lunes, agosto 27, 2012

LA VERDADERA HISTORIA DE ZALABARDO (Y CUATRO)


            A todo esto, Juan Ángel permanecía como testigo mudo de cuanto acontecía. Al cabo de uno o dos minutos, el aparecido, ¿qué otra cosa considerarlo?, retomó su discurso: “Te he contado que, por casualidad, supe de ti. Un compañero del Hogar del Jubilado me hizo saber que en casa de su hija, que es profesora, había visto un cuadernillo grapado con unas historias de alguien que llevaba mi mismo nombre, lo que ya era casualidad. Un día me lo llevó y así vi tu nombre y me imaginé que eras tú. No creerás que me gustó demasiado”.
            Hablaba pausado, sin prisa, como quien dispone de todo el tiempo del mundo: “Hasta que un día pasó algo. Verás. Por el Hogar vino una señorita muy pizpireta que nos reunió a todos en un salón y nos contó que era monitora enviada por el Ayuntamiento para impartir clases de informática a cuantos tuvieran interés. A mí, todas esas modernidades me daban miedo. Pero, lo que son las cosas, algo se me movió por dentro y me apunté al curso. Los primeros días, y los últimos, para qué te voy a decir, los pasé fatal. Cuando tenía que encender el ordenador, pensaba que aquello explosionaría en mi cara antes de darme cuenta. Y cuando un día empezó a hablar de que el teclado se disponía de acuerdo con el sistema qwerty, te juro que pensé que aquella mujer desvariaba”.
            “Después, empezamos a hacer cosas: ‘Hoy aprenderemos a usar un procesador de textos’. ‘Hoy practicaremos con el correo electrónico y abriremos una cuenta para enviar e-mails’. ‘Hoy vamos a chatear’. La tía era una máquina, no nos dejaba ni a sol ni a sombra. ‘Como todos ustedes tendrán muchas cosas que contar y muchos recuerdos que compartir’, dijo un día, ‘hoy nos haremos un blog’, así como suena”. Se tomó un breve respiro. “Ya te podrás imaginar que yo fui incapaz de casi todo, porque los dedos se me volvían mazas y no atinaba con las teclas ni a la de tres. Pero ella siempre se me acercaba, se inclinaba a mi lado y con su exuberante teta izquierda (en realidad, las dos lo eran igualmente) me acariciaba la oreja derecha y yo me derretía. Al tiempo, me guiaba en la tarea.
Ahora me encuentro con un cursillo hecho y hasta dispongo de un blog”. “¿De un blog?”, le dije; “¿y qué piensas hacer con él?” “Pues eso es lo que yo digo. Se llama La Agenda de Zalabardo. Agenda porque, le dije a la monitora, no me gustaba eso de blog. Y de Zalabardo, porque Zalabardo soy yo”. La explicación no podía resultar más diáfana. Y siguió: “Pero eso es lo único que hay hasta ahora, el título. Y aquí es donde tú entras”. “¿Donde yo entro? ¿Dónde y para qué entro?”, contesté.
            “Un día se me encendió una lucecita”, continuó sin hacerme caso. “Me dije: tengo una Agenda, o como se llame, que no me sirve para nada y es de cajón que cuando alguien tiene algo debe buscarle una utilidad. En ese instante pensé en ti. Mi paisano, me dije, ha escrito mucho sobre mí. Ahora le voy a dar yo un lugar en el que continuar escribiendo”. “¿Qué yo escriba en tu blog?”. “No”, rectificó, “en mi Agenda”. ¿Quieres que escriba historias sobre ti en ese blog, perdona, en esa Agenda que tienes?”, inquirí. “No, sobre mí ni se te ocurra, que de eso ya has escrito bastante”. “¿Y sobre qué escribiré?”
Con esa pregunta me había metido, sin pretenderlo, en la boca del lobo. “De lo que quieras. ¿No dicen que en esas páginas cabe cuanto se quiera decir? Tú eres licenciado en filología; pues habla de lengua. Tú eres aficionado al campo y al senderismo; pues habla de tus caminatas. Tú amas la naturaleza; pues habla del medio ambiente. Tú eres profesor; pues habla del instituto y de la enseñanza. Habla de lo que te dé la gana siempre que no ofendas a nadie, porque la única condición que te impongo es que mantengas mi nombre en el título, por ser lo único que he sido capaz de hacer en el mundo de la informática”.
            Y, como bien sabéis, empecé a escribir en la Agenda de Zalabardo. Con los días, la amistad entre los dos fue recobrando los esplendores de los años ya perdidos. Nos vemos diariamente, paseamos, hablamos, sobre todo hablamos mucho. Y no siempre del pasado ni de batallitas de viejos. A veces medio discutimos, poco porque es tan buena persona que resulta casi imposible discutir con él.
            Lo que no he conseguido es que abandone esa propensión hacia el ocultamiento. Le pedí con insistencia que me acompañara al instituto para que todos supieran que Zalabardo no era un producto de mi imaginación. Siempre se negó. Últimamente, ya jubilado, le he dicho en alguna ocasión: “Mira, ahora solo subo un día a la semana para desayunar con los compañeros. Ven siquiera a pasar una mañana con nosotros”. Nada que hacer. Solo Juan Ángel lo conoce, porque fue testigo de nuestro reencuentro.
            Y esa es la historia que quería contar a quienes preguntan por Zalabardo. Sé que he dado pocos datos suyos, pero a mí me parecen suficientes y a él le parecen demasiados. ¿He acertado en la narración de la historia? ¿He reflejado fielmente los detalles? ¿He alterado, aunque impremeditadamente, alguno? He intentado que revisara el relato, pues lo califica de “historia no oficial”, pero fiel a sus principios se ha negado. Dice que sería dar conformidad a algo con lo que no comulga. Y sin ninguna malicia, con la naturalidad con la que siempre nos decimos todo, cierra la charla: “Las consecuencias de cuanto has contado caerán sobre tu conciencia”.

lunes, agosto 20, 2012

LA VERDADERA HISTORIA DE ZALABARDO (TRES)



Me lo he preguntado muchas veces: ¿cuántas casualidades tuvieron que conjurarse para que un nombre elegido al azar viniera a coincidir con el de una persona real que el pasado me devolvía, sin aviso previo, a un tiempo presente? ¿Cuántas para que ese nombre llegara a ser el de un ente de ficción, producto de la más calenturienta fantasía? ¿Y cuántas para que, contra toda lógica y contra cualquier atisbo de verosimilitud, ese personaje, de la noche a la mañana, deviniera en otro, no ya personaje sino individuo de carne y hueso, cuya material y real existencia se empeñaban en defender, contra toda lógica, otras personas (¿cuántas en realidad?)
Naturalmente, decidí acabar con aquellas historias y las “aventuras” de Zalabardo concluyeron de forma violenta. Pasaba el tiempo y las aguas parecían volver a su cauce natural. Pero, como imaginaréis, cuando un problema se niega a ser resuelto la solución no se alcanza tan fácilmente. Una tarde, posiblemente sería primavera, aunque no lo juraría, me encontraba con Juan Ángel (¿no es casualidad que aparezca en cada uno de los momentos críticos de esta historia?) en la Antigua Casa del Guardia, allí en la Alameda Principal. Alguien se me acercó por la espalda, o eso me pareció, y me tocó, levemente, con dos dedos en el hombro. Como la clientela en ese establecimiento suele ser por lo común numerosa y los roces frecuentes, no hice ningún caso pensando que había sido un mero accidente fortuito. Pero el toque, nunca mejor llamado toque de atención, se repitió y ahora con más fuerza. Me volví y pude contemplar frente a mí a una persona de estatura mediana, algo más alta que yo, de complexión recia, aproximadamente de mi edad, aunque diría que peor conservado, y con un rostro que, aunque no lograba identificar, me resultaba lejanamente conocido.
Debió notar mi perplejidad porque, tras un leve instante de dejarse observar, sin parar de mostrar una sonrisa franca, se limitó a decir: “Pero, bueno, ¿es que no me conoces?” Ante la seguridad y naturalidad con que se dirigía a mí, tuve que reconocer algo avergonzado que no, que no sabía quién era. Una nueva pausa y, con el tono más natural del mundo, dejó caer estas palabras: “Pues va ser verdad que continúas siendo un despistado; aunque no lo creas, yo soy Zalabardo, Matías Zalabardo”.  
            Juan Ángel no dijo nada, pero su rostro adoptó un gesto propio de quien se adivina espectador de un instante memorable. Zalabardo, o quien decía llamarse Matías Zalabardo, me hablaba con toda naturalidad, como se hace con una persona a la que se conoce desde mucho tiempo atrás. Recordó nuestra etapa de niños en el pueblo, nuestros juegos, citó amigos comunes. Y según su voz iba fluyendo mi cerebro recobraba escenas que creía olvidadas y me retrotraía a tiempos que alguna vez creí imposibles de recuperar. Esa voz que manaba firme, pero suave y serena, se me iba haciendo cada vez más familiar, como si la hubiese oído sin interrupción desde siempre.
            Reaccioné al fin y le dije: “¿Pero qué haces tú aquí?” “Pues ya ves, eso mismo te podría preguntar yo, aunque la verdad es que tu pista la localicé pronto y he venido siguiendo tus pasos como haría un detective”. “¿Y cómo nunca me has llamado ni te has puesto en contacto conmigo?” “Pues la verdad es que no lo sé. Temía que el tiempo hubiese erosionado nuestra amistad como el viento erosiona la piedra arenisca y no quisieras saber nada de mí”. “¿Cómo puedes pensar eso?”, le pregunté. “Aunque te parezca inverosímil, conozco cuanto has escrito convirtiéndome en protagonista de tantas barbaridades. Llegué a pensar que era una especie de venganza por alguna ofensa que no recordaba haberte inferido”. Traté de explicarme: “Verás, ese de los escritos no eras tú, pese a lo que puedas imaginar. Todo es consecuencia de tal cúmulo de impredecibles casualidades que, aunque quisiera, no sería capaz de explicarte”. “Ni yo quiero que me expliques nada”, fue su escueta respuesta.
Quise dar un giro a la charla y le pregunté cómo, dónde y con quién vivía y qué le hizo venirse a Málaga. A todo me respondió sin reserva; pero lo dicho cabe en pocas palabras. Vivía solo y había permanecido soltero durante toda su vida, estaba jubilado y su pensión le resultaba suficiente para mantenerse. Apenas si algún otro suceso sin importancia ilustraba su vida.
            “Pero si decido presentarme ante ti, es porque, de alguna manera, quiero someterte a un pequeño e inocente chantaje”. Seguro que puse cara de estupor por lo que oía, pero no se inmutó y, con su inalterable sonrisa, continuó: “No te preocupes, que no es nada del otro mundo. Déjame que te explique. Durante un tiempo has estado haciendo uso de ni nombre y has creado una imagen que, debes confesármelo, nunca ha sido la mía. Me has llevado de acá para allá sin ninguna clase de miramiento”. Yo intentaba defenderme: “Perdona que te diga de nuevo que ese no eras tú. Admito que tal vez haya hecho un uso indebido de tu nombre, pero nada más”. “Calla, por favor, que no pienso reprocharte nada. Y deja que te explique a qué tipo de chantaje, que en realidad no lo es, he pensado someterte”. Yo temblaba.
(concluirá…)

lunes, agosto 13, 2012

LA VERDADERA HISTORIA DE ZALABARDO (DOS)


              Las reacciones a las palabras de Juan Ángel fueron de todo tipo: en algunas de las aulas decían: “¿Zala qué? En otras: “Ese no es de este grupo”. Hasta que, oh sorpresa, en un aula, un alumno que medio dormitaba en una de las mesas del fondo, contestó con toda naturalidad: “Profe, Zalabardo no ha venido hoy. Debe estar enfermo”. Y el profesor del grupo, un sustituto que apenas llevaba unos días ejerciendo, corroboró: “Es verdad, yo hoy no lo he visto”. Juan Ángel y Carlos no daban crédito a sus oídos, pero cerraron el pico y siguieron la ronda.
            Cuando me enteré de aquella anécdota, quedé lo que se dice totalmente flipado. Les pregunté de dónde habían sacado aquel nombre y me dijeron: “Nos lo hemos inventado sobre la marcha”. Porque, de ahí mi gran sorpresa, la cuestión era que Zalabardo, Matías Zalabardo, era el nombre de aquel compañero de infancia al que había pretendido ocultar bajo el ridículo nombre de Alibóndigo. Juan Ángel, que siempre quiere sacarle jugo a cualquier situación, dijo tan solo: “Pues sí que es casualidad; ¿y sabes lo que te digo?, que podrías escribir una historia que se desarrollase en el instituto y de la que fuese protagonista este supuesto amigo tuyo. El resto de los personajes seríamos, por supuesto, los propios profesores”.
            Nadie dudará de que la vanidad es un pecado sumamente atrayente. Al principio, me sentí halagado con la idea que me sugería Juan Ángel. Comencé pues a estructurar la historia. Pero, al propio tiempo, algo que se llama inseguridad hacía crecer la incertidumbre sobre si mi casi olvidado compañero de niñez merecía aquello y si estaba bien que implicase a los compañeros actuales en un juego tan vacío de sentido. Tomé una decisión: escribiría la historia pero Zalabardo habría de morir y qué mejor ejecutor de su muerte que el inductor de aquella farsa. Aquella fue la primera, y para mi desgracia no definitiva, historia de Zalabardo. Porque Juan Ángel, que en algún avatar anterior debió haber militado en las huestes del diablo, se mostró encantado con el resultado. “Te ha quedado guapo el cuento”, afirmaba el muy ladino; “deberías continuar la serie”. Yo me sulfuraba: “¡Pero si Zalabardo ha muerto y has sido tú quien, con tus propias manos, le has dado muerte!”. “No importa”, contraargumentaba, “licencias poéticas más descabelladas que la de resucitar a un muerto se han visto”.
            Recaí en el pecado de la vanidad, de la soberbia y de la innoble asunción del halago fácil, si es que son pecados. Retomé la historia de Zalabardo (¿sería posible que nadie se extrañara de su inexplicada resurrección?) y los episodios (serían varios) se sucedieron. En el instituto aparecieron actitudes diversas y extrañas: algunos se sentían ofendidos por el retrato que de ellos se hacía; otros, en cambio, se molestaban por considerar que su aparición resultaba excesivamente efímera. Otros más mantenían que no se respetaba como es debido a la Junta Directiva. En la sala de profesores, algunos corrillos se ponían en guardia cuando yo aparecía (¿qué culpa me cabía a mí?) y musitaban, para que no los oyera: “Cuidado, que por ahí viene Zalabardo y luego se chiva de todo”. Rosé no perdía ocasión de exclamar a cada instante: “Joío por culo el Zalabardo este, las cosas que se le ocurren”.
            Pero, el destino nos juega malas pasadas muchas veces (¿lo he dicho ya?). Y algo que no debía haber ocurrido, que no tenía que haber ocurrido, ocurrió. Estábamos en una sesión de evaluación. El tutor iba planteando caso por caso, alumno por alumno, y comentábamos su situación, su rendimiento, su progreso o retroceso, su grado de avance en la adquisición de habilidades básicas (aunque ahora me parece recordar que por aquel entonces todavía nadie hablaba de tales habilidades, pero ya advertí al principio que la memoria me puede fallar en algunas cosas). Concluida, aparentemente, la sesión y pronunciadas por el tutor esas benditas palabras de “Pues bien, ya hemos terminado”, una voz provocó un estado de inquietud en el aula. Fue la de Manolo Laza, (¿por qué tenía que haber asistido precisamente aquel día?) que dijo ante la estupefacción de todos: “De terminar, nada de nada; nos falta aún Matías Zalabardo, que ese sí que es el último de la lista, como le corresponde por su apellido”.
El tutor, de forma amable, quiso cortar lo que consideró simple broma: “Pero, Manolo, déjate de coñas, que Zalabardo no existe, que lo suyo es un cuento”. “¿Cómo que un cuento?”, lo recriminó, casi ofendido, Laza; “pues a mí me asiste a clase y es quien mejor examen me ha hecho; como que lo he calificado con un diez y ya sabéis que yo soy muy rácano con las notas”. Es fácil imaginar el guirigay que se organizó. “Ya está otra vez Manolo con sus extravagancias”, decían los más, al tiempo que otros se manifestaban ciertamente cabreados. Y, mal que bien, así hubiera quedado la cosa de no ser porque en aquel preciso momento tomó la palabra Juan Ruiz, considerado por todos persona ecuánime y poco conflictiva. Lo que dijo nos dejó aún más anonadados: “Bien es verdad que Zalabardo dejó hace mucho tiempo de venir por clase; yo mismo lo tengo borrado de mi lista e incluso creí que se había dado de baja. Pero no creo que nadie pueda negar su existencia. Por lo que a mí respecta, coincidiré con quienes le hayáis dado clase en que nunca fue un alumno ejemplar; tenía pésima ortografía, faltaba más que asistía, no estudiaba ni presentaba las tareas. Pero tengo a la vez que reconocer que, en mi asignatura, se mostraba con frecuencia interesado; incluso una vez me sorprendió al solicitarme que, en lugar de exigirle la traducción de un fragmento de De bello gallico, le aceptara como tarea de clase traducir al latín el himno del Barça. ‘Anda, profe, que César es un tío muy antiguo; aparte de que yo, como tú, soy catalino’, me dijo. Y acepté su propuesta”.
(continuará…)

lunes, agosto 06, 2012

LA VERDADERA HISTORIA DE ZALABARDO (UNO)


           Para esta Agenda, ya se acabó el verano y estamos de vuelta. Nunca es tarde si la dicha es buena.
           Ya dejé dicho aquí que no soy usuario de las redes sociales (sin que ello signifique ningún desdén hacia ellas) y que por eso no podré presumir nunca de tener millares de amigos ni de seguidores. Pero, aún así, en esta modesta Agenda, sobre la que he tenido noticia de que en un ranquin de blogs europeos, ignoro quién lo gestiona y según qué criterios, ocupa el veintinueve milésimo quingentésimo noveno lugar (¡ahí es nada, el puesto número 29509 dicho en cristiano!), también recibimos algunas cartas y mensajes. No son de esos que proliferan en otros lugares de Internet, tan escuetos y, para mí, tan fríos (tk mxo xati y cosas así). Aquí recibimos, si acaso alguna vez se recibe alguna, cartas de las de antes, de esas que comienzan: Muy señor mío, ante todo espero que se encuentre bien (a.D.g.) en compañía de toda su familia… Y que terminan: y sin otro particular que comunicarle, se despide de usted s. s. s. q. e. s. m. Como veis, también hay muchas abreviaturas, pues estas no son invento de la modernidad.
            Pero de estas cartas, lo que a mí más me revuelve el estómago es que la mayoría no se interesa por mí (faltaría más), ni siquiera por los contenidos de la Agenda. El más alto porcentaje de misivas tienen por objetivo a Zalabardo. Que quién es ese señor, que por qué no le doy mayor participación, sino que lo relego a un segundo plano, que si en verdad existe y no es un mero apócrifo con el que escudarme de mis propias limitaciones... Cosas así. De modo que, ahora que con la canícula se agradecen los temas intrascendentes, he creído llegado el momento de contar la verdad.
Y aquí me ha surgido el primer problema. Todos sabemos, aunque los jóvenes, por razón de edad, se muestran un poco suficientes y no terminan de creer lo que digo, que la memoria suele jugar malas pasadas y no escasean las ocasiones en que, al contar algo, nos dejamos elementos ocultos o falseamos otros sin ninguna mala intención; solo porque, de buena fe, caemos en el error de creer que las cosas fueron como nos gustaría que hubiesen sido, aunque la historia y la realidad digan otra cosa. Total que, consciente de lo que digo, solicito ayuda a Zalabardo para que, entre los dos, aportando cada uno lo que al otro se le olvide, construyamos una mínima biografía que disipe las dudas de esos corresponsales curiosos.
            Pero Zalabardo, terco donde los haya, se cierra en banda. Y me dice que, si yo quiero convertirme en uno de esos lechuguinos juntaletras como los que van destripando a todo bicho viviente en las revistas rosas, amarillas o de cualquier otro color con el único fin de satisfacer las bajas pasiones de los curiosos ociosos, no espere que él participe. Le ruego, le razono, le explico que no es eso. Le planteo incluso, cosa que exacerbó su enfado, que nosotros, en cuanto que mantenemos abierta esta Agenda, somos un poco algo así como Isabel Pantoja, que tanto debe a su público y al que tanto quiere. Zalabardo, que tenía cerca una copa que una vez ganó en el colegio en una prueba de lanzamiento de peso, me la arrojó con tal furia que, si no ando atento, a estas horas andaría descalabrado.
            Esa es la razón de que asuma yo solo la misión. Los fallos, errores y omisiones que puedan aparecer, lo aviso de antemano, serán solo míos y de nadie más.
            Y como en el principio fue el verbo, la palabra, vamos allá. La cosa es que en el colegio tuve un compañero, uno de esos tantos que con el tiempo vamos olvidando, que, sin yo poder explicarme el motivo, se me venía a la cabeza de vez en cuando como si de un fantasma se tratase. Era, en su mocedad, un tipo algo raro: taciturno, reconcentrado, tímido, amante de la soledad, pero bueno y servicial como ningún otro. Muchos años después, yo ya era profesor en el instituto Picasso, se me ocurrió escribir un cuentecito, para el que me inspiré en él. Naturalmente, oculté su nombre y decidí llamarlo Alibóndigo. Iluso de mí, pensé que así, con un nombre tan estrambótico, nadie reconocería a quien, en realidad, nadie conocía. Aquel cuentecito creo que lo leyó solamente Juan Ángel de la Calle, quien, como lector impenitente, es capaz de leerse hasta las instrucciones de uso que acompañan los envases del papel higiénico.
            Pero he aquí que el mundo da muchas vueltas y las casualidades a veces no lo son tanto, como si el azar pretendiera reírse de nosotros. Por aquellas fechas debían celebrarse elecciones para el Consejo Escolar del Centro. Y el director, anticipándose a todos estos espabilados que ahora tienen la desfachatez de proclamar que los profesores trabajan poco y por eso está bien bajarles el sueldo (a cualquiera de ellos metería yo, siquiera una semana, en un aula de secundaria obligatoria, con las consiguientes evaluaciones, preparación de clases, correcciones de tareas, funciones tutoriales, reuniones con el departamento de orientación, atención de padres, etc.), consideró que dar media jornada libre a los alumnos para que ejercieran su derecho al voto significaba al mismo tiempo que los docentes “disfrutarían” de unas horas de asueto que ni les correspondían ni merecían.
En vista de ello, ideó una estratagema: dos miembros de la Junta Electoral, provistos de una urna, visitarían todas las aulas y, pasando lista del grupo, matarían no ya dos, sino tres pájaros de un tiro: que los profesores diesen el callo como debe ser, que ningún alumno se escaquease y que votase el mayor número posible de ellos (así luego se podría presumir de alta participación y cosas así). Eso, a lo que se ve, era defender la libertad de voto. ¿Y quiénes fueron los miembros de la Junta Electoral encargados de tal función? Pues, mire usted: Juan Ángel de la Calle y Carlos Rodríguez. Juan Ángel, respetuoso y estricto observante de cualquier norma, reglamento u ordenanza (según pueden dar fe cuantos lo conocen) y fiel seguidor del Arcipreste de Hita en aquello de que hay que anteponer los placeres a las preocupaciones porque allí donde hay tristeza hay pena, dijo al segundo: “Ya que tenemos que hacer esto, procuremos no aburrirnos y hallar solaz en la obligación”. Y, como dicen que cuando el diablo no sabe qué hacer mata moscas con el rabo, al llegar a un aula, y pasaron por todas, tras citar al último de la lista, decía muy serio: “Zalabardo, Matías Zalabardo”. En mala hora se le ocurrió tal cosa.
(continuará…)