Rafael Cadenas, poeta venezolano flamante Premio Cervantes, decía el pasado día 24 en su discurso de aceptación del premio que «nuestra lengua anda muy maltrecha […] pero no puedo ahora señalar sus fallas en esta ocasión, porque son demasiadas». Javier Rodríguez Marcos, filólogo, publicaba dos días después un artículo, Toda cultura es crisis, en el que respondía que no es para tanto la cosa, que esa opinión la abonan quienes no tienen presente que, en todos los tiempos, la cultura ha sido una perpetua crisis o que olvidan que toda lengua surge como corrupción de otra anterior, como la nuestra del latín; sí es verdad que hoy, y las causas son muchas, se puede afirmar que esa revolución, esos cambios, se produce a un ritmo más acelerado. Opinando sobre aquello de que «todo tiempo pasado fue mejor», le cuento a Zalabardo que Machado mantenía que lo único indiscutible es que «todo tiempo pasado es anterior».
Cuando aparecen
en un debate opiniones de esta naturaleza, también me acuerdo de mi profesor y
maestro don Manuel Alvar. Con frecuencia nos repetía que nuestra
obligación como hablantes es, si no dejar a las generaciones futuras una lengua
mejor, procurar que al menos que no sea peor. El consejo, aun siendo acertado,
le digo a Zalabardo, no se contradice con dos realidades igualmente ciertas. Una,
que la lengua pertenece al pueblo y no a los especialistas que lo estudian; la
otra, que en no pocas ocasiones, la lengua camina por donde le parece aunque no
entendamos la razón. Leyendo el interesante libro Navegando por el cielo,
de Ana Capsir, me encuentro con un ejemplo que viene pintiparado para el
caso: ¿qué hace que palabras como mes y luna
podamos considerarlas equiparables e, incluso, sinónimas, en no pocos casos?
En sánscrito, men significa ‘medir’. Pero las culturas primitivas, observando el movimiento de la luna, descubrieron que era una excelente referencia para fijar los tiempos de cada cosa. Y tomaron sus ciclos como referencia para diseñar los calendarios, que en el origen fueron siempre lunares. La Luna medía las mareas, determinaba la fertilidad de las hembras, decidía los buenos momentos para las siembras, la puesta de las tortugas, el desove de los corales, influía sobre las conductas… Esta observación ayudó a establecer la noción de año, que venía compuesto por doce ciclos lunares. A cada uno de ellos, a cada unidad de medida, se le dio el nombre de mes.
Los calendarios lunares, que no son fijos, fueron también la base
que regía el momento de los cultos y los ritos de las culturas primitivas. En
el Peñón del Majuelo, de Valonsadero, en Soria, se encuentran unas pinturas
rupestres que los especialistas interpretan como un modo de representación de
la incidencia de la Luna sobre animales, hombres y cosechas. Tan
importante era aquel proceder que todavía hoy se conservan muchos ritos y
cultos religiosos que carecen de fecha fija porque se ajustan a este calendario
lunar. El Ramadán de los musulmanes tiene lugar en el noveno mes
lunar; y la Pascua cristiana, en nuestro hemisferio, se festeja
el primer domingo posterior a la luna llena que sigue al
equinoccio de primavera.
Esta estrecha relación entre la forma de medir el tiempo respetando los movimientos lunares hicieron que mes, el men indoeuropeo, acabase por ser también el nombre que designase a la Luna. Lo vemos en el alemán mond; en el inglés moon; en el danés måne; en el sueco manen… ¿Por qué, entonces, me pregunta Zalabardo, nosotros decimos Luna? La explicación es fácil. Atendiendo a que uno de los rasgos más notable de la Luna es su brillo, los griegos usaron σέλας (selas), que significa ‘resplandor’, para llamar Selene a la diosa de la Luna. De ahí que a una forma de ‘yeso cristalizado en láminas brillantes’ se le llame selenita, como a los hipotéticos habitantes de la Luna. Y que la selenografía sea el estudio y descripción de la Luna. O que selenosis sean las ‘manchitas blancas que con frecuencia aparecen en las uñas’; que a estas manchas se les llame también mentiras ha hecho pensar a algunos que mentir pueda provenir también de men, en su sentido de Luna, por su aparentemente errático movimiento.
Del mismo modo, es decir, atendiendo a una cualidad lunar, el
latín echó mano de otra raíz indoeuropea, leuk-, ‘luz,
esplendor’, de donde provienen lumbre, luminoso, lustre,
lucir, lunes…, y también Luna. Esa es
la razón de que en el ámbito románico tengamos el francés lune,
el portugués lua, el italiano luna o el rumano lună…
Las reacciones
que la Luna puede ocasionar, aparte de las claras influencias ya
mencionadas, ha alimentado leyendas y creencias múltiples. Como la de los
licántropos, los hombres lobos. Se remonta a una vieja leyenda que cuenta cómo
un lobo jugueteaba con la Luna, que se quedó enredada en las
ramas de un árbol; cuando y volvió a subir al cielo, el lobo la persiguió
aullando. Esa historia se trasladó a la creencia popular de que hay individuos
que, por efecto de la luna llena se convierten en lobos. O que se
llame lunáticos a los dementes que padecen crisis discontinuas
porque, lo decía ya Covarrubias, «con los cuartos de luna
alteran su accidente». Por fin, le digo a mi amigo, esta interrelación entre luna
y mes da lugar a metonimias curiosas como la que cita Ana
Capsir de que al periodo menstrual femenino se lo llame mes en
España y, en Francia, se lo llame lune.