Las reacciones a
las palabras de Juan Ángel fueron de
todo tipo: en algunas de las aulas decían: “¿Zala qué? En otras: “Ese no es de este grupo”. Hasta que, oh sorpresa,
en un aula, un alumno que medio dormitaba en una de las mesas del fondo,
contestó con toda naturalidad: “Profe, Zalabardo
no ha venido hoy. Debe estar enfermo”. Y el profesor del grupo, un sustituto
que apenas llevaba unos días ejerciendo, corroboró: “Es verdad, yo hoy no lo he
visto”. Juan Ángel y Carlos no daban crédito a sus oídos,
pero cerraron el pico y siguieron la ronda.
Cuando me enteré de aquella anécdota,
quedé lo que se dice totalmente flipado. Les pregunté de dónde habían sacado
aquel nombre y me dijeron: “Nos lo hemos inventado sobre la marcha”. Porque, de
ahí mi gran sorpresa, la cuestión era que Zalabardo,
Matías Zalabardo, era el nombre de
aquel compañero de infancia al que había pretendido ocultar bajo el ridículo
nombre de Alibóndigo. Juan Ángel, que siempre quiere sacarle
jugo a cualquier situación, dijo tan solo: “Pues sí que es casualidad; ¿y sabes
lo que te digo?, que podrías escribir una historia que se desarrollase en el
instituto y de la que fuese protagonista este supuesto amigo tuyo. El resto de
los personajes seríamos, por supuesto, los propios profesores”.
Nadie dudará de que la vanidad es un
pecado sumamente atrayente. Al principio, me sentí halagado con la idea que me
sugería Juan Ángel. Comencé pues a estructurar
la historia. Pero, al propio tiempo, algo que se llama inseguridad hacía crecer
la incertidumbre sobre si mi casi olvidado compañero de niñez merecía aquello y
si estaba bien que implicase a los compañeros actuales en un juego tan vacío de
sentido. Tomé una decisión: escribiría la historia pero Zalabardo habría de morir y qué mejor ejecutor de su muerte que el
inductor de aquella farsa. Aquella fue la primera, y para mi desgracia no
definitiva, historia de Zalabardo. Porque
Juan Ángel, que en algún avatar
anterior debió haber militado en las huestes del diablo, se mostró encantado
con el resultado. “Te ha quedado guapo el cuento”, afirmaba el muy ladino;
“deberías continuar la serie”. Yo me sulfuraba: “¡Pero si Zalabardo ha muerto y has sido tú quien, con tus propias manos, le
has dado muerte!”. “No importa”, contraargumentaba, “licencias poéticas más descabelladas
que la de resucitar a un muerto se han visto”.
Recaí en el pecado de la vanidad, de
la soberbia y de la innoble asunción del halago fácil, si es que son pecados.
Retomé la historia de Zalabardo
(¿sería posible que nadie se extrañara de su inexplicada resurrección?) y los
episodios (serían varios) se sucedieron. En el instituto aparecieron actitudes
diversas y extrañas: algunos se sentían ofendidos por el retrato que de ellos
se hacía; otros, en cambio, se molestaban por considerar que su aparición resultaba
excesivamente efímera. Otros más mantenían que no se respetaba como es debido a
la Junta Directiva. En la sala de profesores, algunos corrillos se ponían en
guardia cuando yo aparecía (¿qué culpa me cabía a mí?) y musitaban, para que no
los oyera: “Cuidado, que por ahí viene Zalabardo
y luego se chiva de todo”. Rosé no
perdía ocasión de exclamar a cada instante: “Joío por culo el Zalabardo este, las cosas que se le ocurren”.
Pero, el destino nos juega malas
pasadas muchas veces (¿lo he dicho ya?). Y algo que no debía haber ocurrido,
que no tenía que haber ocurrido, ocurrió. Estábamos en una sesión de
evaluación. El tutor iba planteando caso por caso, alumno por alumno, y
comentábamos su situación, su rendimiento, su progreso o retroceso, su grado de
avance en la adquisición de habilidades básicas (aunque ahora me parece
recordar que por aquel entonces todavía nadie hablaba de tales habilidades,
pero ya advertí al principio que la memoria me puede fallar en algunas cosas). Concluida,
aparentemente, la sesión y pronunciadas por el tutor esas benditas palabras de
“Pues bien, ya hemos terminado”, una voz provocó un estado de inquietud en el
aula. Fue la de Manolo Laza, (¿por
qué tenía que haber asistido precisamente aquel día?) que dijo ante la estupefacción
de todos: “De terminar, nada de nada; nos falta aún Matías Zalabardo, que ese sí que es el último de la lista, como le
corresponde por su apellido”.
El tutor, de forma amable, quiso cortar lo que consideró simple broma:
“Pero, Manolo, déjate de coñas, que Zalabardo no existe, que lo suyo es un
cuento”. “¿Cómo que un cuento?”, lo recriminó, casi ofendido, Laza; “pues a mí me asiste a clase y es
quien mejor examen me ha hecho; como que lo he calificado con un diez y ya
sabéis que yo soy muy rácano con las notas”. Es fácil imaginar el guirigay que
se organizó. “Ya está otra vez Manolo
con sus extravagancias”, decían los más, al tiempo que otros se manifestaban
ciertamente cabreados. Y, mal que bien, así hubiera quedado la cosa de no ser
porque en aquel preciso momento tomó la palabra Juan Ruiz, considerado por todos persona ecuánime y poco
conflictiva. Lo que dijo nos dejó aún más anonadados: “Bien es verdad que Zalabardo dejó hace mucho tiempo de
venir por clase; yo mismo lo tengo borrado de mi lista e incluso creí que se
había dado de baja. Pero no creo que nadie pueda negar su existencia. Por lo
que a mí respecta, coincidiré con quienes le hayáis dado clase en que nunca fue
un alumno ejemplar; tenía pésima ortografía, faltaba más que asistía, no estudiaba
ni presentaba las tareas. Pero tengo a la vez que reconocer que, en mi
asignatura, se mostraba con frecuencia interesado; incluso una vez me sorprendió
al solicitarme que, en lugar de exigirle la traducción de un fragmento de De bello gallico, le aceptara
como tarea de clase traducir al latín el himno del Barça. ‘Anda, profe, que
César es un tío muy antiguo; aparte de que yo, como tú, soy catalino’, me dijo.
Y acepté su propuesta”.
(continuará…)
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