Sin duda corrían tiempos difíciles. No habían pasado tan pocos años como para que todos tuviesen plena conciencia de la negra experiencia de la guerra ni tantos como para que alguien pudiese creer que estaba libre de sus consecuencias.
Los niños, pues, corrían y jugaban sobre el polvo de las calles ajenos a la pesada losa que aún gravitaba sobre la cabeza de los adultos; los hombres procuraban allegar cada día a sus casas lo necesario para el sustento de la familia y las mujeres soñaban una vida menos ingrata identificándose con las heroínas de las novelas de la radio y escuchando los programas de discos dedicados.
Fuera de eso, el pueblo podía huir, siquiera temporalmente, de sus miserias en ocasiones contadas: el concurso de villancicos por Navidad, las procesiones de Semana Santa, la feria y la función teatral de los frailes del convento del Carmen.
Los frailes acostumbraban cada año a organizar una función a beneficio de la comunidad. Para ello solicitaban la colaboración desinteresada de artistas locales. La relación de actuaciones se alteraba poco de un año a otro: Maruchi Pulido, canzonetista amateur, como se decía en los programas de mano, interpretaba boleros y rancheras mejicanas; Adelardo Tabares, del comercio, ejecutaría maravillosos juegos de magia y prestidigitación; el Terele ofrecería un sentido repertorio flamenco acompañado a la guitarra por Paco el de la Puri; Rodolfo Ortiz, rapsoda, deleitaría al distinguido auditorio con los más destacados poemas de los mejores poetas de nuestra tierra; y fray Anselmo, de la comunidad, protagonizaría, secundado por alumnos del Colegio, un divertido entremés.
De todo el elenco, lo que más atraía al público era la actuación del rapsoda. Rodolfo Ortiz, hijo de viuda, pasaba casi todos los días de su vida tras el mostrador de la pequeña tienda de comestibles de su madre. Rodolfo Ortiz, decían las malas lenguas, era tan feo como buen hijo. Tenía labia y simpatía que desarrollaba atendiendo a la clientela, pero ya había sobrepasado la edad de treinta y cinco años y su fealdad había conseguido que ninguna mujer se enamorara de él. A esto había que unir que poseía una pierna más corta que la otra y que una exagerada suela de casi quince centímetros no lograba disimular su nada grácil cojera sino que incluso la acentuaba.
Pero Rodolfo Ortiz no vio agriado su carácter por tan poco atractiva figura. Y buscando una salida a las dotes que pudiera tener, se aficionó a la poesía, empujado por el ejemplo de los recitadores que escuchaba en Radio Sevilla o en Radio Madrid. Y de esta forma, de noche y en la soledad de su dormitorio, imitaba el estilo de las figuras a quienes admiraba, y procuraba conseguir la modulación de la voz, el sentimiento y el dramatismo que percibía en sus modelos. Hasta que, un año, Rodolfo Ortiz se ofreció a los frailes para el espectáculo.
Su actuación hizo furor. Durante días no se habló de otra cosa en el pueblo. Es verdad que, pese a su éxito, seguía sin que ninguna mujer se enamorase de él. Pero ya no era solo el tendero solícito y amable que atendía en la tienda de su madre. Ahora conmovía los corazones de quienes lo escuchaban recitar aquellos poemas populares de los autores de la tierra. En el pueblo, algunos llegaban a defender que recitaba incluso mejor que los actores que lo hacían en la radio.
Así, no había fiesta en el pueblo que no requiriera su presencia. A él, el poema que más le gustaba interpretar, porque, según decía, él no recitaba sino que interpretaba, era el del Piyayo, de José Carlos de Luna. Ponía un especial énfasis y todo su cuerpo parecía trasformarse cuando decía aquello de ¡A chufla lo toma la gente!... / ¡A mí me da pena / y me causa un respeto imponente! Tampoco le disgustaba el de La Chata en los toros, de Rafael Duyos. Sin embargo y pese a eso, decía entre sus amistades más cercanas que el que creía que le quedaba mejor era el de Gabriel y Galán Mi vaquerillo.
Pero, lo que son las cosas, lo que la gente más le pedía y lo que, por eso mismo, solía quedar para cerrar sus actuaciones era el Romance de “El Feo”, de Rafael de León y Antonio Quintero, pareja que con el Maestro Quiroga formaron la primera trinidad de la copla andaluza; la segunda, ya se sabe, la integraron Ochaíta, Valerio y Solano. Alguna vez receló si no habría intención malévola en tal petición. Pero su madre hacía desaparecer los nublados de su mente y lo convencía de que todo era porque lo recitaba muy bien y ponía en él mucho sentimiento. Y así, Rodolfo Ortiz se habituó a cerrar sus actuaciones con aquella melodramática historia.
Rafael de León (1908-1982) y Antonio Quintero (1895-1977): Romance de “El Feo”
Ya se me olvidaba, amigos,
que ayer prometí contaros
los motivos y razones
de por qué soy legionario.
Mientras leía esta carta,
lo estaba recordando.
Yo era el chaval más humilde,
más bueno y más desgraciao
que se inscribió en los padrones
de la Cabecera el rastro.
Y aunque mi madre era guapa,
según los que la trataron,
mi padre fue, por lo visto,
un feo tan exaltao,
que se miró en un espejo
y, al verse, palmó en el acto.
Y esta cara fue la herencia
que mis papás me dejaron:
moreno-verde-aceituna,
pelos tiesos, chiquitajo,
nadie me llamaba Antonio,
—que así es como me llamo—,
sino “El Feo”. Con el nombre
de “El Feo” me bautizaron
las comadres que llevaban
a sus retoños en brazos
llamándoles rey del mundo,
tesoro, mi cielo, encanto.
Yo jamás supe lo que era,
ni de limosna, un halago.
De pequeño, me vengaba
con los chavales del barrio;
patás en las espinillas,
mojicones, cascotazos,
a este le quito la gorra,
tumbo a aquel otro en el fango,
que polvos de pica-pica
por el cogote a puñaos,
que al que pesco en una fuente
lo empujo y al agua, pato.
Del Feo todos decían
que era de la piel del diablo,
y el Feo todas las noches
se adormilaba llorando...
Y al fin le salió la barba;
y allá va un mocito honrao
que sabe ganarse a pulso
la vida con su trabajo.
Le siguen llamando El Feo...
¡Qué más da! Si al fin y al cabo
los hombres pueden ser hombres
aunque no estén... ondulaos.
De novias, con mi carita,
¿pa qué iba a meterme en gastos?
Le digo a cualquiera “envido”
y, al verme, le da un colapso.
Pero el sino se presenta
cuando menos lo esperamos.
Un chaval que lo bautizan
a escote los de mi patio,
una madre que, en los ojos,
lleva escrito el desengaño.
Yo, que me muero de pena,
que me doy tres latigazos,
que se me olvida mi rostro,
que me acerco al cristianao,
y en una copla, a la madre,
mi corazón le regalo:
“Con esa fló de tu rama,
voy a hasé una caridá,
yo tengo cuatro apellíos,
los cuatro le voy a dá,
como si fuera hijo mío.”
Y lo cumplí; a los dos meses
yo era ya un hombre casao
con una mujer bonita, seria,
leal, de buen trato,
y con un hijo que, sobre el alma,
yo me lo puse a caballo.
Los que me llamaban feo
me lo siguieron llamando
con razón; pero ella nunca
puso tal nombre en sus labios
y yo, se lo agradacía;
y así vivimos tres años
sin ella decirme “El Feo”
ni yo nombrarle el pasao.
Recuerdo que fue un domingo...
Yo tenía al chico en brazos
cuando una sombra en la puerta
preguntó: “—¿está la Rosario?
—Está para mí —le dije—,
para usted ya la enterraron.
—Pues vengo a resucitarla
y a llevarme ese macaco,
porque lo feo se pega
y usté lo es un rato largo.”
No dijo más... Ni un suspiro...
Cayó como cae un árbol
cuando lo siegan de golpe
los cien cuchillos de un rayo.
Pero ella sí que me dijo
viendo en tierra aquel guiñapo...
Me lo dijo sin palabras...
Me miró de arriba abajo
de una manera tan fina,
diciéndomelo tan claro,
que nunca pensé que un mote
pudiera hacer tanto daño.
Los jueces dijeron: “¡Libre!”
Yo respondí: “¡Condenado!
¿A quién vuelvo yo los ojos?
¿Dónde encamino mis pasos?”
Y la bandera de España
me contestó: “—A mí, muchacho!
¡Ven, que yo seré tu madre,
que te daré amor y amparo,
y te enseñaré el secreto
de andar con la frente en alto
y a ser novio de la muerte,
que es la novia de los guapos!”
Y aquí estoy, con esta carta
que hoy ha llegado a mis manos,
donde un chiquillo me dice:
“—Papá, tengo tu retrato.
Me gusta mucho que seas
caballero legionario,
porque, con ese uniforme...
¡mecachis, que sí estás guapo!”
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