sábado, febrero 05, 2022

SOBRE LA VERDAD

 


Suele ser soberbia, más que ignorancia, lo que nos hace creernos poseedores de la razón y de la verdad. A veces nos lo creemos tanto que negamos que la verdad y la razón puedan ser compartidas por otros. Todas las mitologías, incluida la hebrea, cuentan con un ser dotado de las mayores cualidades que, por soberbia, acaba hundido en su propio egoísmo. No otra cosa podríamos aprender de la historia de Lucifer. Su non serviam, ‘no serviré’, es muestra de esa oposición radical a las opiniones de los demás.

            Escribía Antonio Machado en Juan de Mairena que «Hay muchas maneras de pensar lo mismo que no son lo mismo». Una perogrullada, dirán algunos; un ingenioso trabalenguas, opinarán otros. Zalabardo sabe que no suelo descartar nunca la duda, actitud que prefiero por encima de la afirmación, o negación, tajantes. Por ese motivo le digo que, quizá, no sea ni una cosa ni la otra, y le sugiero que meditemos sobre lo que pudo haber querido decir don Antonio, hoy estaremos bastante con él, que también escribió aquello de «La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero», sentencia ante la que los protagonistas mostraron de inmediato su enfrentamiento. Y no hay que olvidar que, entre sus proverbios y cantares, incluyó este:

¿Tu verdad? No, la Verdad,

y ven conmigo a buscarla.

La tuya, guárdatela.

            Por una soberbia semejante a la de Lucifer rechazamos la opinión ajena, creídos de que en la nuestra aletea una certeza mayor. ¿Defecto de los españoles? Creo que defecto de la humanidad. En 2001, Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, hablaba en un artículo sobre lo frustrante que resulta la experiencia de preguntar a la gente, y a nosotros mismos, por el significado de palabras corrientes y asistir desconcertados a la disparidad de respuestas.

 

           ¿Quién niega ―le pregunto a Zalabardo― ser defensor de la verdad? Nadie. Y, sin embargo, ¿qué verdad es la que defiende cada uno? Retorno a Machado: «La verdad del hombre empieza donde acaba su propia tontería. Pero la tontería del hombre es inagotable». La tontería que acabó con la verdad de Lucifer fue la sobrevaloración de su inmenso brillo. La tontería de Agamenón y su porquero, nadie está a salvo de ser soberbio, provocó su desacuerdo sobre qué sea la verdad. Y por eso Machado decía lo de que no todas las maneras de pensar lo mismo son lo mismo o Adela Cortina manifestaba su frustración y desconcierto cuando se pregunta por el significado de palabras que pueden ser sencillas. Una de las conclusiones a las que se llega con estos razonamientos es que, casi siempre, el conflicto se inicia por un inadecuado uso del lenguaje. Lázaro Carreter nos enseñó mucho de eso con su El dardo en la palabra y Álex Grijelmo continúa la tarea orientadora con su En la punta de la lengua. No sabemos usar este maravilloso instrumento que poseemos.

            En su artículo, la catedrática valenciana desarrolla la tesis de que las personas vamos formando nuestro carácter gracias a dos principios: la felicidad y la justicia. La felicidad, por ser un proyecto muy personal (¿con qué puedo yo ser feliz?) no compete elegirla a la sociedad, a quien sí corresponde la competencia de sentar las bases de justicia que posibiliten esos proyectos personales. Por eso aceptamos como justo el respeto a unos derechos (a la vida, libertad, ingreso básico, educación, sanidad, vivienda, trabajo…) que, lógicamente, requieren unos deberes; por ejemplo, el de no atentar contra los derechos de otros. No atender los derechos supone caer en el más bajo nivel de justicia.

            Pero, sigue Adela Cortina, las personas hemos reducido lo que sea felicidad a bienestar. La confusión de palabras altera los objetivos, pues dejamos de soñar con utópicas formas de ser felices para conformarnos con una aceptable calidad de vida. Y cuando alcanzamos un prudente estar bien dejamos de preocuparnos por hacer lo justo. Por tanto, confundir felicidad con estar bien provoca el estallido del conflicto entre felicidad y justicia.

            Y como resulta frecuente arrimar cuanto se pueda las ascuas a la sardina propia, topamos con las distintas formas de pensar lo mismo que no son lo mismo y vemos a cada uno defendiendo su verdad sin mostrar demasiado interés solidario en buscar la Verdad. Eso explica que hagamos o digamos algo porque nos da la real gana o que fundamentemos la validez de cualquier actuación u opinión con el nada ético argumento de porque lo digo yo.


            Hacer lo que me dé la real gana o imponer la certeza de algo porque lo digo yo son las actitudes más egoístas y menos solidarias que podamos tomar. Quizá, porque no queremos ver hasta dónde llega nuestra propia tontería. O porque, al mismo tiempo que criticamos a los demás, nos cuesta aceptar que se nos critique. Me pregunta Zalabardo si la solución es callarse ante lo que no nos parece bien. Le contesto que no, pese a que tal idea la predique un libro que se ofrece como camino orientador de vidas: «cuando no puedes alabar, cállate». Trato de convencer a mi amigo de que se puede estar en desacuerdo con cualquiera, afear expresiones, opiniones o conductas, pero siempre desde la perspectiva de que puedo ser yo el equivocado al censurar y desde la disposición a aceptar mi error. Y le pido, finalmente, que lea estas palabras de Machado: «Benevolencia no quiere decir tolerancia de lo ruin o conformidad con lo inepto, sino voluntad de bien», a lo que añade casi a renglón seguido: «[pero] la crítica malévola que ejercen avinagrados y melancólicos es frecuente en España, y nunca descubre nada bueno».

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