viernes, abril 21, 2023

SOBRE LIBROS PROHIBIDOS (ANTE EL DÍA INTERNACIONAL DEL LIBRO)


Me intriga que se me acerque Zalabardo sonriendo. Al preguntarle el motivo, contesta que le parece ridículo que hayamos llegado a esta falta de fechas en el calendario para conmemorar días de… Fíjate, dice ya sin contener la risa, que, el pasado 9 de marzo se celebró el Día de la tortilla de patatas, o que hoy, día en que empiezo a escribir este apunte, es el Día Mundial de la marihuana. Lo de la tortilla de patatas se explica porque es el día de santa Juana, monja del siglo XV sobre la leyenda cuenta que socorría a los menesterosos que acudían a ella ofreciéndoles una tortilla. Lo otro, lo ignora.

            Hablamos de esas celebraciones insulsas. Sin embargo, le digo, algunas sí parecen necesarias. Por ejemplo, la del próximo 23 de abril, Día Internacional del Libro, por el valor incalculable que el libro tiene. Su lectura es motivo de placer, de evasión y entretenimiento, abre las puertas a mundos e ideas desconocidos, favorece el aprendizaje, despierta la curiosidad y aumenta los conocimientos, nos da compañía y combate el aburrimiento, activa la inspiración…; en suma, un libro nos hace más libres. Y tiene muchos enemigos.


            Saco a colación lo que Plinio el Joven contaba en una carta a su amigo Baebio Macro sobre su tío Plinio el Viejo, que solía decir que no existe ningún libro tan malo como para que de él no pueda sacarle algo provechoso. Desde aquella lejana época, la frase no ha dejado de repetirse. En España, tal vez fuese el autor del Lazarillo de Tormes (1554) el primero en hacerlo; en el prólogo se lee: «…podría ser que alguno que los lea halle algo que le agrade… Y a este propósito dice Plinio que no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena». En 1599, Mateo Alemán lo repite en la introducción a su Guzmán de Alfarache («…mas considerando no haber libro tan malo donde no se halle algo bueno…») Y Cervantes, en la segunda parte del Quijote (1615), pone el mismo juicio en boca del bachiller Sansón Carrasco (cap. III) y de un caballero llamado don Juan con el que se encuentran en una venta (cap. LIX).

            Tal vez por estas cualidades que he citado, podría aún citar más (por ejemplo, Annie Ernaux dice que «la literatura es el método clásico para salir del propio medio social», totalitarismos y dictaduras de todas las épocas los han mirado como un peligro y nunca han faltado quienes se empeñan no solo en prohibirlos, sino incluso en hacer desaparecer los que consideraban contrarios a una determinada corriente (social, política, religiosa…). Esa actitud era una forma de represión de disidentes.

 


           Por irme lejos, le cito a Zalabardo el caso de la quema de la biblioteca de Alejandría, a principios del siglo V, atribuido al fanatismo de Teófilo de Alejandría o de su discípulo Cirilo, para acabar con las ideas contrarias al cristianismo. En el Concilio de Trento (siglo XVI) se decidió elaborar el Índice de Libros Prohibidos, que recogía qué lecturas debía rehuir cualquier creyente católico; este Índice estuvo vigente hasta que el papa Pablo VI, en 1966, lo abolió. En mis años de bachillerato, Lecturas buenas y malas, del jesuita Antonio Garmendia de Otaola, servía de referencia en el instituto de mi pueblo, Osuna, para determinar qué nos estaba permitido leer y qué no. Ese volumen impidió que yo pudiera sacar de la biblioteca libros de Baroja y de Leopoldo Alas. En 1953, Ray Bradbury publicó su distopía Fahrenheit 451, en la que mostraba una sociedad que prohibía la lectura y en la que la misión principal del cuerpo de bomberos no era sofocar fuegos, sino quemar bibliotecas.

            Me pasa como a Borges, que era capaz de imaginar un mundo sin pájaros o sin agua, pero no sin libros. Sin embargo, abundan los enemigos de los libros y la censura sigue muy viva. Le cuento a Zalabardo una experiencia personal: a una persona amiga, y perteneciente a una congregación religiosa, pedí opinión acerca de Jesús. Una aproximación histórica, del teólogo vasco José Antonio Pagola, que tenía intención de leer. Tras enumerarme los «numerosos defectos» del libro, me respondió sin ninguna clase de rubor que «no lo había leído, porque en su congregación lo ‘habían desaconsejado’ a sus miembros». ¿Puede alguien opinar, y negativamente, de algo que desconoce?

 


           Pero hay más. En nuestros días se está extendiendo con fuerza inusitada un movimiento censor de libros que cuesta trabajo imaginar. En las bibliotecas de Estados Unidos circula una lista de unos 1600 de libros que no pueden ser leídos. Entre ellos, Matar a un ruiseñor, El señor de las moscas o Un mundo feliz. Hay colegios a cuyos alumnos se impide la lectura de determinadas novelas o se les ofrecen en ediciones «edulcoradas», expurgadas de párrafos y páginas enteras o con palabras sustituidas por otras. El último caso, que yo sepa, es el de Roald Dahl, autor de novelas para niños como James y el melocotón gigante o Charlie y la fábrica de chocolate. Me parece inconcebible que las novelas de una autora que llenó de placer muchas horas de mis años jóvenes, Agatha Christie, se vean sometidas igualmente al castigo de alterar los relatos protagonizados por Hércules Poirot o la señorita Marple. Que se hagan «reescrituras políticamente correctas» de los cuentos infantiles tradicionales. Que se envíe al ostracismo a autores como Joseph Conrad o Rudyard Kipling, a los que se acusa de ser supremacistas. Que, abiertamente, se prohíba una biografía de la cantante cubana Celia Cruz o de las hermanas tenistas Serena y Venus Williams. Y todo, apenas si es la razón que se esgrime, en «defensa de las sensibilidades más modernas»

            Las quejas no acabarían. ¿Debemos, pues, callar ante la prohibición o mutilación de un libro? ¿No sería renunciar a nuestra libertad? Le digo a Zalabardo que no necesito de un cursi Día de los enamorados para expresar mi cariño a las personas que quiero; que no necesito un Día del padre o de la madre para acordarme de ellos. Que no quiero un Día de la tortilla de patatas, ni de la zanahoria morada. Que me sobran muchos días estúpidos. Pero que, por ninguna razón, renunciaría a un Día del Libro, porque los libros militan entre las pocas cosas que aún fomentan nuestras ansias de libertad.


2 comentarios:

Pedro RB dijo...

¡Ni mil quinientas palabras más!

siroco-encuentrosyamistad dijo...

Imprescindibles como el oxígeno, el nitrógeno y los gases nobles.