domingo, junio 04, 2023

JOB Y LA RESILIENCIA


 La Inquisición abrió proceso a Antonio de Nebrija porque en sus trabajos para la elaboración de la Biblia Políglota proponía una corrección de lecturas erróneas basada en cuestiones puramente gramaticales y olvidando lo referente al dogma, que dejaba en manos de los teólogos. En su defensa escribió Apología, donde exponía sus razones y criticaba a quienes pretendían una revisión de las Escrituras sin conocer siquiera las lenguas originales en que se escribieron. Dijo de ellos: «Ignoran de hecho tanto quienes reconocen francamente que no saben qué es aquello sobre lo que se trata, como los que entienden una cosa en lugar de otra, como los que fingen saber lo que no saben».

            Le digo a Zalabardo que recuerdo a Nebrija porque a veces se me acusa de decir cosas que no digo o se entiende mal lo que digo. Admito que me puede caber alguna culpa de ello. Sin embargo, siempre pretendo que mis palabras vengan avaladas por una autoridad superior a la mía. E interesándome más el análisis objetivo del tema escogido, trato de evitar el juicio directo que pueda incomode. Una persona se ha sentido molesta y mantenía que tan fanático es quien no es partidario de la monarquía como quien niega la existencia de la covid y que sabía muy bien a quién votar. O sea, ni sabe de qué iba el apunte ni entiende los matices del prefijo anti-.

            Ante estas conductas, Zalabardo me aconseja, como mejor remedio, manifestar mi nivel de resiliencia. Y este término, resiliencia, me da pie para el apunte de hoy. La lengua ―no es opinión exclusiva mía, sino de cualquier mentalidad clara que conozca su naturaleza― pertenece al pueblo. La lengua se va haciendo con el uso diario de la gente normal y no puede imponerse desde una tribuna política, ni desde un púlpito, ni desde una fatuidad erudita. Y, lamentablemente, hoy se tiende bastante a eso.

            Sería absurdo negar que la lengua, sobre todo en su léxico, cambia según pasa el tiempo. ¿Quién solicita hoy algo por uebos (por necesidad), o quién le huele el anhélito (aliento), o quién se excusa por estar romadizo (acatarrado)? Estos cambios se han ido sucediendo de manera natural. No existe fecha de caducidad para una palabra ni fecha oficial en que se ha de producir un cambio. Sin embargo, hoy abundan los comisarios lingüísticos, los iluminados de la corrección política, los que se creen que pueden obligar a que la gente hable como a ellos les salga del alma. Y no es así; o no debiera. Porque de tales pretensiones surgen esos casos chirriantes de jóvenas, miembras, todes, persona de color (¿carece alguien de un color de piel?), personas con capacidades distintas (¿no es natural que, aunque iguales, cada persona se distinga por su capacidad para lo que sea?).

            Otras veces, lo que nos hace vulnerar la mutabilidad natural del lenguaje ―aunque lo hagamos de manera inconsciente― es el ansia de emulación, el deseo de seguir la moda. Una persona emplea una palabra y muchas otras, por mimetismo, la repiten. Y pudiera darse el caso de que, con tanta repetición, la palabra acabe por imponerse y arrojemos a la cuneta sinónimos válidos que habían venido funcionando hasta el momento. Veamos tres ejemplos, tan solo: resiliencia, empatía y empoderar.

            Resiliencia. Fue el presidente Pedro Sánchez, creo, quien la sacó a la pasarela. Un día, estábamos inmersos en la tragedia de la pandemia, apareció en televisión para anunciar un Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. La palabra se empezó a repetir en medios de comunicación, la utilizaban los políticos y acabamos todos colgados de ella. Pero no era un invento. Consulto el CORDE (Corpus Diacrónico del Español) y encuentro que el término ya aparecía en un libro, Tecnología Mecánica, escrito en 1938 por José Serrat y Bonastre. Porque resiliencia es un tecnicismo procedente de la metalurgia, que señala la ‘capacidad de un material para recuperarse de una deformación causada por un esfuerzo externo’.

 


           De ahí pasó a la sicología y al sentido más general, que supongo es el que quería darle Sánchez de ‘capacidad de afrontar dificultades con ánimo constructivo’. Es decir, ‘tras superar un problema, volver a ser como antes’. Nada que objetar, pero ¿por qué todo se vuelve ahora resiliencia y nos olvidamos de adaptación, elasticidad, fortaleza, optimismo, recuperación, paciencia y cuantos otros sinónimos podrían convenir a cada situación concreta? En el Libro de Job, en la Biblia, se nos cuenta la inconcebible serie de calamidades que tuvo que soportar Job. Cuando todos se preguntaban cómo no se rebelaba, Job dijo: «¿Cuál es mi fortaleza para esperar todavía? ¿Cuál mi fin, para llevarlo en paciencia? ¿Es mi fortaleza la de las piedras o es de bronce mi carne?». Su virtud fue la paciencia y por él nació el dicho Ser más paciente que el santo Job. Con las tendencias de hoy, a Job habría que considerarlo patrón de los resilientes.



         La empatía, ‘capacidad de adoptar el punto de vista de otros’. Aunque palabra «reciente», su linaje se remonta a tiempos muy lejanos. Tiene que ver con la raíz indoeuropea kwent(h)-, ‘sufrir’, de la que procede el griego páthos, ‘sentimiento’ y ‘enfermedad’. El documento más antiguo que encuentro en el CORDE de empatía es de 1965. El arquitecto Fernando Chueca Goitia, en su Historia de la Arquitectura Española. Edad Antigua y Edad Media, hablando de la catedral de Burgos, escribe: «Su cohesión arquitectónica […] nos hace sentir, por empatía, toda la sublime espiritualidad de este estilo». Y en 1966, María Moliner, en su Diccionario de uso del español, incluye empatía como término propio de la sicología: ‘capacidad de una persona de participar afectivamente en la realidad de otra’. La RAE no la recogerá en su diccionario hasta 1984. Y ahora, cuando se pide empatía con los demás, no se nos ocurre utilizar comprensión, ni solidaridad, ni afinidad.

             Y nos queda empoderar. Esta es la más nueva de todas. El CREA (Corpus de Referencia del Español Actual), puesto que no aparece en el CORDE, me da como documentación más antigua un libro de Carmen Alborch de 2002 titulado Malas. Rivalidad y complicidad entre mujeres. Allí dice que es un derivado del inglés empowerment, y que significa ‘impulsar cambios culturales sobre las relaciones de poder’. Hoy se emplea como ‘hacer fuerte a un individuo de un grupo social desfavorecido’ y ‘dar a alguien autoridad e influencia para hacer algo’. Por eso, sin tener que rechazarla, también se podría decir fortalecer, potenciar, conceder autonomía o habilitar a alguien.

1 comentario:

jaramos.g dijo...

Muy interesante.