lunes, enero 16, 2012
LUGARES COMUNES (sobre tradición y originalidad)
Posee Zalabardo en ocasiones esa indefinible cualidad que distingue a algunas personas que, en el momento más inesperado, te plantean una pregunta de difícil respuesta o para la que no hay respuesta tajante. Eso me ocurrió hace unos días cuando, sin venir a cuento, me soltó el escopetazo: ¿Qué es la originalidad? ¿Cuándo podemos afirmar que una obra es original? Me podía haber limitado a darle la definición del diccionario, ‘lo que resulta de la inventiva de su autor’. Pero, claro es, esa definición resulta insuficiente, pues nos remite a la idea de ‘novedad’ y hemos de considerar que el arte, a lo largo del tiempo, sigue una línea en la que temas, modos, formas y asuntos reaparecen de manera recurrente. La imposibilidad de distinguir claramente entre tradición y novedad fue, tal vez, lo que llevó a Eugenio D’Ors a afirmar que, en literatura, todo lo que no es tradición es plagio.
Consciente de que lo dicho parece no aclararle mucho, decido continuar: ¿Recuerdas la historia de Edipo?, le digo. A su padre, el rey Layo de Tebas, el oráculo le anunció que un hijo suyo le daría muerte; aun así, Layo tuvo ese hijo, aunque, temeroso del augurio, lo entregó a un pastor para que se deshiciera de él. El cabrero no fue capaz de matarlo con sus propias manos y lo abandonó convencido de que las fieras acabarían con él; pero el azar quiso que otro pastor lo encontrase y lo entregara al rey Pólibo de Corinto, que no tenía hijos. El resto de la historia es bien conocido. Vayamos ahora a la historia de Blancanieves: tras la muerte de su madre, el padre decide contraer nuevo matrimonio. La madrastra posee un espejo mágico que le asegura que es la más bella de todas las mujeres. Hasta que un día, Blancanieves ha cumplido ya siete años, el espejo responde que ahora es la niña la más bella. La madrastra, envidiosa, ordena a un cazador que la lleve al bosque y la mate; el cazador se apiada de la hermosa e inocente niña y opta por abandonarla, pues cree que las fieras darán cuenta de ella. La pobre Blancanieves camina errante, hasta que, por azar, encuentra la casa de los enanos, que deciden adoptarla. Lo demás, como en la historia de Edipo, ya es sabido. Comparando una historia con otra, observando las similitudes que presentan, le pido a Zalabardo, que me diga qué conclusiones podríamos obtener sobre la originalidad.
Mi buen amigo duda; quiero ayudarlo a salir del aprieto y le cuento una experiencia antigua. Cuando estaba en la Facultad de Letras allá en Granada, tuve que leer un ensayo de Dámaso Alonso titulado Gonzalo de Berceo y los topoi. En él, el entonces director de la RAE, partía de unos estudios del insigne romanista Ernst Robert Curtius para comentar el peso de los topoi en la obra del poeta riojano. Estos topoi son lo que en nuestra lengua se designa con la expresión lugares comunes o tópicos. Un lugar común, le explico a Zalabardo, es un tema o motivo nacido en un lugar y época determinados que se va repitiendo en lugares y épocas posteriores (la incitación a gozar del momento, el consuelo ante la muerte, la aceptación del destino ineludible, la consideración de la vida como río, la oposición campo/ciudad, etc.). Es una corriente que discurre escondida o disimulada y que de vez en vez aflora a la superficie con un matiz diferente, con un enfoque nuevo, dotado de un rasgo que le aporta singularidad. Porque nuevo, lo que se dice nuevo, hay poco.
Y durante mucho tiempo, le digo a Zalabardo, ningún escritor renegó de las fuentes en que bebía y no sentía empacho en reconocerlas. Berceo no dudaba en dar fe de que seguía una tradición anterior en lo que él escribía. Por ejemplo, hablando de los padres de Santa Oria, afirma: si les dió otros fixos non lo diçe la leyenda; o, narrando la vida de Santo Domingo, escribe: De qual guisa salió decir non lo sabría, / ca fallesçió el libro en que lo aprendía; / perdióse un quaderno, mas non por culpa mía, / escribir aventura seríe grant folía. Y durante el Renacimiento, el Barroco, e incluso el Neoclasicismo tampoco hubo inconveniente en señalar cuáles debían ser los modelos. Más. Incluso en el periodo que comúnmente se señala como defensor de la libertad creadora del artista, el Romanticismo, Mary W. Shelley, titula la novela que la hizo famosa Frankenstein o el moderno Prometeo, dando con ello cuenta de su débito con la tradición; en la introducción declara que la invención no consiste en crear de la nada.
Continúo diciéndole que mi creencia, que no es dogma de fe, es que la tradición es perenne y que continuamente bebemos de sus aguas. Lo que pasa, añado, es que hoy parece existir una cierta vergüenza a declarar en qué aguas bebemos, como si temiésemos que al hacerlo se resintiesen nuestras ansias de originalidad, como si no fuésemos conscientes de que esta no es la simple novedad. Porque la originalidad, y la novedad, no están tanto en el tema, sino más en la forma en que lo presentemos, en el desarrollo que le demos y en la manera en que lo adecuemos al momento. Es decir en la capacidad de ajustarlo a nuestra propia visión del mundo que nos ha tocado vivir. Unas veces, el original mejora; otras, no.
Como no sé si he logrado mi objetivo, le proporciono un último ejemplo. Le digo a Zalabardo que yo, de Las mil y una noche, no conocía más que algunas de esas narraciones que de la obra se han ido desgajando: la historia de Simbad, la de Aladino y algunas otras. Pero ahora he decidido zambullirme algo más en el libro. Y el resultado es que, al final de la noche quinta, oigo de boca de Sherezade la Historia del rey Yunán y el médico Ruyán. Un médico que ha prestado grandes servicios a su rey, que ahora pretende deshacerse de él, decide castigarlo: le regala un libro en el que, afirma el médico, encontrará grandes maravillas. Pero las hojas están muy pegadas y es necesario mojar la yema del dedo con la lengua para ayudarse a pasarlas. El hecho es que las hojas están impregnadas de veneno y el rey acaba muriendo.
Sí, la clave de toda la intriga de El nombre de la rosa, de Umberto Eco, donde una serie de personajes mueren misteriosamente, precisamente por leer las páginas envenenadas de un libro, resulta que procede de un cuento de Las mil y una noches. Ayer mismo, en la página de la Defensora del lector en El País, leía la historia acerca de un artículo de Rosa Montero, escrito en 2005, que ha vuelto a la actualidad porque se la acusa de plagio. Como no lo conocía, busqué el artículo y lo leí (http://www.elpais.com/articulo/ultima/negro/elpepiult/20050517elpepiult_2/Tes); sorpresa: esa historia, con variantes, yo la había leído en la novela Solar (2010), de Ian McEwan que, a su vez, me entero ahora, también fue acusado de plagiario por haberla tomado de un libro de un novelista inglés anterior, Douglas Adams. Y, a lo mejor, la historia es incluso anterior.
¿Merma esto la calidad de las novelas de Eco y McEwan o del artículo de Rosa Montero? ¿Menoscaba su originalidad? Por supuesto que no (pienso yo), siempre que ellos reconozcan su deuda con la tradición anterior. Ignoro si el italiano y el inglés lo han hecho en algún momento. Por lo que respecta a la articulista española, la gravedad de su actuación es patente porque da la historia como auténtica y (por cómo empieza el artículo) presenciada por ella.
Rebuscando un poco en Internet, el tema del libro envenenado lo encontramos también en el Libro de los dichos y hechos del rey Alfonso de Aragón, que compuso en 1455 el italiano Antonio Beccadelli y en La reina Margot, novela que Alejandro Dumas publicó en 1845 y que yo desconozco. Y si sentimos curiosidad por la historia del otro ejemplo, el de Montero, podemos leerla en ‘El negro’ y sus mil avatares (http://www.elpais.com/articulo/opinion/negro/mil/avatares/elpepiopi/20120115elpepiopi_5/Tes), que este apunte ya se alarga en demasía.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario