Tengo que reconocer, le digo a Zalabardo, que me cuesta mucho emitir
juicios categóricos sobre las lecturas realizadas o apoyar con argumentos
rotundos el consejo de alguna de ellas. Parto de la convicción de que un libro
no habla por igual a todas las personas y de que no todos leemos una novela,
pongo por caso, desde la misma perspectiva. El estado de ánimo, el momento del
día, la temperatura…, son factores, entre otros, que intervienen a la hora de
juzgar la impresión que una lectura nos ha provocado.
Todo ello hace que me
resista, lo digo arriba, a expresar opiniones a favor o en contra que pudieran
parecer dogmáticas. Evito que me pase lo que se lee en aquel diálogo de Juan de Mairena:
—A usted le
parecerá Balzac un buen novelista —decía a Juan de Mairena un joven ateneísta
de Chipiona.
—A mí, sí.
—A mí, en cambio, me parece un autor tan insignificante
que ni siquiera lo he leído.
Y es que, por otra
parte, opino, también, que no hay libro malo que no tenga alguna cosa buena.
Esto no lo digo yo, que ya lo dijo alguien que ahora mismo no sé quién fue. Por
tal motivo, son muy pocos los libros que, una vez iniciada su lectura, no
concluya, aunque desde el principio sienta que no acaba de convencerme. Y eso
que siempre he dicho públicamente que lo mejor que se hace con un libro que no
gusta es dejar de leerlo. Bueno, pues no soy capaz de aplicarme mi propio consejo.
Ahora que el verano
comienza a declinar, reparo en que estas vacaciones he dedicado poco tiempo a
otras actividades que no fuesen leer. De junio acá me he echado al coleto cinco
lecturas de esas que algunos llaman imprescindibles (¿cuántas lecturas hay, en
verdad, que merezcan dicha consideración?) y cuatro relecturas de textos que
deseaba repetir. Las lecturas nuevas han sido, aunque no por este orden, La carretera, de Cormac McCarthy, Las partículas elementales, de M. Houellebecq (pese a que me aconsejaron que no la leyera), En busca de Klingsor, de Jorge Volpi, El fútbol a sol y a sombra, de Eduardo Galeano (por eso del Europeo de fútbol) y Trilogía de Nueva York, de Paul Auster. Tras su lectura me
reafirmo en dos cosas: la primera, ya la he dicho, que todo juicio sobre una
lectura no pasa de ser relativo; y la segunda, que cada día me cuesta más
encontrar lecturas que me satisfagan de forma plena. Las relecturas han sido El difunto Matías Pascal, de Luigi Pirandello, Ficciones, de Jorge
Luis Borges (aunque en realidad inicialmente solo quería ver La biblioteca de Babel) y Camino de perfección, de Pío Baroja. Y ahora estoy enfrascado en
Crimen y castigo, de Dostoievski.
Leyendo el libro del
novelista vascongado, le cuento a Zalabardo, me vino a la cabeza la primera vez
que intenté leerlo. Y digo que lo intenté porque no me dejaron. Cuando me
encontraba cursando sexto de bachillerato, hace de esto la friolera de 52 años,
creo que empezaba a ser lector ávido. El instituto de mi pueblo, no se olvide
que, en tiempos, había sido universidad, tenía una buena biblioteca. Pero, no
olvidemos tampoco los años de que hablo, el préstamo de libros se guiaba por lo
que se dijese de ellos en Lecturas
buenas y malas a la luz de la moral y de la religión, del sacerdote
jesuita Antonio Garmendia de Otaola,
el ejemplo más flagrante que yo haya podido conocer de lo que es la censura.
Por aquellas fechas, también uno es raro, a mí se me ocurrió leer, entre otras
cosas, Camino de perfección y
La regenta. Mi interés por
ellos nacía tan solo de que el profesor de literatura los había citado en clase
de forma elogiosa. Los dos libros me
fueron denegados por inmorales. No tardé mucho en transgredir la prohibición,
pues los leí nada más llegar a la facultad, gracias al préstamo que de ellos me
hizo un compañero.
Hace unos días, cuando
terminaba la relectura de la novela de Baroja,
sentí curiosidad por ver qué se decía en el libro del padre Garmendia, Lecturas buenas y malas. Localicé un ejemplar en la Biblioteca
Provincial, de la avenida de Europa, y allí nos dirigimos Zalabardo y yo. Buscamos
el artículo Baroja y lo
primero que pude leer fue lo siguiente: autor antiespañol, anticatólico,
antihumano. No está mal, ¿verdad? Después de reseñar una serie de citas
‘condenables’ de Camino de perfección,
se sigue diciendo: A estas blasfemias se sumarán otras muchas, concebidas en
el fondo oscuro de un corazón viejo, insatisfecho y cargado, que ya hizo harto
daño a pasadas generaciones, y no tiene derecho a manchar el alma de una generación
heroica que se esfuerza por seguir en el camino de la virtud. En servir a Dios
y a la Patria, que tan malparados quedan en la despreciable prosa del barbudo
impío. ¿Debo seguir copiando lo que sigue? Solo el final: Muy mala.
Prohibida por el canon 1399. De la novela de Leopoldo Alas, dice: En el fondo rebosa porquerías, vulgaridades
y cinismo […] Con razón se indignó la ciudad [Oviedo] con su publicación.
Y critica a continuación que Azorín
reprobara esta indignación en un artículo publicado en ABC.
Por capricho, seguí
consultando juicios acerca de determinados autores y obras. De Juan Ramón Jiménez, por ejemplo, se
dice: Una diferencia casi abismal separa sus primeros versos de los últimos,
considerados algunos de aquellos como vergonzosos y malditos por el propio
autor, que quisiera negarles la vida, como si uno tuviera derecho, en ninguna
ocasión, a matar a un hijo. Tanto más que estos hijos del espíritu […] no
son del padre que los engendró y a tal de ellos pudiera ocurrirle que […] encontrase
más fácil cobijo en almas ajenas, que otros considerados por el padre como más
legítimos. […] Solamente para personas formadas, siempre que les
interese esta poesía moderna. La poesía de este autor está casi vacía en
absoluto de Dios y de todo lo trascendente.
Para terminar, unas
líneas curiosas. De Sonata de otoño,
de Valle-Inclán, se afirma: En
ella sale por primera vez la figura del Marqués de Bradomín, “feo, católico y
sentimental” —aunque en realidad fuese tan solo lo primero—. Resulta rechazable.
Leyendo tales
sandeces, me preguntaba Zalabardo qué diría el bendito padre Garmendia de la novela de Houellebecq. Yo me limito a contestarle que, si no fuera por el mucho daño que hizo, la censura
de aquellos años daría risa.
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