Me lo he preguntado muchas veces: ¿cuántas casualidades tuvieron que
conjurarse para que un nombre elegido al azar viniera a coincidir con el de una
persona real que el pasado me devolvía, sin aviso previo, a un tiempo presente?
¿Cuántas para que ese nombre llegara a ser el de un ente de ficción, producto
de la más calenturienta fantasía? ¿Y cuántas para que, contra toda lógica y
contra cualquier atisbo de verosimilitud, ese personaje, de la noche a la
mañana, deviniera en otro, no ya personaje sino individuo de carne y hueso, cuya
material y real existencia se empeñaban en defender, contra toda lógica, otras personas (¿cuántas en
realidad?)
Naturalmente, decidí acabar con aquellas historias y las “aventuras” de
Zalabardo concluyeron de forma
violenta. Pasaba el tiempo y las aguas parecían volver a su cauce natural.
Pero, como imaginaréis, cuando un problema se niega a ser resuelto la solución
no se alcanza tan fácilmente. Una tarde, posiblemente sería primavera, aunque
no lo juraría, me encontraba con Juan
Ángel (¿no es casualidad que aparezca en cada uno de los momentos críticos
de esta historia?) en la Antigua Casa del Guardia, allí en la Alameda
Principal. Alguien se me acercó por la espalda, o eso me pareció, y me tocó, levemente,
con dos dedos en el hombro. Como la clientela en ese establecimiento suele ser
por lo común numerosa y los roces frecuentes, no hice ningún caso pensando que
había sido un mero accidente fortuito. Pero el toque, nunca mejor llamado toque
de atención, se repitió y ahora con más fuerza. Me volví y pude contemplar frente
a mí a una persona de estatura mediana, algo más alta que yo, de complexión
recia, aproximadamente de mi edad, aunque diría que peor conservado, y con un rostro que,
aunque no lograba identificar, me resultaba lejanamente conocido.
Debió notar mi perplejidad porque, tras un leve instante de dejarse
observar, sin parar de mostrar una sonrisa franca, se limitó a decir: “Pero,
bueno, ¿es que no me conoces?” Ante la seguridad y naturalidad con que se
dirigía a mí, tuve que reconocer algo avergonzado que no, que no sabía quién
era. Una nueva pausa y, con el tono más natural del mundo, dejó caer estas
palabras: “Pues va ser verdad que continúas siendo un despistado; aunque no lo
creas, yo soy Zalabardo, Matías Zalabardo”.
Juan
Ángel no dijo nada, pero su rostro adoptó un gesto propio de quien se adivina
espectador de un instante memorable. Zalabardo,
o quien decía llamarse Matías Zalabardo,
me hablaba con toda naturalidad, como se hace con una persona a la que se
conoce desde mucho tiempo atrás. Recordó nuestra etapa de niños en el pueblo,
nuestros juegos, citó amigos comunes. Y según su voz iba fluyendo mi cerebro recobraba
escenas que creía olvidadas y me retrotraía a tiempos que alguna vez creí imposibles
de recuperar. Esa voz que manaba firme, pero suave y serena, se me iba haciendo
cada vez más familiar, como si la hubiese oído sin interrupción desde siempre.
Reaccioné al fin y le dije: “¿Pero
qué haces tú aquí?” “Pues ya ves, eso mismo te podría preguntar yo, aunque la
verdad es que tu pista la localicé pronto y he venido siguiendo tus pasos como
haría un detective”. “¿Y cómo nunca me has llamado ni te has puesto en contacto
conmigo?” “Pues la verdad es que no lo sé. Temía que el tiempo hubiese
erosionado nuestra amistad como el viento erosiona la piedra arenisca y no quisieras
saber nada de mí”. “¿Cómo puedes pensar eso?”, le pregunté. “Aunque te parezca
inverosímil, conozco cuanto has escrito convirtiéndome en protagonista de
tantas barbaridades. Llegué a pensar que era una especie de venganza por alguna
ofensa que no recordaba haberte inferido”. Traté de explicarme: “Verás, ese de
los escritos no eras tú, pese a lo que puedas imaginar. Todo es consecuencia de
tal cúmulo de impredecibles casualidades que, aunque quisiera, no sería capaz
de explicarte”. “Ni yo quiero que me expliques nada”, fue su escueta respuesta.
Quise dar un giro a la charla y le pregunté cómo, dónde y con quién
vivía y qué le hizo venirse a Málaga. A todo me respondió sin reserva; pero lo
dicho cabe en pocas palabras. Vivía solo y había permanecido soltero durante
toda su vida, estaba jubilado y su pensión le resultaba suficiente para
mantenerse. Apenas si algún otro suceso sin importancia ilustraba su vida.
“Pero si decido presentarme ante ti,
es porque, de alguna manera, quiero someterte a un pequeño e inocente
chantaje”. Seguro que puse cara de estupor por lo que oía, pero no se inmutó y,
con su inalterable sonrisa, continuó: “No te preocupes, que no es nada del otro
mundo. Déjame que te explique. Durante un tiempo has estado haciendo uso de ni
nombre y has creado una imagen que, debes confesármelo, nunca ha sido la mía. Me
has llevado de acá para allá sin ninguna clase de miramiento”. Yo intentaba
defenderme: “Perdona que te diga de nuevo que ese no eras tú. Admito que tal
vez haya hecho un uso indebido de tu nombre, pero nada más”. “Calla, por favor,
que no pienso reprocharte nada. Y deja que te explique a qué tipo de chantaje,
que en realidad no lo es, he pensado someterte”. Yo temblaba.
(concluirá…)
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