sábado, abril 29, 2023

EL MES Y LA LUNA


Rafael Cadenas, poeta venezolano flamante Premio Cervantes, decía el pasado día 24 en su discurso de aceptación del premio que «nuestra lengua anda muy maltrecha […] pero no puedo ahora señalar sus fallas en esta ocasión, porque son demasiadas». Javier Rodríguez Marcos, filólogo, publicaba dos días después un artículo, Toda cultura es crisis, en el que respondía que no es para tanto la cosa, que esa opinión la abonan quienes no tienen presente que, en todos los tiempos, la cultura ha sido una perpetua crisis o que olvidan que toda lengua surge como corrupción de otra anterior, como la nuestra del latín; sí es verdad que hoy, y las causas son muchas, se puede afirmar que esa revolución, esos cambios, se produce a un ritmo más acelerado. Opinando sobre aquello de que «todo tiempo pasado fue mejor», le cuento a Zalabardo que Machado mantenía que lo único indiscutible es que «todo tiempo pasado es anterior».

            Cuando aparecen en un debate opiniones de esta naturaleza, también me acuerdo de mi profesor y maestro don Manuel Alvar. Con frecuencia nos repetía que nuestra obligación como hablantes es, si no dejar a las generaciones futuras una lengua mejor, procurar que al menos que no sea peor. El consejo, aun siendo acertado, le digo a Zalabardo, no se contradice con dos realidades igualmente ciertas. Una, que la lengua pertenece al pueblo y no a los especialistas que lo estudian; la otra, que en no pocas ocasiones, la lengua camina por donde le parece aunque no entendamos la razón. Leyendo el interesante libro Navegando por el cielo, de Ana Capsir, me encuentro con un ejemplo que viene pintiparado para el caso: ¿qué hace que palabras como mes y luna podamos considerarlas equiparables e, incluso, sinónimas, en no pocos casos?


            En sánscrito, men significa ‘medir’. Pero las culturas primitivas, observando el movimiento de la luna, descubrieron que era una excelente referencia para fijar los tiempos de cada cosa. Y tomaron sus ciclos como referencia para diseñar los calendarios, que en el origen fueron siempre lunares. La Luna medía las mareas, determinaba la fertilidad de las hembras, decidía los buenos momentos para las siembras, la puesta de las tortugas, el desove de los corales, influía sobre las conductas… Esta observación ayudó a establecer la noción de año, que venía compuesto por doce ciclos lunares. A cada uno de ellos, a cada unidad de medida, se le dio el nombre de mes.

           Los calendarios lunares, que no son fijos, fueron también la base que regía el momento de los cultos y los ritos de las culturas primitivas. En el Peñón del Majuelo, de Valonsadero, en Soria, se encuentran unas pinturas rupestres que los especialistas interpretan como un modo de representación de la incidencia de la Luna sobre animales, hombres y cosechas. Tan importante era aquel proceder que todavía hoy se conservan muchos ritos y cultos religiosos que carecen de fecha fija porque se ajustan a este calendario lunar. El Ramadán de los musulmanes tiene lugar en el noveno mes lunar; y la Pascua cristiana, en nuestro hemisferio, se festeja el primer domingo posterior a la luna llena que sigue al equinoccio de primavera.



           Esta estrecha relación entre la forma de medir el tiempo respetando los movimientos lunares hicieron que mes, el men indoeuropeo, acabase por ser también el nombre que designase a la Luna. Lo vemos en el alemán mond; en el inglés moon; en el danés måne; en el sueco manen… ¿Por qué, entonces, me pregunta Zalabardo, nosotros decimos Luna? La explicación es fácil. Atendiendo a que uno de los rasgos más notable de la Luna es su brillo, los griegos usaron σέλας (selas), que significa ‘resplandor’, para llamar Selene a la diosa de la Luna. De ahí que a una forma de ‘yeso cristalizado en láminas brillantes’ se le llame selenita, como a los hipotéticos habitantes de la Luna. Y que la selenografía sea el estudio y descripción de la Luna. O que selenosis sean las ‘manchitas blancas que con frecuencia aparecen en las uñas’; que a estas manchas se les llame también mentiras ha hecho pensar a algunos que mentir pueda provenir también de men, en su sentido de Luna, por su aparentemente errático movimiento.

Del mismo modo, es decir, atendiendo a una cualidad lunar, el latín echó mano de otra raíz indoeuropea, leuk-, ‘luz, esplendor’, de donde provienen lumbre, luminoso, lustre, lucir, lunes…, y también Luna. Esa es la razón de que en el ámbito románico tengamos el francés lune, el portugués lua, el italiano luna o el rumano lună

            Las reacciones que la Luna puede ocasionar, aparte de las claras influencias ya mencionadas, ha alimentado leyendas y creencias múltiples. Como la de los licántropos, los hombres lobos. Se remonta a una vieja leyenda que cuenta cómo un lobo jugueteaba con la Luna, que se quedó enredada en las ramas de un árbol; cuando y volvió a subir al cielo, el lobo la persiguió aullando. Esa historia se trasladó a la creencia popular de que hay individuos que, por efecto de la luna llena se convierten en lobos. O que se llame lunáticos a los dementes que padecen crisis discontinuas porque, lo decía ya Covarrubias, «con los cuartos de luna alteran su accidente». Por fin, le digo a mi amigo, esta interrelación entre luna y mes da lugar a metonimias curiosas como la que cita Ana Capsir de que al periodo menstrual femenino se lo llame mes en España y, en Francia, se lo llame lune.

viernes, abril 21, 2023

SOBRE LIBROS PROHIBIDOS (ANTE EL DÍA INTERNACIONAL DEL LIBRO)


Me intriga que se me acerque Zalabardo sonriendo. Al preguntarle el motivo, contesta que le parece ridículo que hayamos llegado a esta falta de fechas en el calendario para conmemorar días de… Fíjate, dice ya sin contener la risa, que, el pasado 9 de marzo se celebró el Día de la tortilla de patatas, o que hoy, día en que empiezo a escribir este apunte, es el Día Mundial de la marihuana. Lo de la tortilla de patatas se explica porque es el día de santa Juana, monja del siglo XV sobre la leyenda cuenta que socorría a los menesterosos que acudían a ella ofreciéndoles una tortilla. Lo otro, lo ignora.

            Hablamos de esas celebraciones insulsas. Sin embargo, le digo, algunas sí parecen necesarias. Por ejemplo, la del próximo 23 de abril, Día Internacional del Libro, por el valor incalculable que el libro tiene. Su lectura es motivo de placer, de evasión y entretenimiento, abre las puertas a mundos e ideas desconocidos, favorece el aprendizaje, despierta la curiosidad y aumenta los conocimientos, nos da compañía y combate el aburrimiento, activa la inspiración…; en suma, un libro nos hace más libres. Y tiene muchos enemigos.


            Saco a colación lo que Plinio el Joven contaba en una carta a su amigo Baebio Macro sobre su tío Plinio el Viejo, que solía decir que no existe ningún libro tan malo como para que de él no pueda sacarle algo provechoso. Desde aquella lejana época, la frase no ha dejado de repetirse. En España, tal vez fuese el autor del Lazarillo de Tormes (1554) el primero en hacerlo; en el prólogo se lee: «…podría ser que alguno que los lea halle algo que le agrade… Y a este propósito dice Plinio que no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena». En 1599, Mateo Alemán lo repite en la introducción a su Guzmán de Alfarache («…mas considerando no haber libro tan malo donde no se halle algo bueno…») Y Cervantes, en la segunda parte del Quijote (1615), pone el mismo juicio en boca del bachiller Sansón Carrasco (cap. III) y de un caballero llamado don Juan con el que se encuentran en una venta (cap. LIX).

            Tal vez por estas cualidades que he citado, podría aún citar más (por ejemplo, Annie Ernaux dice que «la literatura es el método clásico para salir del propio medio social», totalitarismos y dictaduras de todas las épocas los han mirado como un peligro y nunca han faltado quienes se empeñan no solo en prohibirlos, sino incluso en hacer desaparecer los que consideraban contrarios a una determinada corriente (social, política, religiosa…). Esa actitud era una forma de represión de disidentes.

 


           Por irme lejos, le cito a Zalabardo el caso de la quema de la biblioteca de Alejandría, a principios del siglo V, atribuido al fanatismo de Teófilo de Alejandría o de su discípulo Cirilo, para acabar con las ideas contrarias al cristianismo. En el Concilio de Trento (siglo XVI) se decidió elaborar el Índice de Libros Prohibidos, que recogía qué lecturas debía rehuir cualquier creyente católico; este Índice estuvo vigente hasta que el papa Pablo VI, en 1966, lo abolió. En mis años de bachillerato, Lecturas buenas y malas, del jesuita Antonio Garmendia de Otaola, servía de referencia en el instituto de mi pueblo, Osuna, para determinar qué nos estaba permitido leer y qué no. Ese volumen impidió que yo pudiera sacar de la biblioteca libros de Baroja y de Leopoldo Alas. En 1953, Ray Bradbury publicó su distopía Fahrenheit 451, en la que mostraba una sociedad que prohibía la lectura y en la que la misión principal del cuerpo de bomberos no era sofocar fuegos, sino quemar bibliotecas.

            Me pasa como a Borges, que era capaz de imaginar un mundo sin pájaros o sin agua, pero no sin libros. Sin embargo, abundan los enemigos de los libros y la censura sigue muy viva. Le cuento a Zalabardo una experiencia personal: a una persona amiga, y perteneciente a una congregación religiosa, pedí opinión acerca de Jesús. Una aproximación histórica, del teólogo vasco José Antonio Pagola, que tenía intención de leer. Tras enumerarme los «numerosos defectos» del libro, me respondió sin ninguna clase de rubor que «no lo había leído, porque en su congregación lo ‘habían desaconsejado’ a sus miembros». ¿Puede alguien opinar, y negativamente, de algo que desconoce?

 


           Pero hay más. En nuestros días se está extendiendo con fuerza inusitada un movimiento censor de libros que cuesta trabajo imaginar. En las bibliotecas de Estados Unidos circula una lista de unos 1600 de libros que no pueden ser leídos. Entre ellos, Matar a un ruiseñor, El señor de las moscas o Un mundo feliz. Hay colegios a cuyos alumnos se impide la lectura de determinadas novelas o se les ofrecen en ediciones «edulcoradas», expurgadas de párrafos y páginas enteras o con palabras sustituidas por otras. El último caso, que yo sepa, es el de Roald Dahl, autor de novelas para niños como James y el melocotón gigante o Charlie y la fábrica de chocolate. Me parece inconcebible que las novelas de una autora que llenó de placer muchas horas de mis años jóvenes, Agatha Christie, se vean sometidas igualmente al castigo de alterar los relatos protagonizados por Hércules Poirot o la señorita Marple. Que se hagan «reescrituras políticamente correctas» de los cuentos infantiles tradicionales. Que se envíe al ostracismo a autores como Joseph Conrad o Rudyard Kipling, a los que se acusa de ser supremacistas. Que, abiertamente, se prohíba una biografía de la cantante cubana Celia Cruz o de las hermanas tenistas Serena y Venus Williams. Y todo, apenas si es la razón que se esgrime, en «defensa de las sensibilidades más modernas»

            Las quejas no acabarían. ¿Debemos, pues, callar ante la prohibición o mutilación de un libro? ¿No sería renunciar a nuestra libertad? Le digo a Zalabardo que no necesito de un cursi Día de los enamorados para expresar mi cariño a las personas que quiero; que no necesito un Día del padre o de la madre para acordarme de ellos. Que no quiero un Día de la tortilla de patatas, ni de la zanahoria morada. Que me sobran muchos días estúpidos. Pero que, por ninguna razón, renunciaría a un Día del Libro, porque los libros militan entre las pocas cosas que aún fomentan nuestras ansias de libertad.


viernes, abril 14, 2023

DEFENSA DE LA ESCUELA PÚBLICA

 

Comentaba con Zalabardo el origen extraño de la palabra escuela, en cuya forma vienen a coincidir la mayor parte de lenguas del mundo (scuola en italiano; école, en francés; škola en bosnio; skole, en danés, shkollë, en albanés, iskola, en húngaro, scholl, en inglés…; incluso el euskera, lengua tan alejada del sánscrito, tiene la forma eskola). Lo que de verdad extraña no es el origen, sino cómo ha llegado a significar ‘establecimiento en el que se reciben ciertos tipos de enseñanzas e instrucción’, tan aparentemente alejado de lo que σχολὴ significaba en griego: ‘ocio, tiempo libre’.  Los romanos adoptaron el término como schola pese a disponer del término otium.

            Quizá, le digo a Zalabardo, necesitaríamos fijarnos en qué era para los griegos el ocio, la σχολὴ. Y tendríamos que echar mano de Aristóteles para entenderlo. En su Política, este filósofo dice entre otras cosas: «La vida tomada en su conjunto se divide en trabajo y ocio […] Un hombre debe ser capaz de trabajar y de guerrear, pero más aún, de vivir en paz y tener ocio y llevar a cabo acciones necesarias y útiles, pero todavía más las nobles […] Llamamos embrutecedoras a todas las artes que disponen a deformar el cuerpo, y también a los trabajos asalariados, porque privan de ocio a la mente y la hacen vil». Tal vez por eso, los romanos entendieron este ocio, la schola, como ‘descanso consagrado al estudio’ y también ‘ocupación literaria’.

 

           Considerando la idea aristotélica de que el cultivo del ocio se mueve en la esfera de lo que es más libre en los individuos, se entiende que los Estados deban atender la enseñanza por encima de otras muchas necesidades. Entonces irrumpe en nuestra charla el desencanto ―mío, por mi experiencia como docente― por la poca atención, cuando no desprecio, que muestran no pocos políticos hacia la educación, al tratarla no como pilar del progreso de una sociedad, sino como instrumento político y partidista.

Podríamos remontarnos a muchos años atrás, pero, imitando a Manrique, «dexemos a los romanos, aunque oímos e leímos sus historias […], vengamos a lo de ayer, que también es olvidado». Quienes ya tienen mi edad, y la de Zalabardo, saben muy bien que, durante el franquismo, se nos sometió a una educación que se entendía como herramienta de adoctrinamiento político y religioso. El objetivo era inculcar a los escolares una formación de ideología católica y un reforzamiento de lo que se llamaba «espíritu nacional». Eso explica que se dejase su control en manos de la Iglesia Católica.

 Tras la muerte de Franco, la Constitución de 1978, en su artículo 27, reconocía el derecho a una educación básica y gratuita además de, para cualquier persona física o jurídica, la libertad de crear centros docentes. Era una forma de conceder carta blanca a lo que los centros privados, en su mayoría religiosos, habían venido haciendo.

Establecido el derecho a la enseñanza básica gratuita y el deber del Estado a proporcionarla, el problema surgía por la insuficiencia de centros donde acoger a todos los escolares, lo que pretendió corregirse con el plan de conciertos educativos de 1985. Se daba a los centros privados la opción de acogerse a ellos, con lo que el Estado subvencionaba centros que nunca dejaron de ser negocios privados y, en su mayoría, regidos por órdenes religiosas que siguen imponiendo un ideario, pese a que la Constitución diga que somos un estado laico. El interés por que nadie quedase fuera del proceso educativo podía justificar los conciertos. Lo malo viene cuando no se hace nada, o se hace poco, por aumentar los presupuestos destinados a mejorar los centros públicos, y los diferentes gobiernos siguen destinando partidas a mantener la enseñanza privada.



Como los partidos políticos se niegan a encarar un pacto nacional que deje la educación fuera de las peleas políticas, la población acaba también confundida. Una de estas confusiones, y grave, es la que Luis García Montero llama en su Manual de instrucciones para seguir viviendo «confusión entre deseo y derecho». La ley dice que las familias tienen derecho a elección de centro y a que sus hijos reciban la educación que deseen. Nada hay que objetar a ese enunciado, pero el derecho puede convertirse en solo deseo si se exige un centro y un tipo de educación concretos que vulneran el derecho general a la educación que defiende el Estado. Nadie puede prohibir que una familia quiera un centro más elitista y de una determinada confesión para sus hijos. Lo que ya no se sostiene es que se exija que ese deseo sea sufragado por el Estado. El derecho se reclama; el deseo habrá que pagarlo.

La otra confusión muy extendida, y más grave, es la que afecta a muchos gobernantes que no dudan en favorecer la privatización de la enseñanza; Es difícil encontrar un centro privado que resulte gratuito. Como no todos pueden acceder a ellos, subvencionarlos no solo supone favorecer a las clases más pudientes, sino perjudicar a las clases menos favorecidas. Aquí me voy a ahorrar cualquier comentario y me limito a mostrar a Zalabardo unas palabras de Antonio Muñoz Molina. El periodo de confinamiento por causa de la covid 19 le permitió recoger en Volver a dónde una serie de reflexiones. Entre ellas las contenidas en estas líneas: «La educación se ha ido privatizando y deteriorando durante décadas […] A quienes más perjudica la entronización de la ignorancia es a quienes más necesitan de los servicios públicos y de la enseñanza pública para vivir con un poco de dignidad […] Los hijos de los ricos ya cuentan con el seguro de sus privilegios. El dinero les dará acceso a las mejores escuelas posibles (que para más vergüenza están subvencionadas con fondos públicos) […] Los hijos de los ricos pueden permitirse la haraganería, el capricho, la falta de hábitos de estudio, la inconstancia, el desarreglo de la vida. Para los hijos de la inmensa mayoría la escuela pública es su mejor esperanza, casi la única, de progreso social, de desarrollo pleno de la inteligencia y el espíritu».

Por eso, entre otras muchas razones, siempre defenderé la escuela pública.

sábado, abril 08, 2023

HABLAR POR BOCA DE GANSO


Conversaba con Zalabardo sobre la fatuidad de quienes pregonan sus virtudes y son incapaces de reconocer sus propias limitaciones. Salió entonces a relucir la fábula del ganso que, al encontrarse con un caballo en un prado, quiso presumir de su superioridad. Así, le dijo al caballo: «Soy más noble y perfecto que tú, pues mientras solo muestras tus facultades en un único elemento, yo puedo valerme en varios: camino sobre el suelo, como tú; pero, a la vez, puedo nadar como los peces y volar como las aves». El caballo miró al presuntuoso ganso y le respondió: «Cierto es que tienes alas, pero tu vuelo es torpe y nunca comparable al majestuoso y alto de las águilas; te mueves sobre el agua, pero no alcanzas a vivir bajo ella como los peces y te limitas a la superficie. Y caminas sobre la tierra, mas tus andares son grotescos y, cuando paseas lanzando tu desagradable graznido, todos se burlan de ti».

            Me pregunta entonces Zalabardo si puede estar relacionada con la fábula la expresión hablar por boca de ganso. Le respondo que algo tuviera que ver y que por eso se afirma en algunos lugares que la expresión equivale a ‘decir tonterías’. Sin embargo, me parece más acertado que hablar por boca de ganso señala a la persona que carece de criterio propio, que no tiene conocimiento claro de aquello de lo que habla y, por tanto, se limita a repetir lo que otros ya han dicho, bien sea por respeto a quien lo dijo, por sumisión a ella o por vanidoso deseo de emulación. Abona esto el comprobado hecho de que, cuando un ganso grazna, todos los demás que se hallen junto a él lo siguen en el desagradable y alborotador graznido.

            Lo que le digo a Zalabardo hace que recordemos la antigua leyenda romana de los gansos del Capitolio. En el siglo IV a.C. los galos saquearon Roma y obligaron a los romanos a refugiarse en el Capitolio. Allí en un templo de Juno, había un grupo de gansos que estaban consagrados a la diosa. Una noche, ocurrió un episodio inesperado. Los galos pretendieron un asalto por sorpresa. Pero sucedió que los gansos, asustados, comenzaron a graznar con gran jaleo, lo que despertó a los soldados romanos, que repelieron el ataque. Aquel episodio dio lugar a un raro ritual: el supplicia canum, o el sacrificio del perro. Para conmemorar el fallido ataque, cada aniversario se sacrificaba un perro, como castigo por no haber alertado a los soldados que dormían; y este acto era presidido por un ganso, como reconocimiento de ellos fueron verdaderos héroes.

 

           Sebastián de Covarrubias, autor del Tesoro de la lengua castellana o española (1611), al hablar de la palabra ganso, nos describe al animal y, recordando aquel hecho antiguo, dice que se lo considera «símbolo de la centinela que hace escolta, por ser de tan delicado oído». Poco más adelante, siguiendo con su descripción del ganso, nos da la pista de cuál sea el origen de la expresión que comentamos: «por alusión llamamos gansos a los pedagogos que crían algunos niños, porque cuando los sacan de casa para las escuelas, o para otra parte, los llevan delante de sí, como hace el ganso a sus pollos». Y los niños repiten lo que el ayo les dice.

            Aunque hay muchos autores que utilizan este modismo (Quevedo, Calderón, Tirso de Molina, Gracián…), ningún diccionario contemporáneo lo recoge, así como tampoco la acepción de ayo que le otorga Covarrubias. En 1734, el Diccionario de Autoridades dice que se llama ganso al ‘hombre alto y desvaído». Y tendrá que llegar el año 1803 para que un diccionario académico recoja la opinión de Covarrubias acerca de que ganso es ‘ayo o pedagogo de los niños’, aun avisando que es algo antiguo. Se trata, claro es, de un uso metafórico. El Diccionario fraseológico documentado del español actual (2004), acoge la expresión diciendo que significa ‘decir lo que otro ha sugerido’.

            La revista Rinconete, del Centro Virtual Cervantes, ahonda más en el análisis y amplía incluso su sentido: ‘expresarse sin ideas propias, repitiendo lo que otros han dicho o al dictado de intereses ocultos’. Ya no es, pues, cuestión de respeto o emulación de lo que otro ha dicho, sino que eso que se repite puede perseguir un objetivo peor, malintencionado. Incluso se señala que hablar por boca de ganso puede ser perfectamente equivalente a ser la voz de su amo, con lo que se insiste en la actitud servil de quien así habla.

            Me dice Zalabardo, y no le niego la razón, que en este tiempo que vivimos, nos encontramos, por desgracia, con muchas personas que, faltas de criterio válido y nulas para cualquier análisis, se limitan a repetir lo que han oído, o aún peor, a repetir los que se les ordena. Lo vemos en tertulias, en mítines, en púlpitos, en declaraciones altisonantes… Lo que más sorprende es que esos muchos que hablan por boca de ganso lo hacen refugiándose en una mal entendida libertad de expresión. Ignoran que no es realmente libre quien renuncia a tener un criterio propio y se aviene a ser vocero de lo que se le impone.

sábado, abril 01, 2023

HISTORIA DE PALABRAS: CÍNICO

 

No creo que haya nadie que tenga dudas cuando se habla de qué es el cinismo y quién es un cínico. En el DLE y cualquier otro diccionario lo leemos con claridad: ‘Dicho de una persona. Que actúa con falsedad o desvergüenza descarada’. ¿Pero cómo hemos llegado a eso? Hace unos días, José Luis Rodríguez Palomo y Javier López, buenos amigos, y yo visitamos la Vega de Mestanza, lugar señalado hace unos veinte años, cualquiera sabe por qué, para la construcción de la Estación Depuradora de Aguas Residuales de Málaga Norte. La construcción es necesaria porque la Unión Europea la viene exigiendo y Málaga es una de las provincias que más contamina. Lo que no queda tan claro es por qué se eligió este lugar, un vergel en el que se cultivan cítricos que se exportan a toda Europa, habiendo otros emplazamientos en los que el proyecto no solo era más viable, sino incluso más económico. La familia Mestanza ha luchado, y continúa luchando, por salvar lo que ha sido la vida de esta familia desde hace un siglo.

            Por allí han pasado políticos de todos los partidos ―blancos, verdes, amarillos o pardos― y, todos sin excepción, coinciden en la barbaridad que supone destrozar aquel vergel, que es el menos idóneo para la construcción de la depuradora y el que exige un mayor gasto. Todos han prometido a la familia Mestanza «hacer cuanto en su mano estuviera» para evitar el desaguisado. El día que estuvimos nosotros, coincidió que visitaron la zona miembros destacados del PSOE. Y repitieron las promesas que los Mestanza han escuchado de todas las bocas políticas. Sin embargo, al día siguiente, desde la Junta de Andalucía los tacharon de cínicos porque, dicen, el proyecto de ejecución de aquella obra y la elección del lugar se decidió cuando los socialistas regían la Junta.

            Zalabardo se ríe de la historia que cuento porque, me dice, nadie sale bien parado en ella, pues, pese a las muchas promesas y buenas palabras, nadie en estos veinte años ―ni blancos, ni verdes, ni amarillos ni pardos―, ha hecho nada por frenar lo que dicen considerar un gran error, pero cada día parece más imparable. A la vez, me pide que le aclare qué pretendo al comenzar el apunte de hoy con esta historia. Le contesto que no tengo otro interés que contar el origen y evolución de la palabra cínico.

Tengo que echar mano a mis recuerdos de cuando en el bachillerato había una asignatura llamada Historia de la Filosofía y le aclaro que, hacia mediados del siglo IV a.C. surgió una corriente filosófica a la que se conoció como escuela cínica, porque Antístenes, su creador y discípulo de Sócrates, comenzó a impartir sus enseñanzas en los locales del gimnasio conocido como Cinosargo, de kýon argós, que puede traducirse como ‘perro blanco’. Así pues, cínico tiene que ver con el sánscrito kwon, ‘perro’, raíz de la que se derivan también can, canalla, cinegética, ‘caza con perros’ o canícula, ‘época de más calor’. Esta última, en ocasiones, se utilizó para designar a la estrella Sirio, la principal de la constelación del Can Mayor y que se observa en el horizonte en los primeros días de agosto. Platón atribuye a Antístenes la tesis de que en todas las cosas está ya implícito lo que ha de ser su nombre, de modo que quien conoce su nombre es conocedor de la cosa. De ahí eso de lo que no tiene nombre no existe.


            El filósofo cínico quizá más conocido fue Diógenes, famoso, aparte de por otras muchas cosas, por la anécdota que lo unió a Alejandro Magno, a quien, después de que este se vanagloriara ante él de ser el más poderoso del mundo y ofrecerle cualquier cosa que le pidiera, respondió: «que te eches a un lado, pues me tapas el sol que me calienta». En esta anécdota se suele señalar el origen de otra expresión: hacer sombra a alguien, para indicar que minimiza los méritos de otros quien antepone los propios.

            ¿Pero qué ideas defendían estos filósofos? Los cínicos pretendían vivir de forma austera para poner en evidencia todo lo que consideraban vanidad humana. Enseñaban que la felicidad se logra si se vive acorde con la naturaleza y sin ambicionar riqueza ni posesión de ninguna clase, reduciendo sus necesidades al mínimo y se comparaban a sí mismos con los perros que se dejan guiar por su instinto sin aspirar a nada más. Así pues, cínico significó en los primeros tiempos ‘perteneciente a la escuela griega cuya doctrina preconiza el desprecio a las convenciones sociales y a la moral comúnmente admitida’. Voluntariamente aparecían en público desaseados y mal vestidos como forma de provocación para fustigar a aquellos cuyas conductas afeaban. Eso les atrajo la animadversión de quienes se sentían censurados y cínico comenzó a generalizarse como ‘desvergonzado’. En el siglo XVII, Covarrubias los define así en su Diccionario: Eran sucios porque de ninguna cosa se recataban, teniendo por lícito todo lo que es natural y que se podía ejecutar públicamente […], de todos decían mal, echando sus faltas en la calle. ¡Plega a Dios que no haya agora otros Menipos y Diógenes caninos!

            De esta y otras semejantes opiniones sobre estos filósofos, y por considerar que no pocos de ellos no ajustaban sus conductas a la conducta que predicaban, el concepto cínico fue modificándose y perdiendo su carácter crítico contra las malas costumbres para terminar significando lo que aún hoy se entiende: ‘que actúa con falsedad o desvergüenza descaradas’.