domingo, diciembre 13, 2020

SOBRE LEYES, LIBERTADES Y DERECHOS


 


          Tras unos meses de soportar la ineptitud, o falta de voluntad, o ambas cosas a la vez, de nuestros políticos para hacer frente común a la pandemia que aún no logramos contener, asunto que no es político, sino sanitario, y que afecta a toda la ciudadanía —al parecer ya no somos ciudadanos ni ciudadanas, ahora nos corresponde ser ciudadanía—, llegamos a un periodo en el que los partidos se ponen a lo que, en teoría, sería su función básica: gobernar unos y controlar a los que gobiernan, otros.

            Pero tampoco en esto de la gobernanza —otra palabra apreciada por quienes atienden más a lo que dicen que a lo que hacen— hay visos de que las cosas marchen por los cauces deseables. A Zalabardo y a mí no nos escandaliza que haya disparidad de opiniones respecto a cualquier cuestión. La discrepancia es natural y conveniente, una especie de prueba del algodón de la libertad. Lo que nos escandaliza es el modo en que se manifiesta esa disparidad y las consecuencias que ello tiene para el pueblo llano.

            Hablamos de esto porque, recientemente, hemos asistido a sesiones parlamentarias que deberían sonrojarnos. Primero, porque el debate ha sido sustituido, sin el menor atisbo de disimulo, por el insulto; y, segundo, porque cuesta entender determinados comportamientos políticos. Todo ello a raíz de la aprobación de los presupuestos, lo que debería ser motivo de tranquilidad para el país y de la tramitación de dos leyes, una ya votada sobre el sistema educativo y otra, en periodo de discusiones, sobre la eutanasia.

 


           En los tres procesos ha sido duro el enfrentamiento. Y eso que hablamos, al menos en las dos leyes citadas, de cuestiones que tocan muy de cerca a los derechos de las personas, derechos que estarán siempre por encima de cualquier ley o derecho dictados por un grupo social concreto o por un Estado, sea este del signo que sea. El derecho a la educación y el derecho a una vida, y una muerte, dignas caen de lleno entre los derechos humanos. Pese a ello, en la situación presente, como en otras anteriores en las que los gobernantes eran de otro signo, los partidos han respondido exactamente igual: no con argumentos, sino con la amenaza de que esas leyes serán derogadas el día que ellos lleguen al poder.

            Zalabardo me pregunta si no estaremos siendo víctimas de un dilema semejante al terrible que hubo de afrontar Antígona: cumplir el ineludible deber de honrar al hermano muerto y darle sepultura o respetar un decreto redactado por una bandería con el fin de escarmentar al disidente. Con todas las salvedades que queramos hacer, me gusta la manera en que mi amigo me plantea el problema que sufrimos; porque estoy convencido de que es algo que realmente todos padecemos.

            Ninguno de los dos somos expertos en Derecho, ni en Moral ni en Ética. Pero recordamos lo que decía Montesquieu sobre las leyes: que son herramientas políticas necesarias para generar mayor prosperidad individual y social. Desde esta perspectiva, coincidimos en que la ley, cualquier ley, debiera ser útil, justa y duradera; que pueda ser puesta en práctica sin problemas y sin forzar ninguna conciencia; que sea adecuada a las circunstancias en que se ha de aplicar y que su finalidad sea la de buscar un bien. Las leyes, más que una imposición, deberían ser una garantía de la defensa de los derechos. Una ley que defienda un derecho de todos, sin obligar a ninguno, que proteja la libertad de que cada persona pudiese ejercer su voluntad, no tendría que ser condenada por nadie.

            Pero parece que eso es difícil. En la reciente aprobación de los presupuestos, nos ha extrañado que un partido, con responsabilidad de gobierno pese a su representación parlamentaria escasa, en lugar de buscar el necesario consenso en cuestión tan importante, haya puesto todo su interés en que vote en contra otro partido que estaba dispuesto a apoyarlos. A la par, el partido mayoritario en el gobierno ha aceptado el feo juego con tal de no perder apoyos.

            Y, en lo de las leyes citadas, le expreso a Zalabardo mi preocupación sobre si es admisible tan virulento choque a la hora de hablar de principios que habría que considerar inherentes a la condición de persona. Porque cuesta entender que, pese a que se parta de supuestos ideológicos distintos, sea tan difícil alcanzar acuerdos en temas de tal calado.

 


           La Declaración de los derechos humanos dice en su artículo 2 que “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole”. Y en el artículo 5 que “Nadie será sometido a torturas, ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”.

            ¿No es la educación lo que nos hará ciudadanos más libres y más capaces y más preparados para conseguir una sociedad más justa, más culta y más rica, en todos los sentidos? Luego nadie debería manifestar recelo sobre la necesidad de construir el mejor sistema educativo posible. Sin embargo, los recelos enturbian cualquier otro criterio. Y sobre la eutanasia, ¿no es cruel y degradante negar a las personas, cuando queda demostrada la incapacidad médica y social para garantizar una vida digna, que tenga al menos la opción de una muerte digna?

            Dicho lo anterior, me apunta Zalabardo que ninguna ley sobre educación podrá evitar que quien lo desee sea un borrico, como no evitará a nadie estudiar y practicar la religión acorde con sus creencias; eso sí, en el lugar adecuado. Del mismo modo, ninguna ley sobre eutanasia podrá conculcar los derechos y las creencias religiosas de quien no quiera acogerse a ella.       

            Por eso nos extraña que quienes más las atacan sean partidos que hunden sus raíces en un sistema cuyo cuerpo legislativo lo componían, en su mayor parte, leyes restrictivas y represoras de cualquier tipo de libertad. Porque es una incongruencia que ahora apoyen sus demandas en la exigencia del respeto a la libertad y a los derechos quienes fueron los primeros en negar todo derecho y toda libertad.

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