sábado, diciembre 19, 2015

EL NEOESPAÑOL



            Está mal. Está mal. Está mal. Ha invertido usted las cosas. Ha tomado el español por neo-español, y el neo-español por español… No, es todo lo contrario. (Eugène Ionesco, La lección, 1951).

La lección, Granada, 1967
            La publicación de Guía práctica de neoespañol, de Ana Durante, me ha provocado una serie de recuerdos, le comento a Zalabardo. De inmediato, pienso, cómo no, en la pieza teatral de 1951 La lección, de Ionesco, considerado padre y difusor del teatro del absurdo, con olvido grave de que nuestro Miguel Mihura ya había escrito en 1932 su magnífica Tres sombreros de copa, obra que nadie quiso estrenar hasta que desde Francia nos comenzaron a llegar noticias de aquel teatro rompedor de las viejas formas escénicas.
            La lección, además, es una pieza muy entrañable para mí. En España se estrenó en 1954 por la compañía Circe Teatro y prácticamente nadie se enteró de ello. Más tarde, en 1974, se volvió a representar en el Teatro Español, amparada ya por el éxito alcanzado fuera de nuestras fronteras. Entre medias, creo que fue en 1966 o 1967, me atreví a adaptarla y dirigirla dentro de un ciclo de teatro contemporáneo que organizamos, sin ninguna clase de subvención, salvo la cesión del lugar (el Hospital Real de Granada) unos cuantos grupos de teatro aficionados de la Universidad de Granada.
            El libro Guía práctica de neoespañol es un recorrido objetivo y distendido, casi con humor, por aquellos giros y palabras que se van imponiendo y que difícilmente se pueden explicar atendiendo a la natural tendencia evolutiva que toda lengua experimenta, sino al descuido o desconocimiento de los autores de quienes toma los ejemplos la autora. O autor, porque, dice Álex Grijelmo, tras ese seudónimo, Ana Durante, se esconde alguien que, que aunque él no sepa quién es, a juzgar por algunos rasgos de su lengua y estilo, pudiera tener una ascendencia catalana.

           Que las lenguas cambian es una verdad de Perogrullo. Que el cambio es inevitable es tan verdadero como que todos hemos de morir. Pero los cambios suelen ser lentos, lógicos y comprensibles. Por lo general, son explicables. El español, a lo largo de siglos, llegó a ser algo diferente del latín. Entre otras muchas cosas, creó una forma perifrástica para el futuro (amar he = amaré) frente a la forma simple latina (amabo); o perdió la noción de caso, que marcaba la función de una palabra, y se sirvió de las preposiciones para tal cuestión (Sitis aqua extinguitur = La sed se aplaca con agua), etc. Si miramos las palabras, encontramos cuestiones parecidas: el término árabe azzayt sustituyó al latino oleum y así tenemos aceite, más común que óleo.
            Repasemos un ejemplo, a mi parecer, curioso. Lo tomo del Diccionario Etimológico de Corominas. Ante las iglesias, solía dejarse una explanada, una especie de plazoleta, a veces porticada; era el ante ostium, ‘lo que está delante de la puerta’. Como ostium derivó hacia uzo, surgió antuzano. En la antigüedad, las iglesias se solían construir en lugares altos, cosa que podemos observar en poblaciones antiguas. Quienes ignoraban el latín, confundieron ante con alto y así antuzano se convirtió en altozano. No solo eso; antuzano se empleó también para designar ‘cualquier elevación de poca altura’. Con el tiempo, a cualquier plazuela ante un edificio, especialmente si es el atrio de una iglesia, aunque esté en bajo, se le sigue llamando altozano. Hasta 1914, si no estoy equivocado, no encontramos en el DRAE de 1914 antuzano como ‘plazuela delante de una casa’, indicando que su uso es frecuente en Vizcaya. Esto, que ya lo decía el Diccionario de Terreros (1786), y lo sigue manteniendo el más moderno de María Moliner.
            Pero vayamos con el libro de Ana Durante. Dice su autora que el neoespañol es una forma de comunicación que está sustituyendo al español. Lo grave, dice, no es que la lengua cambie, sino que lo haga a marchas forzadas, en cantidad y calidad, fuera de toda evolución lógica. Y que quienes lo usan no parecen ser conscientes de ello. Los ejemplos que aporta proceden de medios diversos, aunque calla los nombres de sus autores para no herir ninguna sensibilidad. Le preocupa llamar la atención sobre el descuido con que hablamos y escribimos.

            ¿Qué tipo de errores denuncia este libro? Casi todos curiosísimos y muy variados. Se habla de ortografía, de concordancia de tiempos, de precisión y propiedad léxica, de alteraciones carentes de sentido en giros usuales… Por ejemplo, denuncia la expresión pleonástica susurrar en voz baja, cuando ya el verbo susurrar significa ‘hablar quedo’; Otra perla recogida es El líder de la oposición le ha tirado a la cara al presidente del gobierno el mensaje que lanzó ayer en el Congreso en la que se mezcla echar en cara, ‘afear’, con tirar a la cara, ‘acción física’ que puede causar heridas. Al informar de un  accidente, se dice que Acudieron los médicos del Samur, pero las heridas del joven eran incompatibles con la vida y no se pudo hacer nada por salvarlo; ¿no pudo decirse que eran muy graves o mortales? En una crónica deportiva, se afirma que la defensa hizo aguas delante de su portería, con ignorancia de que hacer agua es ‘zozobrar’, mientras que hacer aguas es ‘orinar’. Se usan, con exceso y mal, verbos comodines. Abusamos tanto de celebrar que, por momentos no se sabe si una misa se da, se dice o se celebra, si una conferencia se celebra o se pronuncia. En cualquier caso, es una barbaridad decir que estaba a punto de celebrarse la siguiente guerra, pues una guerra puede estallar, pero difícilmente festejarse. ¿Cómo puede escribirse en una novela que sus ojos azules le proferían un aspecto angelical, si el verbo adecuado es conferían?; ¿cómo alguien rompe por lo sano, cuando lo correcto es cortar por lo sano, que es expresión de origen quirúrgico? ¿O cómo leemos que un hombre se taponó los oídos con las manos, confundiendo taponar con tapar? ¿Puede un personaje afirmar que cogió su bolso y se apeó del taburete si apearse significa ‘desmontar o bajar de una caballería, de un carruaje o de un automóvil’?

            Ese es el neoespañol del que habla este libro: fonética, sintaxis, ortografía, léxico pateados por escritores, periodistas y personas de toda clase y condición. Y, lo que es peor, haciéndolo por desidia, por falta de rigor y atención; por desinterés hacia nuestra lengua.

La lección, Granada, 1967
           

sábado, diciembre 12, 2015

NO TODO EL MONTE ES ORÉGANO

Orégano


            Quienes sigan esta Agenda sabrán de mi interés por los refranes y su origen. Este de hoy, tan común, me crea sin embargo algunas dudas. Cada vez que lo recuerdo o empleo, le digo a Zalabardo, se me viene a la memoria un entrañable amigo, Pepe Luque, persona ingeniosa, afable y presta siempre a quitar dramatismo a cualquier problema. Pepe, con su peculiar humor, solía transformar este refrán y no era raro oír de su boca: “Algunos creen que todo el monte es orgasmo”.
            El sentido del dicho es claro para todos: El Refranero multilingüe del Centro Virtual Cervantes dice que con él expresamos que, a veces, no todo es fácil, ni bueno, ni ventajoso, sino que también hay cosas difíciles o trabas que impidan que podamos hacer las cosas con facilidad. Se emplea también para indicar que algo no es como lo imaginábamos. A continuación, presenta una relación de refranes similares en otras lenguas: El árbol tiene muchas ramas (euskera), No es azúcar todo lo que es dulce (alemán), Todo lo que brilla no es diamante (griego), No todo es fácil (francés), Todo lo que es blanco no es leche (italiano), No todo lo que cae en la red es pescado (portugués) o No todo es carnaval para el gato (ruso).

Alcaravea
           En castellano, también encontramos dichos equivalentes: No es oro todo lo que reluce o No todos los días es domingo, por ejemplo. Lo de No todo el monte es orégano tiene su explicación. Aclaremos primero que la palabra orégano, etimológicamente, significa ‘planta que alegra al monte’. ¿Por qué? La razón nos la da Pancracio Celdrán en su Diccionario de frases y dichos populares, en el que hace una enumeración de las benéficas propiedades de esta planta de uso medicinal y culinario: majada y bebida con vino blanco, ayuda a concebir a la mujer; es antídoto contra el veneno de arañas y alacranes; como infusión, alivia el ardor de estómago; cocido en vino, sirve para hacer gárgaras y fortalecer las encías; comido con miel, quita la tos y el dolor de estómago; elimina los gases; cocido en vino cuando está verde y usado como cataplasma, facilita la orina; elimina las lombrices… ¿Se puede pedir algo más?
            ¿Qué es, entonces, lo que me intriga de su origen? Pues el hecho de que exista una forma más antigua del refrán, más larga y algo diferente: Plegue a Dios que orégano sea y no se nos vuelva alcaravea. El Diccionario de Autoridades de 1726 lo explica así: Se significa el justo recelo con que se debe vivir de la inconstancia de la fortuna, deseando que ya que en alguna cosa que se emprenda no suceda el bien que se quisiera, sea el menor mal de los que debieran recelarse. Visto así, el refrán se aviene más al primer sentido que da el CVC que al segundo, que es con el que suele emplearse hoy.
            Aquí es donde me lío un poco. Ya se han citado las múltiples propiedades del orégano, razón por el que se desea tenerlo por encima de cualquier otra cosa. ¿Pero por qué temer que se nos vuelva alcaravea, es decir, que se nos tuerza el asunto? Y es que la alcaravea, otra planta de uso medicinal y culinario, también ofrece abundantes propiedades positivas, que rehúso exponer. La alcaravea, pues, es un producto igualmente apreciado. Por moverme solo en el terreno de lo popular, aporto este ejemplo de un poema que recogen dos compañeros míos de la época de la Facultad: Muy poco necesito / pa’ este camino. / Pobre es mi hato: / un poquito de azúcar, / alcaravea, canela y clavo (Juan Alberto Fernández Bañuls y José María Pérez Orozco: Poesía flamenca, lírica en andaluz). Con la eliminación de la alcaravea, quizá para ajustarlo al ritmo musical, José Menese lo canta en forma de liviana. Aclaro que alguien que quizá no entendiera bien lo que decía el cantaor, o que no conociera la palabra hato ‘ropa y objetos que alguien tiene para su uso ordinario’, pone en su lugar bato, palabra diferente, de origen gitano, que significa ‘padre’, y así figura en muchas partes.
 
Esperemos que eso sea orégano y no alcaravea
          
De esto desprendo que no debe ser tan despreciable la alcaravea como para que la minusvaloremos frente al orégano. Eso me lleva a pensar que tal vez en el refrán haya dos fuentes que, en algún momento, han mezclado sus aguas. ¿Cuál es anterior, el que habla solo de orégano o el que lo contrapone a la alcaravea? No lo sé. Pero me resulta curioso que Rodríguez Marín recoja un refrán que dice: No todo el año hay rosas, que está muy en la línea de esos que el Centro Virtual Cervantes cita. Y dicho refrán nos obliga a remontarnos hasta el libro segundo del Ars amandi de Ovidio, donde leemos: nec violae semper nec hiantia lilia florent, / et riget amissa spina relicta rosa; es decir, y que me perdonen los latinistas: ‘no siempre florecen las violetas ni se abren los lirios, y donde vimos erguida una rosa, quedan las espinas’. ¿Hay que remontarse hasta ahí para encontrar el origen de que no todo es orégano, es decir, no todo es placentero y nos encontramos también con situaciones desagradables? Eso lo entiendo; lo que no entiendo es por qué lo desagradable ha de ser la alcaravea.
            Le digo a Zalabardo que, al menos yo, no tengo la respuesta.

sábado, diciembre 05, 2015

PERDONEN QUE NO ME LEVANTE



El yate Octopus en el puerto de Málaga

            Dice el protagonista de la que espero sea mi próxima novela publicada que “a los recuerdos les pasa como a las cerezas contenidas en un cesto; que, apenas queremos sacar una de ellas, se nos vienen ensartadas todas las demás”. Eso me sucede a mí en ocasiones. El otro día, en una charla a través de Facebook, un amigo, Pedro Rodado, sacaba a relucir una frase de Mediterráneo, de Serrat: “si un día viene la parca…” Traté de seguir su juego y respondí que nunca sería para nuestro mal si podíamos llevar en las retinas la imagen que él subía. Un amigo suyo continuó el juego y escribió: “…en la ladera de un monte…” Lo primero que se me vino a la cabeza fue fray Luis, que dice: “…del monte en la ladera…”, y contesté: “…de mi mano plantado, tengo un huerto…” Pronto me di cuenta del lapsus y comprendí que lo que correspondía era continuar la canción de Serrat: “…más alto que el horizonte, quiero tener buena vista…”
            Quiero decir que, a veces, sin intención, sin malicia, se dicen o hacen cosas que no se ajustan a la realidad en que nos movemos. ¿Nos llamarán embusteros o impostores por eso? Ni mucho menos; ni siquiera son mentirijillas, son cosas que se dicen, tal vez, porque uno anda un poco confuso.
            Con bastante frecuencia leemos que, en la tumba de Groucho Marx luce este epitafio: Perdonen que no me levante. Ignoro quién inventaría eso. En esa tumba solo hay una lápida con su nombre y apellido, fechas de nacimiento y muerte y una estrella de David. Las redes sociales nos permiten conocer muchas de estas mentirijillas, sobre las que dudamos si hay intención de mentir: en la novela El impostor, Javier Cercas cuenta la historia de Enric Marco, que se hizo pasar por superviviente de un campo de concentración nazi. En 2005 se descubrió que su historia, la de Marco, era una pura patraña.

La Cueva del Melero
            Un presentador estrella de la NBC americana, Brian Williams, fue acusado de maquillar sus informaciones sobre la guerra de Irak en 2003. Más cerca tenemos el caso de nuestro pequeño Nicolás, con acceso, o eso decía, a todas las esferas, o el de un Consejero de la Comunidad de Madrid, González Taboada, que se inventó un currículo en el que figuraba una licenciatura en Derecho, pese a no tener estudios superiores. Una estadounidense, Rachel Dolezal, debió dimitir del cargo que ostentaba cuando se descubrió que se hacía pasar por negra, siendo en realidad blanca.
            Algunas imposturas son verdaderamente chuscas. ¿Quién no recuerda —los jóvenes es posible que no— el caso del grupo Milli Vanilli, cuyos discos se vendían como rosquillas y causaban furor en sus conciertos…, hasta que, en uno de ellos, un desajuste con el sonido pregrabado permitió ver que ellos no cantaban y que las voces pertenecían en realidad a otras personas que, según la productora, aunque cantaban mejor, ofrecían peor imagen.
            ¿Por qué hacemos estas cosas? Por alcanzar notoriedad, por decir que estuvimos donde no estuvimos, que somos amigos íntimos de alguien a quien solo conocemos de pasada, que hemos hecho lo que nunca se nos pasó por la cabeza… Pero, ya digo, la mayor parte de las veces incurrimos en estas imposturas, cuando lo son, sin ningún ánimo de engañar a nadie.
            De todo esto hablábamos Zalabardo y yo en uno de nuestros paseos, cuando vimos en el puerto una embarcación que nos encandiló. En su popa lucía su nombre: Octopus. Javier López sabe que nos gusta pararnos a hablar con la gente y se ríe de tal costumbre. “¿Con quién no te has parado tú a hablar?”, me dice. Pues bien, como hacía un día estupendo, en el Palmeral de las Sorpresas, dos jubilados, más o menos de nuestra edad, sentados frente al yate hablaban de él. Nos paramos y ensartamos la hebra. Uno contaba con pelos y señales lo que sabía y lo que no sabía del Octopus: “Este es el yate del Bill Gates ese de la informática”. A Zalabardo le picó la curiosidad y le pidió más datos. Nos habló de sus piscinas, sus salones, sus helipuertos, la cubertería de plata o de oro, eso no lo tenía claro, o la cantidad de personas que componían la tripulación.
            Su compañero, en tono de sorna, le dijo: “Ya que pareces amigo del tío ese, podrías conseguir que nos diera una vueltecita por la bahía”. El otro, siguiendo la broma, contestó: “Es que ahora estamos un poquitín de morros, porque me pidió prestados quinientos euros y yo le dije que aún no había cobrado la pensión. ¡Y el tío no me creyó!”
            Cuando proseguimos nuestro camino, dije a Zalabardo: “¿Crees que te iría mejor siendo amigo de Bill Gates que no mío?” Su contestación fue seca: “¿Y de qué hablaría yo con una persona así si no entiendo de negocios, ni de informática, ni de barcos y, además, no sé nadar?” Los dos nos reímos y coincidimos en que preferimos hablar con gente más de nuestro nivel, aunque no tengan un yate como el Octopus.

Con Pedro Villalobos, en la Fuente de los Morales.
            Y fueron saliendo las cerezas. Hablamos de Antonio, el joven portugués con quien coincidimos en Padrón mientras hacíamos el Camino de Santiago y nos relató sus penalidades desde que partió de Roma. Cuando nos encontramos de nuevo en Esclavitude, lo invitamos a desayunar. Había dormido en el lavadero de una aldea cercana, abrigado con una manta que le prestó una vecina. De Magdalena, de Leboreiro, también durante el Camino, que se quejaba de que no llovía —“¿Qué comerán las vacas, si no hay hierba?”—y nos relató, en voz baja, la historia de las dos jóvenes que salieron un día del pueblo a hacer el Camino y no regresaron jamás. De Generosa, la dueña de un pequeño restaurante en Pedroveya, Asturias, al que llegamos después de habernos extraviado por el Desfiladero de las Xanas un día lluvioso, y nos ayudó a reponernos del susto con la fabada que servía en su local. De Pedro Villalobos, de Monda, al que encontramos junto a la Fuente de los  Morales y casi nos obligó a ir a su casa, donde nos obsequió con un rico vino que él mismo elabora. Él fue quien, hablando de la crisis, nos dijo: “La gente no quiere hoy trabajar en el campo; pero no saben que, por lo menos, en el campo nadie pasa hambre”. Del párroco de San Bieito, en Cambados, criticado por sus paisanos, y por las autoridades, por decir la misa en gallego, antes de la transición. “Ahora”, nos decía, “cuando todos se han contagiado de la fiebre autonomista, soy yo quien se niega a decir la misa en gallego”.  

Con Casimiro, en Benaque
       De Casimiro, de Macharaviaya, que nos contó todos los entresijos del Festival de Pastorales de Benaque y nos confesó que iba solo porque su familia estaba de luto y nadie más quiso asistir. O aquel hombre, no recuerdo su nombre, ya casi anciano y lleno de achaques que, en la Fiesta de Verdiales de la Ermita de las Tres Cruces, nos dijo casi llorando que él acudiría mientras puédamos; el puédamos se refería a que alguien quisiera llevarlo. O el pastor que, caminando de Canillas de Aceituno hacia Puerto Blanquillo, nos indicó dónde guardaba sus cabras, la Cueva del Melero, que teníamos enfrente; al preguntarle por la solitaria vida de un pastor, decía orgulloso que él no necesitaba más que pan y queso, tabaco, un mechero, una navajilla, unos alicates y un rollito de alambre. Y nos mostró su zurrón para que pudiésemos comprobar que era verdad lo que decía.
             Ya en casa, me entró curiosidad por saber algo más del Octopus. Casi todo coincidía con lo que nos dijeron en el puerto. Salvo que, a no ser que Internet esté equivocado, el yate no es de Bill Gates, sino de Paul Allen, su socio y cofundador de Microsoft. Pero, ¿qué importa ese detalle? Tampoco con él, recordé las palabras de Zalabardo, sabría de qué hablar.