martes, mayo 24, 2011

                                                              Imagen tomada de elpais.com

GITANOS


Hace bastantes días, ya os hablé de las dificultades que tuve con la banda ancha y la imposibilidad de traer a esta Agenda algunos temas que se me iban quedando en el tintero; este, por desgracia, no creo que haya decrecido en interés. Pues a lo que iba: resulta que me encontré a Zalabardo trasteando entre mis libros con mucha aplicación y afán. Se me ocurrió preguntarle qué es lo que buscaba. Un libro, me respondió como si en una biblioteca hubiese muchas más cosas que buscar aparte de libros. Claro que en la mía, por el desorden, amontonamiento y otras causas es posible que sí, porque tengo en ella tal batiburrillo de cosas que en ocasiones más bien parece tenderete de buhonero. Al final resultó que, efectivamente, lo que buscaba Zalabardo era un libro, pues al cabo de un instante levantó su brazo y de una de las estanterías sacó un ejemplar de La gitanilla, de Miguel de Cervantes.
Curioso por saber qué interés tenía en tal novelita, esperé a ver en qué quedaba todo. Pronto abrió el libro por su inicio y me pidió que leyera. Como casi siempre sucede, le hice caso y leí el siguiente párrafo, que es el que, como digo, da comienzo a la novela: Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y la gana de hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte.
¿Qué te parece?, me preguntó. Y le respondí que aquello no era más que uno de tantos prejuicios como se levantan y que de Cervantes a nuestros días había llovido mucho. Pasa igual, quería yo argumentarle, que cuando se afirma que los andaluces somos vagos o que los catalanes son tacaños. Yo no creo que sea igual, me dijo. ¿No crees que es muy duro que todo un pueblo, una etnia, tenga que cargar con un duro estigma durante siglos sin que nadie haga por ponerle remedio? Así son las cosas, le repuse, y hay prejuicios que resultan muy duros de erradicar, por más esfuerzos que se hagan. Aparte de que, en ocasiones, no se trata más que de tópicos que se mantienen sin fundamento, alejados de la realidad. ¿Tú crees?, insistió. ¿Y qué me dirías si quienes más deberían luchar contra estos injustos prejuicios se ponen codo con codo junto a los que enarbolan enseña de la intolerancia?
Y me contó, a continuación, un episodio en el que yo apenas había reparado; posiblemente habría leído la noticia, pero la pasé por alto como tantas veces sucede: las autoridades de la ciudad de Roma habían desalojado a un grupo de unos 150 gitanos rumanos, entre ellos bastantes niños nacidos ya en Italia, del poblado chabolista de Casal Bruciato sin darles la opción siquiera a un realojo y pretendiendo que salieran del país y volvieran a su tierra de origen, Rumanía.
Un grupo de estos desalojados buscó refugio en el Vaticano, concretamente en la basílica de San Pablo Extramuros. Y aquí viene lo más grave; al mismo tiempo que el papa solicitaba comprensión y acogida para quienes huían de Libia, Túnez y otras zonas conflictivas de África y Oriente Medio, sucedía que la seguridad vaticana impedía a estos gitanos el acceso a la basílica. Y no solo eso, se le ofrecía quinientos euros a cada familia, que se sumarían a los otros quinientos que el Estado italiano ya les daba, para que regresasen a su país de origen. No importaban las causas que les hubiesen obligado a la emigración ni las condiciones de vida que debieran soportar en aquel mísero poblado chabolista. Lo que importaba era quitárselos de encima.
Mientras estos hechos suceden, añadió Zalabardo, el Vaticano y el estado italiano, como el resto de los estados europeos, gastan, aun en tiempos de crisis, ingentes sumas de dinero en actuaciones de difícil justificación.
Y es que al parecer, también entre los inmigrantes hay clases. Lo malo es que a los gitanos nadie, nunca, los ha querido. Y en España no podemos negar que sabemos bastante del tema. Porque hay prejuicios que se eternizan y no hacemos nada por derribarlos. El resultado, a la vista está, es que no les damos la mano para ayudarlos no ya en el legítimo deseo de mejorar que los ha conducido hasta nosotros, sino ni siquiera en el más legítimo aún deseo de conseguir un modo de vida simplemente digno.

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