Hace unos días recordábamos tiempos
ya lejanos, cuando éramos escolares y se nos sometía a una interminable serie
de ejercicios de copiado de textos, de lecturas en voz alta, de dictados, o de
exposiciones y exámenes orales (de la lección del día o de cualquier otro tema).
Pasados los años (no niego lo que este factor puede distorsionar el valor concedido
a lo pretérito) coincidimos en que cuanto juzgábamos tediosa repetición tenía
un fin: afirmar el estilo personal observando el de quienes, por prestigio y
calidad, se nos proponía de modelo, reforzar el conocimiento del ritmo y
musicalidad del lenguaje, remediar nuestras dudas en cuestiones de ortografía,
perder el miedo a los auditorios y formar nuestra capacidad de comunicar a
otros nuestras ideas. En fin, fijar en nuestras mentes lo que se consideraba
que debía saberse para hablar y escribir con corrección. Parece que ese sistema
ya no se estila. ¿Es mejor lo de ahora? ¿Era mejor aquello? La verdad es que no
lo tengo seguro, le confieso a mi amigo. Lo que sí defendemos es que aquello
que aprendíamos, lo aprendíamos para siempre. ¿Que en aquel magma se colaba bastante
paja entre el trigo? También pudiera ser. Pero no olvidemos que la memoria es
selectiva y desecha lo que no interesa. Y lo que decimos del aprendizaje de la
lengua pudiera ser válido para el de otras materias.
La cuestión es que hoy contamos como
nunca con medios que nos auxilian a la hora de solventar cualquier duda (una
magna y cuidada Gramática que recoge cuanto puede recogerse en torno al estado
nuestra lengua, una Ortografía de la que se puede decir casi lo mismo, un Diccionario
Panhispánico de Dudas bastante claro en sus planteamientos y toda clase
de diccionarios en línea, plataformas y páginas en Internet que se prestan a
contestar nuestras consultas, por ejemplo, la para mí ejemplar Fundéu.
Y sin embargo… Sin embargo, no ya la
gente común (que se pudiera entender), sino los medios de comunicación, que siempre
han sido faro y guía para esta gente, patinan una y otra vez cometiendo
tropelías que no deberían tener lugar y que serían fáciles de subsanar si atendiésemos
a los instrumentos que menciono.
En la edición digital del diario SUR,
de aquí de Málaga, aparecía el otro día un artículo sobre un conflicto concreto
entre Caballero Bonald y Camilo J. Cela. El problema es lo de
menos; lo grave es la composición del texto. En portada se escribía el premio
novel; ya en el interior, en la entradilla se escribía el premio
nobel; por fin, en el desarrollo del texto, se escribía el
premio Nobel. ¡Tres formas distintas para lo mismo! Se confunde Nobel
(un premio) con novel, adjetivo que significa ‘principiante, inexperto’: se manifiesta
el desconocimiento de que el nombre de un premio (Nobel, Cervantes,
Ondas,
etc.) se escribe con mayúscula y es invariable, pero que si dicha palabra funciona
como nombre común (asistieron a la
reunión varios nobeles) se
escribirá con minúscula y admitirá plural. Pocos días después, en el mismo
medio, nos encontramos, en un único artículo, Magestad, Angel
(sin tilde), Nacional Geographic (por National Geographic), absoluto
desorden en el uso de la coma. En fin, un desastre.
No deseo, le digo a Zalabardo, poner
a nadie en la picota. Los errores no los cometen siempre ignorantes; también
incurren en ellos quienes menos esperamos. Por eso me limito a denunciar la
relajación con que hoy solemos manejar el lenguaje. Y sálvese quien pueda, pues
nunca debe olvidarse aquello de que la primera piedra sea lanzada por quien se
halle libre de culpa o de que es fácil ver la paja en el ojo ajeno olvidando la
viga que hay en el propio.
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