sábado, diciembre 05, 2015

PERDONEN QUE NO ME LEVANTE



El yate Octopus en el puerto de Málaga

            Dice el protagonista de la que espero sea mi próxima novela publicada que “a los recuerdos les pasa como a las cerezas contenidas en un cesto; que, apenas queremos sacar una de ellas, se nos vienen ensartadas todas las demás”. Eso me sucede a mí en ocasiones. El otro día, en una charla a través de Facebook, un amigo, Pedro Rodado, sacaba a relucir una frase de Mediterráneo, de Serrat: “si un día viene la parca…” Traté de seguir su juego y respondí que nunca sería para nuestro mal si podíamos llevar en las retinas la imagen que él subía. Un amigo suyo continuó el juego y escribió: “…en la ladera de un monte…” Lo primero que se me vino a la cabeza fue fray Luis, que dice: “…del monte en la ladera…”, y contesté: “…de mi mano plantado, tengo un huerto…” Pronto me di cuenta del lapsus y comprendí que lo que correspondía era continuar la canción de Serrat: “…más alto que el horizonte, quiero tener buena vista…”
            Quiero decir que, a veces, sin intención, sin malicia, se dicen o hacen cosas que no se ajustan a la realidad en que nos movemos. ¿Nos llamarán embusteros o impostores por eso? Ni mucho menos; ni siquiera son mentirijillas, son cosas que se dicen, tal vez, porque uno anda un poco confuso.
            Con bastante frecuencia leemos que, en la tumba de Groucho Marx luce este epitafio: Perdonen que no me levante. Ignoro quién inventaría eso. En esa tumba solo hay una lápida con su nombre y apellido, fechas de nacimiento y muerte y una estrella de David. Las redes sociales nos permiten conocer muchas de estas mentirijillas, sobre las que dudamos si hay intención de mentir: en la novela El impostor, Javier Cercas cuenta la historia de Enric Marco, que se hizo pasar por superviviente de un campo de concentración nazi. En 2005 se descubrió que su historia, la de Marco, era una pura patraña.

La Cueva del Melero
            Un presentador estrella de la NBC americana, Brian Williams, fue acusado de maquillar sus informaciones sobre la guerra de Irak en 2003. Más cerca tenemos el caso de nuestro pequeño Nicolás, con acceso, o eso decía, a todas las esferas, o el de un Consejero de la Comunidad de Madrid, González Taboada, que se inventó un currículo en el que figuraba una licenciatura en Derecho, pese a no tener estudios superiores. Una estadounidense, Rachel Dolezal, debió dimitir del cargo que ostentaba cuando se descubrió que se hacía pasar por negra, siendo en realidad blanca.
            Algunas imposturas son verdaderamente chuscas. ¿Quién no recuerda —los jóvenes es posible que no— el caso del grupo Milli Vanilli, cuyos discos se vendían como rosquillas y causaban furor en sus conciertos…, hasta que, en uno de ellos, un desajuste con el sonido pregrabado permitió ver que ellos no cantaban y que las voces pertenecían en realidad a otras personas que, según la productora, aunque cantaban mejor, ofrecían peor imagen.
            ¿Por qué hacemos estas cosas? Por alcanzar notoriedad, por decir que estuvimos donde no estuvimos, que somos amigos íntimos de alguien a quien solo conocemos de pasada, que hemos hecho lo que nunca se nos pasó por la cabeza… Pero, ya digo, la mayor parte de las veces incurrimos en estas imposturas, cuando lo son, sin ningún ánimo de engañar a nadie.
            De todo esto hablábamos Zalabardo y yo en uno de nuestros paseos, cuando vimos en el puerto una embarcación que nos encandiló. En su popa lucía su nombre: Octopus. Javier López sabe que nos gusta pararnos a hablar con la gente y se ríe de tal costumbre. “¿Con quién no te has parado tú a hablar?”, me dice. Pues bien, como hacía un día estupendo, en el Palmeral de las Sorpresas, dos jubilados, más o menos de nuestra edad, sentados frente al yate hablaban de él. Nos paramos y ensartamos la hebra. Uno contaba con pelos y señales lo que sabía y lo que no sabía del Octopus: “Este es el yate del Bill Gates ese de la informática”. A Zalabardo le picó la curiosidad y le pidió más datos. Nos habló de sus piscinas, sus salones, sus helipuertos, la cubertería de plata o de oro, eso no lo tenía claro, o la cantidad de personas que componían la tripulación.
            Su compañero, en tono de sorna, le dijo: “Ya que pareces amigo del tío ese, podrías conseguir que nos diera una vueltecita por la bahía”. El otro, siguiendo la broma, contestó: “Es que ahora estamos un poquitín de morros, porque me pidió prestados quinientos euros y yo le dije que aún no había cobrado la pensión. ¡Y el tío no me creyó!”
            Cuando proseguimos nuestro camino, dije a Zalabardo: “¿Crees que te iría mejor siendo amigo de Bill Gates que no mío?” Su contestación fue seca: “¿Y de qué hablaría yo con una persona así si no entiendo de negocios, ni de informática, ni de barcos y, además, no sé nadar?” Los dos nos reímos y coincidimos en que preferimos hablar con gente más de nuestro nivel, aunque no tengan un yate como el Octopus.

Con Pedro Villalobos, en la Fuente de los Morales.
            Y fueron saliendo las cerezas. Hablamos de Antonio, el joven portugués con quien coincidimos en Padrón mientras hacíamos el Camino de Santiago y nos relató sus penalidades desde que partió de Roma. Cuando nos encontramos de nuevo en Esclavitude, lo invitamos a desayunar. Había dormido en el lavadero de una aldea cercana, abrigado con una manta que le prestó una vecina. De Magdalena, de Leboreiro, también durante el Camino, que se quejaba de que no llovía —“¿Qué comerán las vacas, si no hay hierba?”—y nos relató, en voz baja, la historia de las dos jóvenes que salieron un día del pueblo a hacer el Camino y no regresaron jamás. De Generosa, la dueña de un pequeño restaurante en Pedroveya, Asturias, al que llegamos después de habernos extraviado por el Desfiladero de las Xanas un día lluvioso, y nos ayudó a reponernos del susto con la fabada que servía en su local. De Pedro Villalobos, de Monda, al que encontramos junto a la Fuente de los  Morales y casi nos obligó a ir a su casa, donde nos obsequió con un rico vino que él mismo elabora. Él fue quien, hablando de la crisis, nos dijo: “La gente no quiere hoy trabajar en el campo; pero no saben que, por lo menos, en el campo nadie pasa hambre”. Del párroco de San Bieito, en Cambados, criticado por sus paisanos, y por las autoridades, por decir la misa en gallego, antes de la transición. “Ahora”, nos decía, “cuando todos se han contagiado de la fiebre autonomista, soy yo quien se niega a decir la misa en gallego”.  

Con Casimiro, en Benaque
       De Casimiro, de Macharaviaya, que nos contó todos los entresijos del Festival de Pastorales de Benaque y nos confesó que iba solo porque su familia estaba de luto y nadie más quiso asistir. O aquel hombre, no recuerdo su nombre, ya casi anciano y lleno de achaques que, en la Fiesta de Verdiales de la Ermita de las Tres Cruces, nos dijo casi llorando que él acudiría mientras puédamos; el puédamos se refería a que alguien quisiera llevarlo. O el pastor que, caminando de Canillas de Aceituno hacia Puerto Blanquillo, nos indicó dónde guardaba sus cabras, la Cueva del Melero, que teníamos enfrente; al preguntarle por la solitaria vida de un pastor, decía orgulloso que él no necesitaba más que pan y queso, tabaco, un mechero, una navajilla, unos alicates y un rollito de alambre. Y nos mostró su zurrón para que pudiésemos comprobar que era verdad lo que decía.
             Ya en casa, me entró curiosidad por saber algo más del Octopus. Casi todo coincidía con lo que nos dijeron en el puerto. Salvo que, a no ser que Internet esté equivocado, el yate no es de Bill Gates, sino de Paul Allen, su socio y cofundador de Microsoft. Pero, ¿qué importa ese detalle? Tampoco con él, recordé las palabras de Zalabardo, sabría de qué hablar.

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