Fernando Lázaro, allá por 1992, escribió un artículo que incluyó en aquella interesante serie titulada El dardo en la palabra. Me refiero a Macedonia de yerros, en el que dirigía uno de sus dardos al periodista que había escrito motivos economicistas en lugar de motivos económicos; afirmaba: «otro formidable barreno metido en el idioma lo constituye el prurito de injertar sufijos a los vocablos para darles apariencia más notable». Y llamaba la atención sobre cómo se iba extendiendo entre nosotros problemática en lugar de problema y analítica en lugar de análisis. Treinta y un años después, nos parece natural que un médico nos pida una analítica y no un análisis o que un asunto difícil, en lugar de crearnos un problema, dé pie a una compleja problemática.
Le digo a
Zalabardo que a estas palabras que se alargan mediante sufijos, sin que su
significado se altere, se les llama archisílabos o, si recurrimos
a un vocablo menos corriente, sesquipedales. Esta última, de
origen latino ―sesqui- significa ‘uno y medio’, como en
sesquicentenario, ‘100 + 50’―, proviene del campo de la versificación y designa
a un verso que es más largo de lo normal. El DLE dice todavía que
es ‘un verso o discurso largo y ampuloso’. Solo el Diccionario del
Español Actual (1999), de Manuel Seco, recoge claramente:
‘palabra muy larga’. Hablamos de archisílabos o sesquipedales
cuando se afirma que alguien «emplea una avanzada metodología
(por método) en su trabajo»; o que en tal centro «se presta una
atención personalizada (por personal) a los
clientes»
El dardo que lanzó Lázaro Carreter sirvió para que un catedrático de Filosofía Moral y Política de la UPV, Aurelio Arteta, emprendiese una particular lucha contra estos vocablos dilatados al publicar La moda del archisílabo (1997), al que siguieron Arrecian los archisílabos (2005) y Archisílabos a tutiplén (2010). Si ha escrito más sobre el tema, lo desconozco. En el último de los artículos que cito, me imagino que ya con espíritu resignado, reconoce: «Les espera larga vida entre nosotros. Me lo temía al observar que no han desaparecido del mercado lingüístico ni uno solo de los varios cientos ya divulgados, o cuando se constata, al contrario, la fruición con que los hablantes los siguen creando o paladeando».
Y no miente al
afirmar que son varios cientos los que él ha ido recogiendo y comentando
pacientemente. Podríamos hablar de culpabilizar (culpar),
conflictividad (conflicto), funcionalidad
(función), obligatoridad (obligación).
¿A quién de nosotros, al pasar por una ventanilla cualquiera con intención de
realizar un trámite, no le han pedido la documentación precisa en
lugar de los documentos? Del mismo modo, comprobamos que se
pierde la distancia, porque lo que hay es distanciamiento,
que una relación está tensionada y no tensa, que se
ha llegado a la finalización de un acto y no a su final…
Me ha causado
cierta sorpresa encontrarme en una página web, Archiletras, un
artículo publicado en 2019 en el que su autor, Julio Somoano, no habla
de injerto de sufijos ni de archisílabos, sino que recupera
el añejo término sesquipedal. Se titula el artículo Sesquipedilismo
o el arte de lo rimbombante. Y compruebo que Manuel Seco, para
darnos un ejemplo de sesquipedal elige una cita del periodista
deportivo Antonio Valencia, que fue subdirector de Marca, quien,
en 1970, habla de «emplear palabras sesquipedales y
grandilocuentes, como salen cuando un casi iletrado decide escribir con
afectado estilo…que pudiéramos llamar curial florido». O sea, que el fenómeno
no es nuevo.
Somoano define el sesquipedalismo como «creación de una
palabra por derivación innecesaria de un verbo, adjetivo o sustantivo. El
resultado es otro verbo, adjetivo o sustantivo con mayor número de sílabas,
pero que dice lo mismo». O sea, matización en lugar de matiz;
exceptuación en lugar de excepción, secuenciación
en lugar de secuencia, etc. La lista sería interminable.
Zalabardo, que es curioso por naturaleza me pregunta cómo se llega a esta situación, cómo aparecen los archisílabos. Le digo que todos los que han estudiado el tema coinciden en que este uso de palabras más largas de lo que debieran ser origina un estilo farragoso, pretencioso, ampuloso, rimbombante. O sea, que debiéramos evitarlo. Y Zalabardo insiste: ¿por qué, entonces, abundan? Por supuesto, le digo, estos usos no nacen en el seno del pueblo llano, aunque todos, alguien diría la totalidad, acabemos haciéndonos eco de ellos.
Siempre se ha dicho que hay personas que, por su profesión, rango o prestigio, gozan de una autoridad entre el común de la gente. Estas personas deberían ser consciente de su gran responsabilidad en el momento de hablar y de escribir, porque el pueblo las imitará. Si un periodista deportivo dice una vez y otra, sea en radio o en televisión que un jugador ha recepcionado el balón, que se ha posicionado así o asá, o que ha obstruccionado a un contrario, quienes lo escuchan dejarán de hablar de recibir, de ponerse, de obstruir. Y si un médico pide que nos hagamos una analítica, o un periódico habla del sobredimensionamiento de un problema, o un juez legitimiza algo, o el mismo presidente del Gobierno nos asegura que todo va en pro de una mejor gobernanza, que nadie tenga dudas: dejaremos de decir análisis, sobredimensión, legitimar o gobierno. Así son las cosas.
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