domingo, junio 18, 2023

LA GATA, LA RATA Y LA VIOLENCIA INTRAFAMILIAR

 

En la segunda parte del Quijote, en el capítulo sexto, mientras trata de que su señor le asigne un pago por sus servicios, Sancho, hombre de escasa cultura, ruega al caballero: «Una o dos veces he suplicado a vuestra merced que no me emiende los vocablos, si es que entiende lo que quiero decir en ellos, y que cuando no los entienda, diga: ‘Sancho, o diablo, no te entiendo’; y si yo no me declarare, entonces podrá emendarme, que yo soy tan fócil…». Naturalmente, don Quijote aprovecha este fócil para, siguiendo la petición del escudero, hacerle ver su descuidada expresión. El buen Sancho, inculto pero no tonto, se percata del juego irónico de su señor y concluye: «Apostaré yo que desde el emprincipio me caló y me entendió, sino que quiso turbarme, por oírme decir otras doscientas patochadas».

            Le digo a Zalabardo que, en nuestros días, no ya al hablar, aunque al final tocaremos el tema, sino al escribir, es bastante frecuente que se escapen numerosas erratas, prefiero ser prudente y llamarlas así antes que errores, por causa de los dichosos correctores automáticos. La tecnología ha puesto muchos medios a nuestro alcance y el más simple de los smartphones, que deberíamos llamar teléfonos inteligentes o limitarnos al más corriente móvil, ya que en la actualidad casi todos entran en esta categoría, contienen la función predictora que ‘anticipa’ lo que queremos escribir. Igual función encontramos en los ordenadores personales. Con esta avanzada función conseguimos que el aparatejo evite que escribamos *bender en lugar de vender, o *exhuberante en lugar de exuberante, por no aburrir con más ejemplos.

            Pero móviles y ordenadores, con la riqueza de posibilidades que ponen a nuestra disposición, pueden ser menos listos que Sancho y carecen, por el momento, de capacidad para distinguir si queremos escribir balido o valido en atender al valido/balido o para diferenciar porque, por que, por qué o porqué en frases del tipo pregunto porque/por qué quería; y posiblemente se les fundiría el chip si tuvieran que decidir cuándo es correcto errar es humano y cuándo herrar es humano. Pero tampoco aquí quiero amontonar ejemplos. Me limito a aconsejar que se revise lo que se escribe en un mensaje antes de pulsar la tecla que determina el envío. Así evitaríamos que se nos ponga delante un puntilloso aspirante a caballero manchego que nos llame la atención por escribir reducir cuando pretendíamos poner relucir o que lo correcto es dócil y no fócil. O que haga divertidos juegos de palabras a costa de una confusión que nos ha llevado a emplear gata en lugar de rata, cuyo sentido escapa a quienes no recuerden que en el capítulo veintidós de la primera parte de la obra de Cervantes se utilizaban juntos los términos gato y rato, que en lenguaje de germanía significan ‘ladrones’.



            Pero ya le he avisado antes a Zalabardo de que no todo es errar ―con o sin intención― a la hora de escribir. Que hablando ―acto en el que no existe ninguna clase de corrector automático al que culpar― también cometemos deslices que pudieran ser más graves que los anteriores. El peor de todos es el que viene alentado por una ideología negacionista o nos arrastra hacia ella. Lo que no tiene nombre no existe, defienden algunos sin contar, aunque no sea el mejor argumento, con que ya el famoso ontológico de san Anselmo decía que basta pensar una cosa para inferir de ello la inevitabilidad de su existencia. Igual que hay quien, quizá consciente de lo anterior, procura disimular y sostiene que la mejor manera para negar la existencia de algo es no mencionarlo ―aquello de lo que no se habla no existe―. Y también existe, y esta es la actitud más sibilina, quien modifica la palabra, la sustituye por otra sobre la que hipócritamente sostiene que designa lo mismo, aunque el objetivo no sea otro que el de hacer que dicho concepto quede suficientemente diluido. Esa es la senda de quienes viven enganchados a las verdades alternativas.

            Cuando escribo esto, Zalabardo sabe que esa es la razón que me mueve a hacerlo, estoy pensando en unas declaraciones que quien posiblemente sea, si no lo es ya, presidente de la Cortes Valencianas, José María Llanos. Este señor dijo hace unos días en una entrevista radiofónica: «La violencia de género no existe. La violencia machista no existe». Se le da un ardite que, en un gesto muy poco frecuente en la política de nuestro país, en 2017, durante el gobierno de Mariano Rajoy se firmase un Pacto de Estado contra la violencia de género. En ese Pacto de Estado, todas las fuerzas democráticas ―Podemos no firmó porque le parecía insuficiente su contenido― denunciaban la violencia machista como problema estructural en el que las instituciones deben ser parte: para prevenirla, para desarrollar medidas, herramientas y presupuestos para luchar contra ella y trabajar con el objetivo último de erradicarla.

        Esta semana, José María Llanos, y el partido al que pertenece, VOX, vienen a descubrirnos que no existe violencia machista, que lo que hay es violencia intrafamiliar. ¡Qué forma más indecente de disimular su necio negacionismo intentando confundir al personal con dos expresiones que son muy diferentes tanto en su forma como en su fondo! Hablar de violencia intrafamiliar es retorcer el idioma para robar a nuestra sociedad cuanto, con mucho esfuerzo se viene haciendo para erradicar la violencia machista. Si don Quijote se hallara frente a José María Llanos o frente a cualquiera otro de su cuerda, le gritaría lo que a aquel comisario que conducía a los presos a quienes el caballero pretendía dar libertad: «¡Vos sois el gato y el rato y el bellaco