domingo, octubre 26, 2014

LOS REPARTÍOS DE OSUNA



            Que Osuna es un pueblo de cine no lo voy a negar yo, con el revuelo organizado con motivo del rodaje en parajes del municipio de episodios de la serie televisiva Juego de tronos. Primero, porque allí nací y a él están ligados los mejores recuerdos de mi niñez y adolescencia. Aunque son muchos los años que falto de Osuna, podría asumir las palabras de Juan Ramón respecto a Moguer: Recuerdo que, cuando niño, / me parecía mi pueblo / una blanca maravilla, un mundo mágico, inmenso. Segundo, porque si miramos el diccionario leemos que algo es de cine cuando ‘por su riqueza, belleza o lujo, parece más propio de la ficción cinematográfica que de la realidad’. Y la ilusión que llevaba a Juan Ramón a ver las casas de su pueblo como palacios y sus templos como catedrales es realidad incontestable en el mío. Osuna no es un simple decorado de cine; por algo ha captado no solo el interés de los realizadores de Juego de tronos, sino que  sus calles han acogido el rodaje de otras películas y cautivan a quienes las visitan.
            Pero, pese a ello, no puedo evitar recordar las palabras de Joseph Conrad en Lord Jim: Es extraordinario cómo pasamos por la vida  con los ojos semicerrados, los oídos sordos y los pensamientos dormidos. La frase continúa afirmando que tal vez sea mejor así, pues ese aturdimiento puede hacer la vida más soportable para muchos.

            Zalabardo y yo, que paseamos y callejeamos continuamente, procuramos no fundamentar nuestra visión de la vida en citas sino en lo que apreciamos a nuestro alrededor. Y vemos muchas cosas que no nos gustan, aunque a otros (en especial a los políticos) se les llene la boca diciendo que ya estamos saliendo de la crisis. ¿Quién?, nos preguntamos nosotros.
            Ya digo que hace mucho que salí de mi pueblo, de Osuna. Y el recuerdo que guardo es una mezcolanza de luces y sombras. Un pueblo que tuvo (que nadie coja los datos como incontestables, porque no los he comprobado) cerca de 30000 habitantes, no llegará hoy a 18000. Recuerdo a mi pueblo como un lugar de impresionante fachada (colegiata, universidad, palacios de imponente arquitectura, bellos rincones, restos de un pasado histórico insigne), pero con una sociedad injustamente estructurada: bastante riqueza concentrada en pocas manos y muchas familias dependiendo de las faenas estacionales en el campo y sometidas al capricho de los elementos: la lluvia, el pedrisco, la helada, el sol cegador, la sequía... La zozobra de estos campesinos andaluces la expresó bien Antonio Machado en Poema de un día (meditaciones rurales): En otro tiempo… Llovía / también cuando Dios quería.  Un pueblo que tuvo que ver cómo muchos de sus hijos habían de emigrar hacia Cataluña, País Vasco, Francia, Suiza… Solo algunos regresaron. Si miro estadísticas, me duele ver cómo otros pueblos de la comarca han sabido crecer mientras el mío parece estancado.
            Cuando ahora Zalabardo y yo contemplamos en muchas ciudades las precarias instalaciones de Los Ángeles de la Noche, que dan comida a los que no la tienen, los locales de asociaciones humanitarias ante cuyas puertas hacen colas los desfavorecidos que esperan recibir un kilo de garbanzos, o de arroz, o un cartón de leche; cuando vemos gente que rebusca en los contenedores de la basura, rememoramos tiempos que nunca creímos que pudieran volver. Los dos somos de una época posterior a la guerra civil en la que lo peor había pasado; pero, aun así, todavía conocimos las cartillas de racionamiento y los cupones de suministros, la escasez de productos básicos y la imposibilidad de bastantes para conseguir el pan, el aceite o el azúcar nuestros de cada día.

            Y cuando en estos días pasados los periódicos hablaban del proceso para seleccionar a los participantes en la serie televisiva, o sea del reparto de secundarios, a mí se me apareció una palabra parecida, repartido, o, como se decía con nuestra fonética andaluza, repartío. Porque, de pequeño, a mis oídos llegaba con frecuencia esta frase: pasas más hambre que los repartíos de Osuna. Siempre tuve curiosidad por conocer el origen de la expresión, que no hallaba en ninguna colección de refranes, proverbios o modismos. Pero, como tantas veces, las respuestas las tenemos cerca y no las vemos y hay personas a las que puedes acudir en solicitud de ayuda y no reparas en ello.
            Una de esas personas es José Manuel Ramírez Olid, paisano, compañero de instituto, amigo (por encima de todo), historiador y buen conocedor del pasado de nuestro pueblo, pues no en vano su tesis doctoral desarrolló el tema Osuna durante la Restauración (1875-1931). Ahí se encuentra la explicación del dicho que a mí me intrigaba. En respuesta a una consulta que le envié, me ha abierto los ojos. Resumo su explicación: En el siglo xix, como consecuencia de las lluvias, unas veces, o de las sequías, otras, hubo bastantes crisis de subsistencia. Los jornaleros en paro, para mantener a sus familias, se daban a actividades paralelas: hacer pleita, cisco, aljofifas de pita (palabras, y productos, que se van perdiendo si no se han perdido ya) recoger frutos silvestres (acerolas, madroños, majoletos…)

            Si la situación se hacía insostenible, el Ayuntamiento, en busca de una solución, convocaba un cabildo extraordinario al que acudían también los mayores contribuyentes (estos a regañadientes, reacios a colaborar). Con los escasos recursos municipales se organizaban peonadas para arreglo de calles y caminos, en espera de auxilios del Gobierno Civil, que nunca llegaban. Si la crisis perduraba, el Ayuntamiento se comprometía a repartir un rancho, para lo que concertaba préstamos con los propietarios o bien les pedía dinero como adelanto de los impuestos. Si todo ello no era suficiente, se imponía por decreto que los mayores contribuyentes se repartieran a los jornaleros en paro y los mantuvieran hasta que llegasen tiempos mejores. No debe extrañar la poca predisposición de los propietarios a asumir tal medida; y como la cumplían procurando el mayor ahorro posible, se hacía preciso aumentar la dotación de fuerzas de la guardia civil en prevención de desórdenes.
            De este reparto surgió el término repartido o repartío. Aquellos pobres jornaleros, paisanos míos, eran los hambrientos repartíos de Osuna. Ahora, el Ayuntamiento quiere obtener provecho del tirón turístico que puede suponer el rodaje de Juego de tronos. ¿No hay otras formas menos efímeras para sacar al pueblo hacia adelante y para superar la crisis con más firmeza, sin fiarse de unos recursos fáciles que no son sino pan para hoy y hambre para mañana? Pero me temo, le confieso a Zalabardo, que, aun sin haber leído a Conrad, todavía hay muchos que siguen acogiéndose a sus palabras: cierran ojos y oídos y adormecen los pensamientos. Piensan que así pueden acallar las conciencias.


domingo, octubre 19, 2014

TE QUIERO VERDE (DEFENSA DE LOS VIEJOS VERDES)



            Transcurría el año 1968. Era mi último curso en la Universidad de Granada. Un profesor (de quien, por respeto, callo el nombre) nos había encargado la realización de un trabajo sobre un autor español que podíamos elegir con plena libertad. Yo elegí a Valle-Inclán, por quien sentía honda admiración Y recuerdo que Miguel García-Posada eligió trabajar sobre García Lorca. Ya entonces nos admiraban su profundo conocimiento y la pasión que ponía al hablar del poeta granadino. Cuando nos devolvieron, ya revisados, los trabajos, el profesor, que tenía fama de apropiarse de estudios de alumnos aventajados para reelaborarlos y publicarlos como propios, le dijo: “Miguel, ha hecho usted un trabajo magnífico; ¿le importaría que lo conservara como recuerdo?” En medio de la sorpresa general, García-Posada, con esa característica seriedad que mostraba casi siempre, respondió: “Claro que me importa. Si ese trabajo se publica alguna vez, será bajo mi nombre”. No sé si esas fueron sus palabras exactas, pero si, por casualidad, algún compañero de entonces me lee, podrá ratificar la anécdota.
            En uno de los apartados de mi trabajo, hablando sobre el color en el teatro de Valle-Inclán, con la osadía (y, en aquel caso, insensatez) propias de la juventud, negaba la validez de cualquier teoría sobre la simbología de los colores; no obstante, me lanzaba a demostrar la evolución del cromatismo en el teatro de Valle desde sus inicios hasta las últimas muestras del esperpento. Que los tonos claros del comienzo, en especial el azul y celeste, se iban tornando oscuros, sombríos, desembocando finalmente en un triunfo del negro. E incluso hacía una interpretación de tal hecho.
            ¿Habrá algún romance lorquiano que haya dado más ocasiones para comentar que el Romance sonámbulo, que comienza Verde que te quiero verde. / Verde viento, verdes ramas…? Todo en él nos atrae hacia el misterioso atractivo de la tragedia que nos narra. ¿Cuántas interpretaciones se habrán hecho de esos verde viento, pelo verde, carne verde, verdes ramas…?
            Zalabardo me dice que ya ha entendido que el apunte de hoy va de colores. Y yo le aclaro que, más concretamente, de cómo el significado que en una época se le da a un determinado color puede variar hasta otro muy diferente (muchas veces he hablado de la evolución del lenguaje y muchas de los cambios semánticos) y que una expresión a la que en un momento se le otorga un valor encomiástico y positivo pudiera llegar a sentirse como peyorativa. En ese momento le pregunto: “¿Te gustaría que te tildaran de ser un viejo verde?” “Hombre, la verdad es que no me gustaría”, me responde. “Pues bien”, termino yo, “hace siglos nos hubiese halagado que se dijera eso de nosotros”.
            Y es que hubo un tiempo en que verde se aplicaba a todo aquello que conservaba su lozanía. Dicho de una persona mayor, suponía un elogio, ya que significaba que, pese a la edad, se conservaba el vigor de los años mozos. No hay más que consultar diccionarios clásicos (españoles o bilingües) para comprobar lo que digo.
            Covarrubias (1611): ‘Estarse uno verde, no dejar la lozanía de mozo habiendo entrado en edad’. Lorenzo Franciosini (1620): ‘Estarse uno verde. Mantenersi uno tuttavia giovane, e con medesimi gusti di prima’ (Mantenerse joven, con las mismas aficiones de antes). Baltasar Henríquez (1679): ‘Está verde el viejo. Senex viridis est, viriditatis servat, repuerascit’ (El viejo está verde, conserva la fortaleza, vuelve a ser niño). John Stevens (1706): ‘Estarse uno verde. To continue youthful’. (Continuar joven). 

            Como vemos, ni en español ni en los otros idiomas citados, se observa matiz reprobatorio. Sin embargo, ya en el diccionario de Esteban de Terreros y Pando (1787) algo comienza a cambiar: ‘Verde vejez. Fr. Verte vieillese, saine, robuste’ (Verde vejez, sana, robusta). Lat. Senectus valida (Ancianidad saludable). En Cast. se suele usar también por vejez liviana, de poco juicio o asiento’. O sea, que frente a la elogiosa valoración que en todo nuestro entorno se hace del viejo verde, aquí notamos que empieza a no verse bien.
            ¿Y los diccionarios académicos? La primera vez que encuentro este cambio de tendencia es en el Diccionario de Autoridades (vol. vi, 1739): ‘Verde. Lo que está en su vigor, como opuesto a lo seco y marchito.[…] Viejo verde. Llaman al que mantiene o ejecuta modales y acciones de joven, impropias de su edad’. Y en el Diccionario usual, ya en 1837, en el lema verde, se puede leer: El que conserva inclinaciones o costumbres impropias de su edad o estado; como viejo verde, viuda verde’. El tono, ya, es claramente de censura.
            Pero hay algo más. Si atendemos a las expresiones chistes verdes, cuentos verdes, etc., nos llevamos una sorpresa, pues hasta 1852 no encontramos en el diccionario académico que verde pueda significar ‘libre, inmodesto, obsceno; se aplica a cuentos, escritos, poesías, etc.’ "¿Y cómo se llamaba antes a esos chistes y expresiones?", me pregunta Zalabardo. Pues colorados. Gonzalo de Correas, en su Vocabulario de refranes, de 1627, recoge: ‘Cantares y cuentos colorados (los deshonestos)’. En el Diccionario de Autoridades (vol. ii, 1729) leemos: ‘Palabras coloradas.  Son las deshonestas e impuras que se mezclan en la conversación por vía de chanza’. Y así se mantiene hasta que en la edición del usual de 1927 leemos: Colorado […] verde, libre, obsceno’. Y lo que se había venido llamando colorado, pasó a llamarse verde.
            ¿Por qué esos cambios? Pienso, le digo a Zalabardo (y es una suposición quizá osada) que todo se debe a la mojigatería de una época oscurantista en que no se aceptaba que una persona de años fuese otra cosa que un ser decrépito a quien no se le daba más esperanza que la de aguardar la muerte. Y si un viejo verde era alguien reprensible, todas aquellas expresiones igualmente reprobables deberían ser verdes en lugar de coloradas. Si hay mejor interpretación, no me costaría aceptarla.
            En fin, por lo menos disfrutemos de esta bella versión del Romance sonámbulo interpretada por Manzanita y Ana Belén. Yo hubiese preferido la de Manzanita y Raimundo Fagner, pero no he sido capaz de subirla aquí. Como me dice José Francisco, son misterios de Internet. De todas formas, os recomiendo que escuchéis esta última en YouTube.

sábado, octubre 11, 2014

¿QUÉ CRITERIOS GUÍAN AL DRAE?




           ¿No te ha sucedido nunca, pregunto a Zalabardo, que algo atrae tu atención al mismo tiempo que a otras personas aunque desde ópticas diferentes? Esa sensación he tenido al leer un artículo de Álex Grijelmo, Palabras en busca de diccionario, escrito con ocasión de la inminente aparición de la última edición del DRAE. Lo de las ópticas opuestas va porque él plantea la situación de muchas palabras que, dotadas de un uso más o menos extendido, carecen, sin embargo, de entrada en la obra académica, mientras que yo pensaba en otras que, estando, quizá deberían ir planteándose dejar su lugar. Grijelmo, al denunciar a quienes sostienen que tal o cual palabra no existe solo porque no está en el diccionario, escribe algo que nos debería hacer pensar: El Diccionario no debe ser la única referencia para criticar el empleo concreto de una palabra. También se ha de analizar si las personas a quienes nos dirigimos la entenderán o no.
            La denuncia-queja de Álex Grijelmo la amplío yo manifestando que el Diccionario, si bien no debe acoger indiscriminadamente cualquier palabra sin que cumpla unos determinados requisitos (y esto sería tema para otro apunte), tampoco debe ser el baúl en que se apilan todos los trastos inservibles (entendamos aquí palabras) con los que ya no sabemos qué hacer.
            Ante la publicación inminente del Diccionario académico, Grijelmo, se pregunta por unos términos que, teniendo realidad innegable, no entran en la obra de la Academia, como si fueran hijos no deseados. De las que cita (cotolengo, vallenato, viejuno…) me centraré solo en una: estaribel. Cierto que no es palabra de las de andar por casa, vamos que no es un selfie o cualquiera de esas barbaridades que hoy nos atosigan. Cierto que no aparece en ninguno de los diccionarios académicos y, por tanto, sería uno de esos vocablos que algunos espabilados sostienen que no existe.
            Sin embargo, es portadora de un nada despreciable grupo de valedores que la hacen digna de ser tenida en cuenta. La encuentro en el Diccionario del Español Actual de Manuel Seco (1999) y en el Diccionario de argot español de Víctor León (1980). Y consultando el CREA (Corpus de Referencia del Español Actual) y el CORDE (Corpus Diacrónico del Español) veo que ha sido utilizada por Valle-Inclán, Pérez Galdós, Luis Mateo Díez, Rafael Dieste o Juan Madrid, por no hablar de sus usos orales. En otros lugares, hallo que también se han servido de ella el dramaturgo Alfonso Sastre o el periodista Alfredo Relaño. Y, como final, hay cinco personas, cuyos nombres ignoro aunque se podrían encontrar, que la proponían en una encuesta que hace unos años surgió en Internet bajo el nombre Apadrina a una palabra.

            ¿Tiene algún pecado esta palabra para ser despreciada por el DRAE? Creo que no. Si acaso, la envuelve un pequeño misterio: su significado. Lo digo porque su origen es caló y su documentación más antigua la encuentro en el Vocabulario del dialecto jitano que, en 1846, publicó en Sevilla D. Augusto Jiménez, aunque con ortografía diferente, estarivé. Allí se dice que significa ‘cárcel’. Sin embargo, con el tiempo ha ido siendo usada como ‘confusión’, ‘estantería’, ‘cómoda con cajones’ e, incluso, ‘tinglado’. De hecho, en Madrid existe una tienda especializada en labores que se llama, precisamente, Estaribel, lo que abunda en ese significado de ‘lugar para guardar o exponer algo’. ¿Razón de este desplazamiento significativo? La ignoro.
            Pero decía al principio que, ante la aparición del DRAE, mi interés se dirigió hacia aquellas palabras que siguen campeando por sus páginas sin que nos expliquemos el porqué. Siempre que he tenido oportunidad, he dejado clara mi postura de que el DRAE debiera ser sometido a una revisión a fondo, sin prisas pero sin pausas. He criticado que lance ediciones, actualizaciones, tras periodos tan breves, y ponía el ejemplo contrario, el del Diccionario francés. Motivo: en un idioma, en cualquier idioma, los cambios se producen con lentitud (rara vez sucede lo contrario) y es preciso que pase un dilatado tiempo para que una palabra, un giro, un cambio ortográfico, sintáctico o de cualquier naturaleza se asiente. La Academia no debe tener la prisa, pese a las presiones, que a veces parece sufrir. Y esta prisa molesta más si, con frecuencia, va acompañada, paradójicamente, de un sorprendente inmovilismo en otros aspectos. Grijelmo defiende palabras a las que no se da cobijo. Yo, en cambio, me admiro de que permanezcan otras que nadie usa.
            Como Zalabardo me solicita que vaya al grano, dejemos la corteza, en el meollo entremos, que dijo Gonzalo de Berceo. El DRAE recoge una serie de palabras, que cataloga como anticuadas, que no han sido documentadas después de 1500, es decir, hace más que quinientos años. Y otras, llamadas desusadas, cuya última documentación es anterior a 1900.
            Zalabardo ha podido comprobar que me he tomado el trabajo de ver cuántas palabras anticuadas siguen apareciendo. Su número se aproxima a 4000. Es decir, cuatro mil palabras no utilizadas con posterioridad al año 1500. Si cuento solo las que empiezan por a, el número ronda las 480. 

            No se me pasa que hay palabras que son muy antiguas y que han ido evolucionando y hoy se emplean con otro valor. Por ejemplo, el verbo adobar (que comenzó a utilizarse en el siglo xii) goza de plena vigencia, aunque ya nadie lo emplee con el valor con que, por ejemplo, aparece en el Poema del Cid. Lo mismo podría decir de otras muchas. Nada tengo contra ellas; ya digo que el lenguaje evoluciona y cambia y eso es inevitable. ¿Pero quién emplea hoy abés, adeliñar, adieso, adutaque, afacer, afiblar, ahé, alhanía o alier, y corto la relación por no seguir? El CREA y el CORDE nos dan noticia de que ahé, ‘helo ahí’ fue una vez utilizada por Blas de Otero en 1958 y alhanía, ‘dormitorio o alacena’, otra por Salvador González Anaya en 1929. Pero eso no permite a nadie negar que ambas, y las demás, son auténticos fósiles, recipientes vacíos de contenido para el hablante de hoy.
            ¿No podría la Academia proceder a una tarea de desbroce el DRAE y sacar estos términos en lugar abrir los brazos tan sin sonrojo a short, footing o jogging y tantos otros de la misma calaña? El DRAE no debe pretender ser un club exclusivista; pero  tampoco la casa de Tócame Roque. Las palabras que ya no tienen cabida en el uso, sea común o culto, podrían, y deberían, pasar a otros tipos de diccionarios. No por ello dejarían de estar al servicio de los hablantes. Internet nos ofrece hoy múltiples facilidades para ello y no hay que desaprovecharlas.

domingo, octubre 05, 2014

DICTADOS Y COPIADOS




           Cuando el tiempo se nos convierte en algo que deseamos no perder, porque somos conscientes de que ya nos va quedando menos, deben evitarse esas que llamamos horas muertas. Un solo minuto que pasemos desocupados significa tirar a la basura una fracción de tiempo que, a estas alturas, pudiera sernos fundamental. No importa en qué se ocupe. Zalabardo y yo procuramos no estar ociosos y, si no tenemos otra cosa que hacer, hablamos de cuanto nos interesa y preocupa. Hablar permite no solo poner en orden las ideas sino que ayuda a repasar toda la vida anterior, pues siempre hay algo de lo que arrepentirse e intentar procurar su reparación.
            Hace unos días recordábamos tiempos ya lejanos, cuando éramos escolares y se nos sometía a una interminable serie de ejercicios de copiado de textos, de lecturas en voz alta, de dictados, o de exposiciones y exámenes orales (de la lección del día o de cualquier otro tema). Pasados los años (no niego lo que este factor puede distorsionar el valor concedido a lo pretérito) coincidimos en que cuanto juzgábamos tediosa repetición tenía un fin: afirmar el estilo personal observando el de quienes, por prestigio y calidad, se nos proponía de modelo, reforzar el conocimiento del ritmo y musicalidad del lenguaje, remediar nuestras dudas en cuestiones de ortografía, perder el miedo a los auditorios y formar nuestra capacidad de comunicar a otros nuestras ideas. En fin, fijar en nuestras mentes lo que se consideraba que debía saberse para hablar y escribir con corrección. Parece que ese sistema ya no se estila. ¿Es mejor lo de ahora? ¿Era mejor aquello? La verdad es que no lo tengo seguro, le confieso a mi amigo. Lo que sí defendemos es que aquello que aprendíamos, lo aprendíamos para siempre. ¿Que en aquel magma se colaba bastante paja entre el trigo? También pudiera ser. Pero no olvidemos que la memoria es selectiva y desecha lo que no interesa. Y lo que decimos del aprendizaje de la lengua pudiera ser válido para el de otras materias.

           La conversación nacía de la impresión que tenemos (repito, podemos estar engañados por la lejanía de la perspectiva) sobre el hecho de que hoy, en cuestiones de competencia lingüística al menos, los niveles son bastante bajos. Un ejemplo muy simple: entonces, era muy raro que un alumno de bachillerato incurriese en faltas de ortografía; hoy, se discute cómo debe gravar la ortografía la nota en las pruebas de acceso a la Universidad y no es nada oculto la queja de los profesores universitarios sobre las deficiencias expresivas de sus alumnos (yo diría que es un mal que afecta también a no pocos profesores). Y no quiero ni analizar las palabras que algunos emiten sin rubor: “Si tuviera que atender a la ortografía de mis alumnos, no aprobaría a ninguno”.
            La cuestión es que hoy contamos como nunca con medios que nos auxilian a la hora de solventar cualquier duda (una magna y cuidada Gramática que recoge cuanto puede recogerse en torno al estado nuestra lengua, una Ortografía de la que se puede decir casi lo mismo, un Diccionario Panhispánico de Dudas bastante claro en sus planteamientos y toda clase de diccionarios en línea, plataformas y páginas en Internet que se prestan a contestar nuestras consultas, por ejemplo, la para mí ejemplar Fundéu.
            Y sin embargo… Sin embargo, no ya la gente común (que se pudiera entender), sino los medios de comunicación, que siempre han sido faro y guía para esta gente, patinan una y otra vez cometiendo tropelías que no deberían tener lugar y que serían fáciles de subsanar si atendiésemos a los instrumentos que menciono.
            En la edición digital del diario SUR, de aquí de Málaga, aparecía el otro día un artículo sobre un conflicto concreto entre Caballero Bonald y Camilo J. Cela. El problema es lo de menos; lo grave es la composición del texto. En portada se escribía el premio novel; ya en el interior, en la entradilla se escribía el premio nobel; por fin, en el desarrollo del texto, se escribía el premio Nobel. ¡Tres formas distintas para lo mismo! Se confunde Nobel (un premio) con novel, adjetivo que significa ‘principiante, inexperto’: se manifiesta el desconocimiento de que el nombre de un premio (Nobel, Cervantes, Ondas, etc.) se escribe con mayúscula y es invariable, pero que si dicha palabra funciona como nombre común (asistieron a la reunión varios nobeles) se escribirá con minúscula y admitirá plural. Pocos días después, en el mismo medio, nos encontramos, en un único artículo, Magestad, Angel (sin tilde), Nacional Geographic (por National Geographic), absoluto desorden en el uso de la coma. En fin, un desastre.

           Casi en las mismas fechas, presenciando por televisión un partido de fútbol tuvimos que soportar que un locutor dijera sobre un determinado jugador: recupera el balón y se dispone a circularlo. Y alguien tan fiable y admirado, al menos para mí, como Juan Cruz, en su blog Mira que te lo tengo dicho escribía: Es frecuente recurrir a escritores o a otros artistas para […] preguntarles [en lugar de por su obra] por lo que piensan de la mar y de los peces, a veces con la intención de incurrirlos en polémicas y controversias que poco tienen que ver con sus oficios. ¿Habrá que explicar a personas que viven de la pluma y la palabra, a personas a las que oyen y leen otras muchas personas, qué es un verbo transitivo o un verbo intransitivo? Evito hacer exposiciones teóricas que están al alcance de quien las quiera o necesite. Digamos solo que un tren circula, pero yo no puedo circular un tren. Del mismo modo que alguien puede incurrir en un error, aunque yo no puedo incurrir a nadie en nada.
            No deseo, le digo a Zalabardo, poner a nadie en la picota. Los errores no los cometen siempre ignorantes; también incurren en ellos quienes menos esperamos. Por eso me limito a denunciar la relajación con que hoy solemos manejar el lenguaje. Y sálvese quien pueda, pues nunca debe olvidarse aquello de que la primera piedra sea lanzada por quien se halle libre de culpa o de que es fácil ver la paja en el ojo ajeno olvidando la viga que hay en el propio.