de otra época va siendo sustituida por una cultura de Internet. Zalabardo la llama cultura de whatsapp. Es una cultura pobre, de cimientos débiles y que, consecuencia del lastre de una mala utilización de Internet, demuestra que tener a nuestro alcance más información no siempre enriquece nuestro bagaje de conocimientos.

            Esta cultura de whatsapp es, por lo pronto, acrítica y propia de quien no sabe argumentar sus opiniones. La manifestación más visible la tenemos en la moda de los reenvíos indiscriminados. Pensamos que cualquier chorrada publicada en Internet es dogma y nos falta tiempo para difundirla sin analizar su contenido y sin, eso es lo peor, detenernos un segundo en determinar su veracidad.

            La falta de mentalidad crítica queda patente cuando no somos capaces de ver que en Internet circulan demasiadas frases, juicios, opiniones que asumimos solo porque bajo ellas aparece el nombre de algún personaje ilustre, ya sea literato, científico, pensador o político. Y dado que la mayoría de las veces ese personaje es un difunto que no puede aclararnos la duda, deberíamos ser cuidadosos para no difundir lo que algún desaprensivo ha inventado. Porque, una vez colgados en la red, nadie podrá detener esos falsos mensajes, por muchas voces que alerten de su carácter apócrifo.



            Se podrían poner muchos casos, pero ayudo al razonamiento de Zalabardo con algunos muy concretos. Dolores de Cospedal, del PP, atribuyó a don Quijote, durante un discurso, una frase que Cervantes no escribió: Hoy es el día más hermoso de nuestra vida, querido Sancho; los obstáculos más grandes, nuestras propias indecisiones… A mayor abundancia, poco después la repitió Begoña Villacís, de Ciudadanos, en un acto del Día del Libro. El PSOE felicitó a sus militantes un Día de Andalucía con un poema de García Lorca que, vaya por Dios, era en realidad la letra de unas sevillanas de Los Amigos de Gines. Dos cosas muestran este tipo de errores: que quienes los cometen no han leído ni a Cervantes ni a Lorca, lo primero; lo segundo, que no disponen de lo que ayudaría a no cometerlos, como saber que nunca don Quijote llama querido a su escudero o que difícilmente Lorca pudo hablar del Puente de San Rafael, inaugurado por el general Franco en 1953, casi veinte años después de la muerte del poeta. Saber eso sería cultura general.

            ¡Cuántas citas falsas e interpretaciones erróneas nacen del desconocimiento del Quijote! El tan repetido Ladran, luego caminamos tampoco lo encontraremos en su boca, pues pertenece a un poema de Goethe, posiblemente inspirado en un antiguo proverbio árabe. Y el Con la Iglesia hemos topado, Sancho también prueba el desconocimiento de la novela, pues Cervantes no escribió Iglesia, sino iglesia, y tampoco topado, sino dado. La frase no ataca nada, solo constata un hecho simple. Vagaban de noche por El Toboso buscando el palacio de Dulcinea y don Quijote, al verse ante un alto edificio, aclara a su escudero: Con la iglesia hemos dado; es decir, lo que hemos encontrado es la iglesia del pueblo y no el palacio que buscamos.



            Pero no se trata solo del Quijote o de Lorca. En Internet circula un poema, El día más bello, hoy, que se atribuye falsamente a Teresa de Calcuta. O la frase Creo que es necesario pasar tiempo solo. Necesitas saber cómo estar solo y no estar definido por otra persona, que pronunció la actriz Olivia Wilde y no Óscar Wilde a quien se atribuye. Ninguno de los muchos desmentidos ha servido para que la gente se convenza de que el poema La marioneta no es de García Márquez, sino del mexicano Johnny Wech. Y el vizcaíno Alfredo Cuervo escribió en 2001 el poema Queda prohibido llorar sin aprender, que circula como si fuera de Pablo Neruda. Y, teniendo en cuenta de la dificultad de saber qué escribió o no Buda, sorprende que se le atribuyan unas palabras de san Pablo a los Corintios.

            Pero así funciona la cultura de whatsapp. Y no creamos que solo caen en la trampa quienes carecen de estudios. Porque el papanatismo actual (aquí podríamos colocar la cita de Einstein acerca de que hay dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana…, pero tampoco Einstein dijo nunca tal cosa), es de tal magnitud que una y otra vez encontramos personas muy especializadas en un tema que, no obstante, están horros de esa cultura general, más modesta, pero tan valiosa como la otra.

            Volveremos el año próximo. ¡Felices fiestas!

sábado, diciembre 19, 2020

ESTAR EN EL SÉPTIMO CIELO

      Me confiesa Zalabardo su preocupación y hastío, consecuencia de la situación por la que atravesamos. Lo que le provoca ese sentimiento, me dice, no es tanto la pandemia, que, al cabo es una de las grandes calamidades que cada cierto tiempo azotan a la humanidad. Lo que no acaba de entender es que los rectores de la sociedad no salgan del absurdo debate sobre si interesa más la economía que la salud y lo que lo enfada es la falta de alguien con criterio claro y mano firme que nos haga comprender que siempre será mejor una sociedad de pobres vivos que de ricos muertos. Y no puedo menos que estar de acuerdo con él.

            Por eso vemos bien iniciativas como la del Ayuntamiento de Parauta, en la Serranía de Ronda, que han invertido el dinero presupuestado para las fiestas navideñas en comprar un jamón y otros productos para cada familia de la localidad. Con trabajo y voluntad, la economía se recupera y la Navidad puede ser celebrada sin tener que recurrir a aglomeraciones peligrosas; la salud perdida, en cambio, no hay quien la recupere.

            Ayer, caminando por Gibralfaro, el monte, no el castillo, solos, sin necesidad de mascarillas porque allí ni corríamos riesgo de contagio ni nos convertíamos en transmisores del virus, pensábamos en todo esto. Hacía un día fantástico y sobre nuestras cabezas brillaba un cielo esplendoroso. Le pregunté a Zalabardo si recordaba Il cielo in una stanza, la bella canción de Gino Paoli: “Cuando estás conmigo, la habitación no tiene paredes sino árboles en número infinito y no existe otro techo sino el cielo sobre nuestras cabezas”; más o menos, así dice la canción. Allí estábamos nosotros con el cielo sobre nuestras cabezas y sin otras paredes que ese laberinto de árboles en los que jugueteaban las ardillas.

            “Esto es estar en el séptimo cielo”, dijo mi amigo, para, a continuación, pedirme que le explicara el origen de la expresión. No es que la palabra cielo tenga muchos significados en nuestra lengua ni que estos sean complejos (‘esfera aparente azul que rodea la Tierra’, ‘morada de ángeles y santos que gozan de la visión de Dios’, ‘providencia’, ‘parte superior de algo’, ‘lo que se mira y considera con embeleso’ y poco más).

 


           Sí es cierto que hay expresiones necesitadas de alguna explicación: clamar al cielo es ser algo manifiestamente escandaloso; escupir al cielo es hacer algo que se vuelve en contra de uno  mismo; juntársele a alguien el cielo y la tierra es verse en trance peligroso; ser algo llovido del cielo significa que nos llega de manera impensada en el momento necesario; tomar el cielo con las manos es enfadarse dando clara manifestación de ello; ve el cielo abierto quien haya la coyuntura favorable que lo saca de un apuro…

            Y estar en el séptimo cielo se dice de quien se encuentra en situación o lugar extremadamente placentero. ¿Pero qué es ese cielo, dónde se halla y cuántos otros hay? La cultura en que nos hemos criado nos hace pensar, primero, en Dante: pero sucede que su Paraíso está dividido en nueve círculos o cielos, no en siete, de los que el séptimo es el de la meditación, el que acoge a quienes se dedicaron a actividades contemplativas. Si atendemos a la tradición judaica, nos enfrentaremos a la disputa de si son dos, tres, siete o diez los cielos existentes, según nos aclara Robert Graves en Los mitos hebreos. Quizá, entonces, llamo la atención de mi amigo, deberíamos echar mano de la tradición islámica, que tan honda herencia dejó por estas tierras, aunque muchos se resistan a aceptarlo. En el Corán, 71, 14-15, se lee: “¿No habéis visto cómo ha creado Dios siete cielos superpuestos?” Y el séptimo de esos cielos es el paraíso del que disfrutarán los bienaventurados.

            Sin embargo, aclaro a Zalabardo, yo me adhiero a las palabras de Sebastián de Covarrubias, el autor de nuestro primer diccionario, en 1611, Tesoro de la lengua castellana o española, que dice: “No me meteré en averiguar el número de los cielos, ni sus movimientos, ni si su materia es corruptible o no; quédese [esa disputa] para los filósofos, y principalmente para los teólogos”.

            Tampoco nosotros nos dejamos llevar por esas disquisiciones. Nos bastaba estar allí arriba, el mar ante nuestra vista, el cielo sobre nuestras cabezas, y las ardillas retozando en los árboles.




domingo, diciembre 13, 2020

SOBRE LEYES, LIBERTADES Y DERECHOS


 


          Tras unos meses de soportar la ineptitud, o falta de voluntad, o ambas cosas a la vez, de nuestros políticos para hacer frente común a la pandemia que aún no logramos contener, asunto que no es político, sino sanitario, y que afecta a toda la ciudadanía —al parecer ya no somos ciudadanos ni ciudadanas, ahora nos corresponde ser ciudadanía—, llegamos a un periodo en el que los partidos se ponen a lo que, en teoría, sería su función básica: gobernar unos y controlar a los que gobiernan, otros.

            Pero tampoco en esto de la gobernanza —otra palabra apreciada por quienes atienden más a lo que dicen que a lo que hacen— hay visos de que las cosas marchen por los cauces deseables. A Zalabardo y a mí no nos escandaliza que haya disparidad de opiniones respecto a cualquier cuestión. La discrepancia es natural y conveniente, una especie de prueba del algodón de la libertad. Lo que nos escandaliza es el modo en que se manifiesta esa disparidad y las consecuencias que ello tiene para el pueblo llano.

            Hablamos de esto porque, recientemente, hemos asistido a sesiones parlamentarias que deberían sonrojarnos. Primero, porque el debate ha sido sustituido, sin el menor atisbo de disimulo, por el insulto; y, segundo, porque cuesta entender determinados comportamientos políticos. Todo ello a raíz de la aprobación de los presupuestos, lo que debería ser motivo de tranquilidad para el país y de la tramitación de dos leyes, una ya votada sobre el sistema educativo y otra, en periodo de discusiones, sobre la eutanasia.

 


           En los tres procesos ha sido duro el enfrentamiento. Y eso que hablamos, al menos en las dos leyes citadas, de cuestiones que tocan muy de cerca a los derechos de las personas, derechos que estarán siempre por encima de cualquier ley o derecho dictados por un grupo social concreto o por un Estado, sea este del signo que sea. El derecho a la educación y el derecho a una vida, y una muerte, dignas caen de lleno entre los derechos humanos. Pese a ello, en la situación presente, como en otras anteriores en las que los gobernantes eran de otro signo, los partidos han respondido exactamente igual: no con argumentos, sino con la amenaza de que esas leyes serán derogadas el día que ellos lleguen al poder.

            Zalabardo me pregunta si no estaremos siendo víctimas de un dilema semejante al terrible que hubo de afrontar Antígona: cumplir el ineludible deber de honrar al hermano muerto y darle sepultura o respetar un decreto redactado por una bandería con el fin de escarmentar al disidente. Con todas las salvedades que queramos hacer, me gusta la manera en que mi amigo me plantea el problema que sufrimos; porque estoy convencido de que es algo que realmente todos padecemos.

            Ninguno de los dos somos expertos en Derecho, ni en Moral ni en Ética. Pero recordamos lo que decía Montesquieu sobre las leyes: que son herramientas políticas necesarias para generar mayor prosperidad individual y social. Desde esta perspectiva, coincidimos en que la ley, cualquier ley, debiera ser útil, justa y duradera; que pueda ser puesta en práctica sin problemas y sin forzar ninguna conciencia; que sea adecuada a las circunstancias en que se ha de aplicar y que su finalidad sea la de buscar un bien. Las leyes, más que una imposición, deberían ser una garantía de la defensa de los derechos. Una ley que defienda un derecho de todos, sin obligar a ninguno, que proteja la libertad de que cada persona pudiese ejercer su voluntad, no tendría que ser condenada por nadie.

            Pero parece que eso es difícil. En la reciente aprobación de los presupuestos, nos ha extrañado que un partido, con responsabilidad de gobierno pese a su representación parlamentaria escasa, en lugar de buscar el necesario consenso en cuestión tan importante, haya puesto todo su interés en que vote en contra otro partido que estaba dispuesto a apoyarlos. A la par, el partido mayoritario en el gobierno ha aceptado el feo juego con tal de no perder apoyos.

            Y, en lo de las leyes citadas, le expreso a Zalabardo mi preocupación sobre si es admisible tan virulento choque a la hora de hablar de principios que habría que considerar inherentes a la condición de persona. Porque cuesta entender que, pese a que se parta de supuestos ideológicos distintos, sea tan difícil alcanzar acuerdos en temas de tal calado.

 


           La Declaración de los derechos humanos dice en su artículo 2 que “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole”. Y en el artículo 5 que “Nadie será sometido a torturas, ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”.

            ¿No es la educación lo que nos hará ciudadanos más libres y más capaces y más preparados para conseguir una sociedad más justa, más culta y más rica, en todos los sentidos? Luego nadie debería manifestar recelo sobre la necesidad de construir el mejor sistema educativo posible. Sin embargo, los recelos enturbian cualquier otro criterio. Y sobre la eutanasia, ¿no es cruel y degradante negar a las personas, cuando queda demostrada la incapacidad médica y social para garantizar una vida digna, que tenga al menos la opción de una muerte digna?

            Dicho lo anterior, me apunta Zalabardo que ninguna ley sobre educación podrá evitar que quien lo desee sea un borrico, como no evitará a nadie estudiar y practicar la religión acorde con sus creencias; eso sí, en el lugar adecuado. Del mismo modo, ninguna ley sobre eutanasia podrá conculcar los derechos y las creencias religiosas de quien no quiera acogerse a ella.       

            Por eso nos extraña que quienes más las atacan sean partidos que hunden sus raíces en un sistema cuyo cuerpo legislativo lo componían, en su mayor parte, leyes restrictivas y represoras de cualquier tipo de libertad. Porque es una incongruencia que ahora apoyen sus demandas en la exigencia del respeto a la libertad y a los derechos quienes fueron los primeros en negar todo derecho y toda libertad.

sábado, diciembre 05, 2020

UNA COPA, GARCÍA LORCA Y CÓMO UN BELLO NOMBRE PUEDE CONVERTIRSE EN INDESEADO

 


            Bajábamos de pasear por el monte y, a medio camino, hicimos una parada para comprar un poco de vino moscatel en la Venta El Mijeño. Mientras nos lo preparaban, nos extrañó ver un raro artilugio de hierro que colgaba del techo. Una especie de corona con dos horcones cruzados. Del centro pendía una cadena acabada en un gancho de cuatro puntas; y, de la parte circular, otras cinco cadenas, más cortas, también terminadas en ganchos, aunque menores y de solo tres puntas.

            Preguntamos al ventero por él. Aunque desconocía su nombre, nos dijo que, según le habían contado, se utilizaba antiguamente para sacar de los pozos los cubos que caían al fondo por haberse roto la cuerda. Zalabardo y yo recordábamos haber visto alguno en el pueblo, pero no de tanto artificio como este; en mi casa había uno que era un gancho simple; lo llamábamos, si mal no recuerdo, rastra.

            Lo que son las cosas. Al llegar a casa, envié la foto a amigos del pueblo. Les avisaba que no era ninguna adivinanza, sino que les preguntaba simplemente si conocían aquello. Las respuestas casi me abochornaron, de sólidas y firmes que eran. “Claro que sí; eso se usaba para rescatar los cubos caídos a los pozos y creo que se llama copa”, fue una respuesta; “Eso es una copa y en mi casa teníamos una igual que mi madre acabó regalando”, era otra y, por fin, otra que me dio la puntilla: “Todo el mundo sabe que eso es una copa”.

            Al parecer, Zalabardo y yo no formamos parte de todo el mundo, pues no recordábamos ese nombre, copa, ni haber visto una de esas características; sí otras más sencillas. Hemos buscado después en diccionarios diversos, sin éxito. No lo recoge el DLE ni el María Moliner. Tampoco el Vocabulario andaluz, de Alcalá Venceslada, ni en Vocabulario popular andaluz, de mi amigo Álvarez Curiel, ni en el clásico Vocabulario popular malagueño, de Juan Cepas, ni en el Palabrario andaluz, de David Hidalgo… En ninguno, copa aparece con ese significado. Encontramos rastra, que sí conocía, gancho, que es muy genérico, y garabato, que creo que se usa más en otras funciones. Pero nada de copa, lo que me hace pensar, le digo a Zalabardo, que sea muy específica de mi pueblo, Osuna, o de su entorno.



            La copa me ha hecho pensar en el pozo, más estricto en su significado que aljibe (¡cuántos recuerdos me trae el de mi instituto!) y algunos términos relacionados con él y que también van quedando en desuso: el brocal o pretil, antepecho de mampostería, de hierro, bronce o, incluso, mármol para evitar. La garrucha por la que se desliza la cuerda que sujeta al cubo; creo que en mi pueblo nunca se ha dicho roldana y motón es término más bien marinero. El arco sobre el brocal que sostiene a la garrucha creo que se llama horcón o machón, pero esto no puedo asegurarlo.

            Hablando de pozos, Zalabardo me pregunta si recuerdo los pozos medianeros. ¡Cómo no recordarlos! Nunca hubo ninguno en mi casa, pero sí conocí el de la casa de mis abuelos. Los pozos tenían un valor importante en tiempos en los que no existía agua corriente en las viviendas y el pozo medianero, aparte de su carácter solidario por compartir su caudal entre dos casas colindantes —una tapia lo dividía en dos— tenía una función social grande, pues los vecinos se comunicaban a través de ese hueco. También podía resultar indiscreto, ya que por aquel vano uno podía enterarse de cuanto pasaba en la casa vecina, aunque sus moradores no quisieran.

            Y el pozo, le digo a Zalabardo, hace que me remonte a García Lorca. Se dice que uno de sus últimos escritos, La casa de Bernarda Alba, está inspirado en la historia real de Frasquita Alba, de la que Lorca se enteró a través del pozo medianero que había entre la casa de esta Frasquita y la de su tía Matilde, en la que el poeta pasaba largas temporadas, especialmente en verano. Aquel pozo medianero sirvió para que escaparan todos los secretos que, quizá, Frasquita Alba hubiera deseado mantener ocultos.



            ¿Y qué tiene que ver cuanto llevamos hablado con eso del nombre bello que se convierte en despreciado?, me pregunta Zalabardo. Le cuento entonces que la toponimia nos revela esas curiosas historias sobre el nombre de los lugares. La tía de Lorca, y su vecina Frasquita Alba, vivían en Asquerosa, a apenas 5 kilómetros de Fuente Vaqueros, pueblo de nacimiento del poeta, y sus habitantes estaban mohínos con el nombre, que generaba para ellos el gentilicio de asquerosos. Tanto es así que hacia 1940 decidieron cambiarle el nombre por el de Valderrubio. ¿Por capricho?, No, por una cuestión muy simple, la de que el pueblo vivía fundamentalmente del cultivo del tabaco rubio y, por tanto, el nombre equivalía a ‘valle del tabaco rubio’.

            Es posible que los valderrubienses desconocieran el origen del nombre viejo, o, aun sabiéndolo, prefirieran sacrificar el bello nombre por otro que no los hiciera sentirse tan incómodos. ¿Pero puede ser bello un nombre como Asquerosa?, me pregunta Zalabardo. Y le respondo que Asquerosa no, sino el que debería haber sido en condiciones normales. No es muy seguro, pero parece que el nombre primitivo del pueblo procedía del latín Aqua rosae, ‘agua de rosa’, que debió derivar hacia Acuarosa o algo parecido; pero, cosas del destino, y de nuestra fonética andaluza, apareció ese antipático Asquerosa indeseado. Y eso no hay, al parecer, quien lo soporte.


[Imágenes: una copa; patio y pozo de la antigua Universidad de Osuna; patio de la casa de Valderrubio con su pozo medianero]