A todo esto, Juan Ángel permanecía como testigo mudo de cuanto acontecía. Al
cabo de uno o dos minutos, el aparecido, ¿qué otra cosa considerarlo?, retomó
su discurso: “Te he contado que, por casualidad, supe de ti. Un compañero del
Hogar del Jubilado me hizo saber que en casa de su hija, que es profesora,
había visto un cuadernillo grapado con unas historias de alguien que llevaba mi
mismo nombre, lo que ya era casualidad. Un día me lo llevó y así vi tu nombre y
me imaginé que eras tú. No creerás que me gustó demasiado”.
Hablaba pausado, sin prisa, como
quien dispone de todo el tiempo del mundo: “Hasta que un día pasó algo. Verás.
Por el Hogar vino una señorita muy pizpireta que nos reunió a todos en un salón
y nos contó que era monitora enviada por el Ayuntamiento para impartir clases
de informática a cuantos tuvieran interés. A mí, todas esas modernidades me
daban miedo. Pero, lo que son las cosas, algo se me movió por dentro y me
apunté al curso. Los primeros días, y los últimos, para qué te voy a decir, los
pasé fatal. Cuando tenía que encender el ordenador, pensaba que aquello explosionaría
en mi cara antes de darme cuenta. Y cuando un día empezó a hablar de que el
teclado se disponía de acuerdo con el sistema qwerty, te juro que pensé que
aquella mujer desvariaba”.
“Después, empezamos a hacer cosas:
‘Hoy aprenderemos a usar un procesador de textos’. ‘Hoy practicaremos con el
correo electrónico y abriremos una cuenta para enviar e-mails’. ‘Hoy vamos a
chatear’. La tía era una máquina, no nos dejaba ni a sol ni a sombra. ‘Como
todos ustedes tendrán muchas cosas que contar y muchos recuerdos que
compartir’, dijo un día, ‘hoy nos haremos un blog’, así como suena”. Se tomó un
breve respiro. “Ya te podrás imaginar que yo fui incapaz de casi todo, porque
los dedos se me volvían mazas y no atinaba con las teclas ni a la de tres. Pero
ella siempre se me acercaba, se inclinaba a mi lado y con su exuberante teta
izquierda (en realidad, las dos lo eran igualmente) me acariciaba la oreja
derecha y yo me derretía. Al tiempo, me guiaba en la tarea.
Ahora me encuentro con un cursillo hecho y hasta dispongo de un blog”.
“¿De un blog?”, le dije; “¿y qué piensas hacer con él?” “Pues eso es lo que yo
digo. Se llama La Agenda de Zalabardo.
Agenda porque, le dije a la
monitora, no me gustaba eso de blog. Y de
Zalabardo, porque Zalabardo soy yo”. La explicación no podía resultar
más diáfana. Y siguió: “Pero eso es lo único que hay hasta ahora, el título. Y
aquí es donde tú entras”. “¿Donde yo entro? ¿Dónde y para qué entro?”, contesté.
“Un día se me encendió una
lucecita”, continuó sin hacerme caso. “Me dije: tengo una Agenda, o como se llame, que no me sirve para nada y es de
cajón que cuando alguien tiene algo debe buscarle una utilidad. En ese instante
pensé en ti. Mi paisano, me dije, ha escrito mucho sobre mí. Ahora le voy a dar
yo un lugar en el que continuar escribiendo”. “¿Qué yo escriba en tu blog?”.
“No”, rectificó, “en mi Agenda”.
¿Quieres que escriba historias sobre ti en ese blog, perdona, en esa Agenda que tienes?”, inquirí.
“No, sobre mí ni se te ocurra, que de eso ya has escrito bastante”. “¿Y sobre
qué escribiré?”
Con esa pregunta me había metido, sin pretenderlo, en la boca del lobo.
“De lo que quieras. ¿No dicen que en esas páginas cabe cuanto se quiera decir?
Tú eres licenciado en filología; pues habla de lengua. Tú eres aficionado al
campo y al senderismo; pues habla de tus caminatas. Tú amas la naturaleza; pues
habla del medio ambiente. Tú eres profesor; pues habla del instituto y de la
enseñanza. Habla de lo que te dé la gana siempre que no ofendas a nadie, porque
la única condición que te impongo es que mantengas mi nombre en el título, por
ser lo único que he sido capaz de hacer en el mundo de la informática”.
Y, como bien sabéis, empecé a
escribir en la Agenda de Zalabardo.
Con los días, la amistad entre los dos fue recobrando los esplendores de los
años ya perdidos. Nos vemos diariamente, paseamos, hablamos, sobre todo
hablamos mucho. Y no siempre del pasado ni de batallitas de viejos. A veces
medio discutimos, poco porque es tan buena persona que resulta casi imposible
discutir con él.
Lo que no he conseguido es que
abandone esa propensión hacia el ocultamiento. Le pedí con insistencia que me
acompañara al instituto para que todos supieran que Zalabardo no era un producto de mi imaginación. Siempre se negó.
Últimamente, ya jubilado, le he dicho en alguna ocasión: “Mira, ahora solo subo
un día a la semana para desayunar con los compañeros. Ven siquiera a pasar una
mañana con nosotros”. Nada que hacer. Solo Juan
Ángel lo conoce, porque fue testigo de nuestro reencuentro.
Y esa es la historia que quería
contar a quienes preguntan por Zalabardo.
Sé que he dado pocos datos suyos, pero a mí me parecen suficientes y a él le
parecen demasiados. ¿He acertado en la narración de la historia? ¿He reflejado
fielmente los detalles? ¿He alterado, aunque impremeditadamente, alguno? He
intentado que revisara el relato, pues lo califica de “historia no oficial”,
pero fiel a sus principios se ha negado. Dice que sería dar conformidad a algo
con lo que no comulga. Y sin ninguna malicia, con la naturalidad con la que siempre
nos decimos todo, cierra la charla: “Las consecuencias de cuanto has contado
caerán sobre tu conciencia”.
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