sábado, diciembre 19, 2020

ESTAR EN EL SÉPTIMO CIELO

      Me confiesa Zalabardo su preocupación y hastío, consecuencia de la situación por la que atravesamos. Lo que le provoca ese sentimiento, me dice, no es tanto la pandemia, que, al cabo es una de las grandes calamidades que cada cierto tiempo azotan a la humanidad. Lo que no acaba de entender es que los rectores de la sociedad no salgan del absurdo debate sobre si interesa más la economía que la salud y lo que lo enfada es la falta de alguien con criterio claro y mano firme que nos haga comprender que siempre será mejor una sociedad de pobres vivos que de ricos muertos. Y no puedo menos que estar de acuerdo con él.

            Por eso vemos bien iniciativas como la del Ayuntamiento de Parauta, en la Serranía de Ronda, que han invertido el dinero presupuestado para las fiestas navideñas en comprar un jamón y otros productos para cada familia de la localidad. Con trabajo y voluntad, la economía se recupera y la Navidad puede ser celebrada sin tener que recurrir a aglomeraciones peligrosas; la salud perdida, en cambio, no hay quien la recupere.

            Ayer, caminando por Gibralfaro, el monte, no el castillo, solos, sin necesidad de mascarillas porque allí ni corríamos riesgo de contagio ni nos convertíamos en transmisores del virus, pensábamos en todo esto. Hacía un día fantástico y sobre nuestras cabezas brillaba un cielo esplendoroso. Le pregunté a Zalabardo si recordaba Il cielo in una stanza, la bella canción de Gino Paoli: “Cuando estás conmigo, la habitación no tiene paredes sino árboles en número infinito y no existe otro techo sino el cielo sobre nuestras cabezas”; más o menos, así dice la canción. Allí estábamos nosotros con el cielo sobre nuestras cabezas y sin otras paredes que ese laberinto de árboles en los que jugueteaban las ardillas.

            “Esto es estar en el séptimo cielo”, dijo mi amigo, para, a continuación, pedirme que le explicara el origen de la expresión. No es que la palabra cielo tenga muchos significados en nuestra lengua ni que estos sean complejos (‘esfera aparente azul que rodea la Tierra’, ‘morada de ángeles y santos que gozan de la visión de Dios’, ‘providencia’, ‘parte superior de algo’, ‘lo que se mira y considera con embeleso’ y poco más).

 


           Sí es cierto que hay expresiones necesitadas de alguna explicación: clamar al cielo es ser algo manifiestamente escandaloso; escupir al cielo es hacer algo que se vuelve en contra de uno  mismo; juntársele a alguien el cielo y la tierra es verse en trance peligroso; ser algo llovido del cielo significa que nos llega de manera impensada en el momento necesario; tomar el cielo con las manos es enfadarse dando clara manifestación de ello; ve el cielo abierto quien haya la coyuntura favorable que lo saca de un apuro…

            Y estar en el séptimo cielo se dice de quien se encuentra en situación o lugar extremadamente placentero. ¿Pero qué es ese cielo, dónde se halla y cuántos otros hay? La cultura en que nos hemos criado nos hace pensar, primero, en Dante: pero sucede que su Paraíso está dividido en nueve círculos o cielos, no en siete, de los que el séptimo es el de la meditación, el que acoge a quienes se dedicaron a actividades contemplativas. Si atendemos a la tradición judaica, nos enfrentaremos a la disputa de si son dos, tres, siete o diez los cielos existentes, según nos aclara Robert Graves en Los mitos hebreos. Quizá, entonces, llamo la atención de mi amigo, deberíamos echar mano de la tradición islámica, que tan honda herencia dejó por estas tierras, aunque muchos se resistan a aceptarlo. En el Corán, 71, 14-15, se lee: “¿No habéis visto cómo ha creado Dios siete cielos superpuestos?” Y el séptimo de esos cielos es el paraíso del que disfrutarán los bienaventurados.

            Sin embargo, aclaro a Zalabardo, yo me adhiero a las palabras de Sebastián de Covarrubias, el autor de nuestro primer diccionario, en 1611, Tesoro de la lengua castellana o española, que dice: “No me meteré en averiguar el número de los cielos, ni sus movimientos, ni si su materia es corruptible o no; quédese [esa disputa] para los filósofos, y principalmente para los teólogos”.

            Tampoco nosotros nos dejamos llevar por esas disquisiciones. Nos bastaba estar allí arriba, el mar ante nuestra vista, el cielo sobre nuestras cabezas, y las ardillas retozando en los árboles.




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