lunes, enero 09, 2012


CALLEJEROS

Cuando llegará el momento
que las agüitas vuelvan a sus cauces;
las esquinas con sus nombres,
sin reyes ni roques, ni santos ni frailes

                                        (José Menese)

    Quienes me lean saben bien, son muchas las veces que lo he repetido, de mi afición por los largos paseos, ya sea por la ciudad o por el campo. Sin abandonar por ello la visita de los pueblos, donde siempre hay algo que ver o que hacer. O, por qué no decirlo, alguna comida de la que disfrutar. En Canillas de Aceituno podemos saborear el chivo al horno de leña en La Sociedad; En Casarabonela, en La Parada, te reciben con chorizo y morcilla a la brasa y preparan un rico conejo también a la brasa; en Casabermeja no debe excusarse disfrutar de las migas o la berza que cocinan en La Posada. Y no hace demasiado tiempo, aprovechamos un sábado para ir a Ardales, aunque fuera con la excusa de comer el sabrosísimo gazpachuelo de Casa Juan Vera. Como veréis, en casi todos los lugares ofrecen menús adecuados para el colesterol.
    Pero, en este último pueblo, lo primero que hicimos fue dar una vuelta por sus calles. Y fue, como tantas otras veces, Zalabardo quien reclamó mi atención. Mira los rótulos, me dijo. Y yo miré: calle de los Carros, calle Real, calle de la Iglesia, calle del Cerrillo, camino de la Muralla… De inmediato, me acordé de mi pueblo: la Carrera, calle de la Cilla, cuesta de la Cárcel, calle de la Cruz; solo que allí, entonces, aquellos nombres que todos conocíamos quedaban velados por otros rótulos, en los que se leían otros nombres, casi todos de generales que ganaron la guerra civil.
    No sé, le digo a Zalabardo, cuándo se inició esa fea costumbre de poner a las calles nombres que no dicen nada a la gente o que traen malos recuerdos a muchos. Porque los pueblos siempre tuvieron calles con nombres fáciles, bellos en su simpleza, que no herían a nadie, que no había que interpretar para saber a qué aludían: calle de la Fuente, calle de la Era, cuesta del Castillo, calle de Cantarranas… En España, por desgracia, pasó lo que pasó y la mayoría del callejero cambió y se uniformizó (en sentido recto y figurado): plaza de España, calle del general Franco, de Queipo de Llano, del 18 de julio. Pero no creáis que eso fue cosa de un tiempo y de una circunstancia; hay feas costumbres que perduran. Dictaduras las ha habido siempre, de todos los colores, de todos los signos y de todas las calañas, aunque disimulen y se oculten tras falaces denominaciones. En un pueblo sevillano tan pequeñito como Marinaleda, esa Cuba de Andalucía como le gusta decir a su alcalde Rafael Sánchez Gordillo, este tiranuelo soñador que ejerce su poder desde hace más de treinta años no se ha limitado a rotular sus calles con nombres tan utópicos como avenida de la Libertad, calle de la Fraternidad o calle de los Jornaleros, sino que en ellas aparecen también nombres como calle de Ernesto Che Guevara, calle del sargento Jurado o calle de Salvador Allende. Por si no hubiera ya suficientes nombres de héroes patrios en el callejero, algunos todavía van a buscarlos a otras tierras. Afortunadamente, otros pueblos han optado por soluciones distintas: Moguer, en Huelva, emprendió un proceso de recuperación de los nombres de siempre tomando como referencia los empleados por Juan Ramón en su librito Platero y yo.
    Zalabardo sabe que a mí me gustan los nombres tradicionales en las calles y, si hay un nombre antiguo, lo prefiero al moderno. Aunque soy consciente de que no es igual crear el nomenclátor de calles en una ciudad que en un pueblo. Aun así, no me negaréis que es más encantador vivir en una calle del Aire, en el Albaicín granadino, que en otra que se llame, por ejemplo, calle de la lexicógrafa María Moliner, como hay una en Málaga, con todos mis respetos hacia doña María.
    Porque los nombres antiguos de las calles no son solamente sonoros y poéticos; muchos están, también, cargados de historia, menor si se quiere, pero historia al fin, y nos revelan bastante sobre cómo eran las cosas en otra época. En Málaga quedan aún algunos de estos bellos nombres: calle del Huerto de las monjas, camino de los Almendrales y otros más. La plaza de la Cruz del Humilladero nos dice que aquello, alguna vez, fue punto de entrada a la ciudad, porque los humilladeros eran zonas, creo que la costumbre se inició con los Reyes Católicos, donde los viajeros se arrodillaban, se humillaban, para dar gracias por haber completado el camino sin incidencias y se aprestaban para entrar en la población. Por eso en tales sitios se erigían unas gradas culminadas con una cruz (de ahí el nombre). Desde ahí se entraba a Málaga por el paseo de los Tilos, nombre que aún conserva lo que ahora es calle y donde ya no es posible ver ninguno de esos bellos árboles y sí las sosas brachichitas que tanto abundan en la ciudad.
    Pero, como le digo a Zalabardo, hay calles que nos remiten a bellas y curiosas historias. En Sevilla, por ejemplo, hay dos calles, confluyentes la una con la otra, que se llaman, respectivamente, del Candilejo, la una, y Cabeza del rey don Pedro, la otra. Toda la ciudad conoce la leyenda e incluso el Duque de Rivas la desarrolló en su serie de romances titulada Una antigualla de Sevilla. A veces, los ayuntamientos, que son lugares en los que se arraciman muchos ignorantes, tratan torpemente de romper el encanto de estos nombres proponiendo nuevas denominaciones. Pero no lo consiguen. En Granada, si preguntáis por el paseo del Padre Manjón, nombre moderno, puede que alguien os dirija hacia allá; pero si preguntáis por el paseo de los Tristes, que así es como se ha conocido siempre, tened la seguridad de que cualquier granadino os dirá dónde está.
    Pero, para mí, la palma de calles con nombre lleno de duende y misterio se la gana la calle de las Cinco bolas, en pleno centro de Málaga. Si preguntáis el porqué del nombre, os podrán contar hasta tres historias diferentes. O tres son las que yo conozco. Las tres bellas, las tres verosímiles, pero las tres, según creo, faltas de suficiente demostración, que es lo que alienta el misterio.
    Me dice Zalabardo que lo que no termina de gustarle es que lo deje con la miel en los labios, porque insinúo historias que no cuento. Le respondo que todas son historias fáciles de encontrar y este apunte va resultando largo. Pero que, a lo mejor, si hallo ocasión, reuniré algunas de ellas y las iré contando aquí.

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