lunes, noviembre 28, 2011


AQUELLAS PALABRAS PERDIDAS…

Se canta lo que se pierde
(Antonio Machado)

    Se entiende que las personas, cuando por motivo de su edad se dan cuenta de que tienen más pasado que futuro, recurran repetidas veces a solazarse con evocaciones de la infancia o, dicho desde una perspectiva más literaria, se dejen dominar por el síndrome de Ulises, el del regreso a Ítaca o el de la recuperación del paraíso perdido. A los jóvenes, a quienes el futuro les depara aún muchas vicisitudes, de todo tipo, esto es algo que suele resultarles cargante. Por eso, cuando estoy con ellos, procuro controlarme y no caer en el papel de abuelo Cebolleta que cuenta batallitas. Es posible que alguna vez no lo consiga, pero confieso que mi intención es huir de ello.
    Pero cuando estamos solos Zalabardo y yo, podéis dar por seguro que nos desprendemos de cualquier tipo de cincha o atadura y dejamos que vuelen libres los recuerdos. Sin embargo, no crea nadie que esa actitud de mirar hacia atrás en el tiempo es causa de descontento o queja con la situación que nos ha tocado vivir en el presente. El otro día mismo, mientras nos recreábamos en la evocación de unas anécdotas del pasado, mi buen Zalabardo me dijo: Quien nos oiga, creería que nosotros pertenecemos a la cofradía de Manrique por aquello de qualquiera tiempo pasado / fue mejor; lo que no saben es que, contra lo que pudiera parecer, estamos más cerca de la interpretación que el cínico Sabina hace del dicho y lo convierte en este otro: cualquier tiempo pasado fue peor. Porque, añadía Zalabardo, por mucha carga que hayamos de soportar en el zurrón que todos sobrellevamos a la espalda, mientras seamos capaces de mirar hacia delante demostramos al mundo que estamos vivos y con las ilusiones intactas.
    Con estos antecedentes, cualquiera pensaría que nuestra conversación girase en torno a temas profundos y trascendentes. ¿Sabéis por qué salió todo eso de si el pasado es mejor o peor? Por algo tan simple como la consideración de que hay palabras que van cayendo en desuso y terminan por perderse en la niebla que opaca el camino que vamos dejando a nuestras espaldas. Me vais a permitir que cuente el momento y ocasión de dicha charla.
    La mañana, la hora era temprana, resultaba fresca y por el desabrigado Paseo Marítimo de Poniente, pese a brillar el sol, soplaba un aire que dejaba sentir sus efectos en la yema de los dedos y en la punta de la nariz. Nada normal en este aprimaverado otoño y en el bonancible clima de Málaga. A Zalabardo se le vino un recuerdo: Allá, en el pueblo, puede que ya sean días de copa y nagüillas. Y esa pequeña hebra nos dio pie para devanar el ovillo del léxico de la defensa contra el frío, que, en nuestros días, con eso de las estufas eléctricas y del aire acondicionado, se ha visto bastante mermado a causa de la pérdida de muchas costumbres y no menos palabras.
    En otro tiempo, cuando, ya avanzado el otoño, el invierno comenzaba a insinuarse, era preciso que la casa se acondicionara para combatir el frío. Lo primero de todo, había que sacar la mesa camilla, que era una mesa dotada de una tarima con un hueco para acoger el brasero, que en mi pueblo llamábamos copa. Además, la camilla se vestía con ropa adecuada para así retener mejor el calor de la copa. Esa ropa eran las nagüillas, enaguas o enagüillas. El combustible que se utilizaba en las copas era el cisco, carbón menudo elaborado ex profeso para braseros. Si bien el cisco solía ser de picón, carbón menudo de ramas de encina, jara o pino, en los pueblos en los que había almazaras se podía optar también por el cisco de orujo, que era el obtenido a partir del demenuzamiento de los huesos de la aceituna y que, se decía, daba más calor. La gente solía sentarse alrededor de la camilla, por lo común redonda, y con las nagüillas cubriendo las piernas. Esto posibilitaba entretenidas tertulias, distraerse con juegos de cartas o lotería, o, simplemente, escuchar la radio, que entonces no había televisión.
    Para atizar el fuego de la copa, las brasas se removían periódicamente con una badila, pequeña paleta de hierro. A esto se le llamaba echar una firma, momento que se aprovechaba, también, para esparcir sobre el cisco un poco de sahumerio, mezcla se romero y flores de alhucema secos que difundía por toda la estancia un envolvente aroma dulzón. En la época de la que hablo no se había impuesto el uso de los pantalones por parte de la mujer. Tal circunstancia, y dado que para remover la copa había que levantar las nagüillas, podía dar origen a situaciones delicadas. Por eso, cuando alguien iba a echar una firma, estaba obligado a decir: ¡con permiso!, expresión que servía a la mujeres para prevenirse y colocar las piernas en posición nada inconveniente.
    ¿En cuántos pueblos perdurarán aún estas costumbres? ¿Cuánta gente conocerá y seguirá usando estas palabras? Lo que no parece dejar duda es que en las ciudades vivimos a otro ritmo y las realidades son diferentes. Pensando en ello, le digo a Zalabardo que he recordado una historia que José Luis Rodríguez me ha enviado por correo electrónico. En ella, una niña, cuando su padre le está contando la historia de Hansel y Gretel y llega al episodio en que los pájaros se comen las migas de pan que ellos habían ido dejando por el camino, lo que origina su extravío en el bosque, interrumpe a su padre y le dice: ¿Y por qué no llamaron a su papá por el móvil para que fuera a recogerlos?
    Esta niña, le digo a Zalabardo, que conoce las ventajas del móvil, posiblemente ignore lo que es una copa, o el cisco de picón, o echar una firma. ¿Y tú crees, me replica, que por eso su mundo es peor que el nuestro? Indudablemente, no.

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