La denuncia-queja de Álex Grijelmo la amplío yo manifestando
que el Diccionario, si bien no debe acoger indiscriminadamente
cualquier palabra sin que cumpla unos determinados requisitos (y esto sería
tema para otro apunte), tampoco debe ser el baúl en que se apilan todos los
trastos inservibles (entendamos aquí palabras) con los que ya no sabemos qué
hacer.
Ante la publicación inminente del Diccionario
académico, Grijelmo, se pregunta por
unos términos que, teniendo realidad innegable, no entran en la obra de la Academia, como si fueran hijos no
deseados. De las que cita (cotolengo, vallenato, viejuno…)
me centraré solo en una: estaribel. Cierto que no es palabra
de las de andar por casa, vamos que no es un selfie o cualquiera de
esas barbaridades que hoy nos atosigan. Cierto que no aparece en ninguno de los
diccionarios académicos y, por tanto, sería uno de esos vocablos que algunos
espabilados sostienen que no existe.
Sin embargo, es portadora de un nada
despreciable grupo de valedores que la hacen digna de ser tenida en cuenta. La
encuentro en el Diccionario del Español Actual de Manuel Seco (1999) y en el Diccionario de argot español de Víctor León (1980). Y consultando el CREA
(Corpus de Referencia del Español Actual) y el CORDE (Corpus Diacrónico
del Español) veo que ha sido utilizada por Valle-Inclán,
Pérez Galdós, Luis Mateo Díez, Rafael
Dieste o Juan Madrid, por no
hablar de sus usos orales. En otros lugares, hallo que también se han servido
de ella el dramaturgo Alfonso Sastre
o el periodista Alfredo Relaño. Y,
como final, hay cinco personas, cuyos nombres ignoro aunque se podrían encontrar,
que la proponían en una encuesta que hace unos años surgió en Internet bajo el
nombre Apadrina a una palabra.
¿Tiene algún pecado esta palabra
para ser despreciada por el DRAE? Creo que no. Si acaso, la
envuelve un pequeño misterio: su significado. Lo digo porque su origen es caló
y su documentación más antigua la encuentro en el Vocabulario del dialecto jitano
que, en 1846, publicó en Sevilla D. Augusto
Jiménez, aunque con ortografía diferente, estarivé. Allí se dice
que significa ‘cárcel’. Sin embargo, con el tiempo ha ido siendo usada como
‘confusión’, ‘estantería’, ‘cómoda con cajones’ e, incluso, ‘tinglado’. De
hecho, en Madrid existe una tienda especializada en labores que se llama, precisamente,
Estaribel,
lo que abunda en ese significado de ‘lugar para guardar o exponer algo’. ¿Razón
de este desplazamiento significativo? La ignoro.
Pero decía al principio que, ante la
aparición del DRAE, mi interés se dirigió hacia aquellas palabras que siguen campeando
por sus páginas sin que nos expliquemos el porqué. Siempre que he tenido oportunidad,
he dejado clara mi postura de que el DRAE debiera ser sometido a una
revisión a fondo, sin prisas pero sin pausas. He criticado que lance ediciones,
actualizaciones, tras periodos tan breves, y ponía el ejemplo contrario, el del
Diccionario
francés. Motivo: en un idioma, en cualquier idioma, los cambios se producen con
lentitud (rara vez sucede lo contrario) y es preciso que pase un dilatado tiempo
para que una palabra, un giro, un cambio ortográfico, sintáctico o de cualquier
naturaleza se asiente. La Academia
no debe tener la prisa, pese a las presiones, que a veces parece sufrir. Y esta
prisa molesta más si, con frecuencia, va acompañada, paradójicamente, de un
sorprendente inmovilismo en otros aspectos. Grijelmo defiende palabras a las que no se da cobijo. Yo, en cambio,
me admiro de que permanezcan otras que nadie usa.
Como Zalabardo me solicita que vaya
al grano, dejemos la corteza, en el meollo
entremos, que dijo Gonzalo de Berceo.
El DRAE
recoge una serie de palabras, que cataloga como anticuadas, que no han sido
documentadas después de 1500, es decir, hace más que quinientos años. Y otras, llamadas
desusadas,
cuya última documentación es anterior a 1900.
Zalabardo ha podido comprobar que me
he tomado el trabajo de ver cuántas palabras anticuadas siguen
apareciendo. Su número se aproxima a 4000. Es decir, cuatro mil palabras
no utilizadas con posterioridad al año 1500. Si cuento solo las que empiezan
por a,
el número ronda las 480.
No se me pasa que hay palabras que
son muy antiguas y que han ido evolucionando y hoy se emplean con otro valor.
Por ejemplo, el verbo adobar (que comenzó a utilizarse en
el siglo xii) goza de plena vigencia,
aunque ya nadie lo emplee con el valor con que, por ejemplo, aparece en el Poema
del Cid. Lo mismo podría decir de otras muchas. Nada tengo contra ellas;
ya digo que el lenguaje evoluciona y cambia y eso es inevitable. ¿Pero quién
emplea hoy abés, adeliñar, adieso, adutaque,
afacer,
afiblar,
ahé,
alhanía
o alier,
y corto la relación por no seguir? El CREA y el CORDE nos dan noticia de
que ahé,
‘helo ahí’ fue una vez utilizada por Blas
de Otero en 1958 y alhanía, ‘dormitorio o alacena’, otra
por Salvador González Anaya en 1929.
Pero eso no permite a nadie negar que ambas, y las demás, son auténticos fósiles, recipientes vacíos de contenido para el hablante de hoy.
¿No podría la Academia proceder a una tarea de desbroce el DRAE y sacar estos
términos en lugar abrir los brazos tan sin sonrojo a short, footing
o jogging
y tantos otros de la misma calaña? El DRAE no debe pretender ser un club
exclusivista; pero tampoco la casa de Tócame
Roque. Las palabras que ya no tienen cabida en el uso, sea común o culto, podrían,
y deberían, pasar a otros tipos de diccionarios. No por ello dejarían de estar
al servicio de los hablantes. Internet nos ofrece hoy múltiples facilidades
para ello y no hay que desaprovecharlas.
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