La Inquisición abrió proceso a Antonio de Nebrija porque en sus trabajos para la elaboración de la Biblia Políglota proponía una corrección de lecturas erróneas basada en cuestiones puramente gramaticales y olvidando lo referente al dogma, que dejaba en manos de los teólogos. En su defensa escribió Apología, donde exponía sus razones y criticaba a quienes pretendían una revisión de las Escrituras sin conocer siquiera las lenguas originales en que se escribieron. Dijo de ellos: «Ignoran de hecho tanto quienes reconocen francamente que no saben qué es aquello sobre lo que se trata, como los que entienden una cosa en lugar de otra, como los que fingen saber lo que no saben».
Le digo a
Zalabardo que recuerdo a Nebrija porque a veces se me acusa de decir
cosas que no digo o se entiende mal lo que digo. Admito que me puede caber
alguna culpa de ello. Sin embargo, siempre pretendo que mis palabras vengan
avaladas por una autoridad superior a la mía. E interesándome más el análisis
objetivo del tema escogido, trato de evitar el juicio directo que pueda incomode.
Una persona se ha sentido molesta y mantenía que tan fanático es quien no es
partidario de la monarquía como quien niega la existencia de la covid
y que sabía muy bien a quién votar. O sea, ni sabe de qué iba el apunte ni
entiende los matices del prefijo anti-.
Ante estas
conductas, Zalabardo me aconseja, como mejor remedio, manifestar mi nivel de resiliencia.
Y este término, resiliencia, me da pie para el apunte de hoy. La
lengua ―no es opinión exclusiva mía, sino de cualquier mentalidad clara que
conozca su naturaleza― pertenece al pueblo. La lengua se va haciendo con el uso
diario de la gente normal y no puede imponerse desde una tribuna política, ni
desde un púlpito, ni desde una fatuidad erudita. Y, lamentablemente, hoy se
tiende bastante a eso.
Sería absurdo
negar que la lengua, sobre todo en su léxico, cambia según pasa el tiempo. ¿Quién
solicita hoy algo por uebos (por necesidad), o quién
le huele el anhélito (aliento), o quién se excusa
por estar romadizo (acatarrado)? Estos cambios se
han ido sucediendo de manera natural. No existe fecha de caducidad para una
palabra ni fecha oficial en que se ha de producir un cambio. Sin embargo, hoy abundan
los comisarios lingüísticos, los iluminados de la corrección política,
los que se creen que pueden obligar a que la gente hable como a ellos les salga
del alma. Y no es así; o no debiera. Porque de tales pretensiones surgen esos
casos chirriantes de jóvenas, miembras, todes,
persona de color (¿carece alguien de un color de piel?), personas
con capacidades distintas (¿no es natural que, aunque iguales, cada
persona se distinga por su capacidad para lo que sea?).
Otras veces, lo
que nos hace vulnerar la mutabilidad natural del lenguaje ―aunque lo hagamos de
manera inconsciente― es el ansia de emulación, el deseo de seguir la moda. Una
persona emplea una palabra y muchas otras, por mimetismo, la repiten. Y pudiera
darse el caso de que, con tanta repetición, la palabra acabe por imponerse y arrojemos
a la cuneta sinónimos válidos que habían venido funcionando hasta el momento.
Veamos tres ejemplos, tan solo: resiliencia, empatía
y empoderar.
Resiliencia.
Fue el presidente Pedro Sánchez, creo, quien la sacó a la pasarela. Un
día, estábamos inmersos en la tragedia de la pandemia, apareció en televisión
para anunciar un Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia.
La palabra se empezó a repetir en medios de comunicación, la utilizaban los
políticos y acabamos todos colgados de ella. Pero no era un invento. Consulto
el CORDE (Corpus Diacrónico del Español) y encuentro que el
término ya aparecía en un libro, Tecnología Mecánica, escrito en
1938 por José Serrat y Bonastre. Porque resiliencia es un
tecnicismo procedente de la metalurgia, que señala la ‘capacidad de un material
para recuperarse de una deformación causada por un esfuerzo externo’.
De ahí pasó a la sicología y al sentido más general, que supongo es el que quería darle Sánchez de ‘capacidad de afrontar dificultades con ánimo constructivo’. Es decir, ‘tras superar un problema, volver a ser como antes’. Nada que objetar, pero ¿por qué todo se vuelve ahora resiliencia y nos olvidamos de adaptación, elasticidad, fortaleza, optimismo, recuperación, paciencia y cuantos otros sinónimos podrían convenir a cada situación concreta? En el Libro de Job, en la Biblia, se nos cuenta la inconcebible serie de calamidades que tuvo que soportar Job. Cuando todos se preguntaban cómo no se rebelaba, Job dijo: «¿Cuál es mi fortaleza para esperar todavía? ¿Cuál mi fin, para llevarlo en paciencia? ¿Es mi fortaleza la de las piedras o es de bronce mi carne?». Su virtud fue la paciencia y por él nació el dicho Ser más paciente que el santo Job. Con las tendencias de hoy, a Job habría que considerarlo patrón de los resilientes.
La empatía, ‘capacidad de adoptar el punto de vista de otros’. Aunque palabra «reciente», su linaje se remonta a tiempos muy lejanos. Tiene que ver con la raíz indoeuropea kwent(h)-, ‘sufrir’, de la que procede el griego páthos, ‘sentimiento’ y ‘enfermedad’. El documento más antiguo que encuentro en el CORDE de empatía es de 1965. El arquitecto Fernando Chueca Goitia, en su Historia de la Arquitectura Española. Edad Antigua y Edad Media, hablando de la catedral de Burgos, escribe: «Su cohesión arquitectónica […] nos hace sentir, por empatía, toda la sublime espiritualidad de este estilo». Y en 1966, María Moliner, en su Diccionario de uso del español, incluye empatía como término propio de la sicología: ‘capacidad de una persona de participar afectivamente en la realidad de otra’. La RAE no la recogerá en su diccionario hasta 1984. Y ahora, cuando se pide empatía con los demás, no se nos ocurre utilizar comprensión, ni solidaridad, ni afinidad.
Y nos queda empoderar.
Esta es la más nueva de todas. El CREA (Corpus de Referencia del
Español Actual), puesto que no aparece en el CORDE, me da como
documentación más antigua un libro de Carmen Alborch de 2002 titulado Malas.
Rivalidad y complicidad entre mujeres. Allí dice que es un derivado del
inglés empowerment, y que significa ‘impulsar cambios culturales
sobre las relaciones de poder’. Hoy se emplea como ‘hacer fuerte a un individuo
de un grupo social desfavorecido’ y ‘dar a alguien autoridad e influencia para
hacer algo’. Por eso, sin tener que rechazarla, también se podría decir fortalecer,
potenciar, conceder autonomía o habilitar
a alguien.
1 comentario:
Muy interesante.
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