martes, marzo 15, 2011

14. EL CUADERNO ESCONDIDO. 14. EMILIO (Leyendo a Bertolt Brecht)


Por los anchos y altos pasillos de lo que fue la antigua Fábrica de Tabacos, donde ahora estaban las Facultades de Letras, Derecho y Ciencias, su figura pasaba desapercibida, se diría incluso que resultaba insignificante. Su vestimenta casi siempre oscura, pantalón gris y chaqueta negra no sufría cambio en ninguna estación; si acaso, cuando llegaba la primavera y los calores comenzaban a sentirse por las calles de Sevilla, se despojaba de la chaqueta y aparecía siempre con camisa blanca.
Emilio, que ese era su nombre, había nacido en un pequeño pueblo de la sierra de Huelva, de la zona de donde proceden los fandangos. Entre los compañeros pasaba por ser persona discreta y callada. Si por algo destacaba era por su constante y apasionada defensa de las novelas de Pío Baroja.
Casi nadie sabía dónde vivía, aunque a mí me llevó un día a su casa con el pretexto de que revisáramos unos apuntes. Vivía en un destartalado edificio de la calle Golfo, cercana a la Plaza de la Alfalfa. Allí, en casa de una viuda gorda y de aspecto desaliñado, tenía alquilada una oscura y apenas ventilada habitación. La única nota feliz de aquella vivienda era una sobrina de la dueña que se pasaba el día con la radio a todo volumen y acompañando con su propia voz las canciones que emitían.
Emilio, tan discreto, tan silencioso, tan poco dado a explayarse con nadie, me hizo partícipe, sin que yo supiera por qué, de su mayor secreto, no sin antes exigirme que no hablaría de ello con nadie.
—Es que contándote esto puedo poner en peligro a muchas personas.
Tuve que terminar jurándole que sería mudo como una tumba.
—Verás, es que yo soy correo y necesitamos a otra persona que nos ayude en esta función.
Yo no tenía la menor idea de qué era aquello de lo que hablaba y, un poco en broma, le contesté que yo no conocía a otro correo que el del Zar, Miguel Strogoff, y a los carteros que cada día salían con sus enormes carteras del edificio de la Avenida.
Emilio me dijo que me hablaba de algo muy serio. Me contó que pertenecía a las Juventudes Socialistas y que sobre él recaía la misión de recibir cartas y comunicaciones de otras personas y organizaciones para evitar que los responsables fuesen descubiertos. Según me dijo, en Sevilla se movía en la clandestinidad un grupo con mucha influencia y había que evitar por todos los medios que la policía pudiese llegar hasta ellos. Y me mencionó, entre otros, a un tal Isidoro, del que hablaba con fascinación.
—Por supuesto que Isidoro es un nombre ficticio y yo de él no conozco salvo su nombre, pues todos cuidan muy bien de que no se sepa quién es. La cosa es que necesitamos alguien más que haga de correo y yo había pensado en proponértelo.
Le contesté que yo era muy miedoso y que no me atrevía a lo que me solicitaba, aunque podía estar seguro de que no hablaría de aquello con nadie.
Desde aquel día, sin embargo, fuimos muy amigos. Él me buscaba a veces por los pasillos de la Facultad y juntos nos íbamos bastantes tardes a pasear por los Jardines de Murillo o por las orillas del Guadalquivir.
Me hablaba de sus proyectos políticos, asunto del que yo casi no entendía nada, y me animaba a que asistiera a las asambleas de la Facultad. En alguna ocasión, me rogó que le guardara un libro, o un sobre cerrado, o algunos documentos. Yo le hacía el favor, sin preguntarle nunca nada y sin ser consciente del conflicto en que podía verme involucrado.
Periódicamente me prestaba libros que, decía, no se podían conseguir en España y me hablaba de poetas a los que yo no conocía y de una poesía distinta a aquella de la que nos hablaban en clase.
En casi todas sus conversaciones, antes o después tenía que salir aquello de “cuando muera el general...” porque, añadía, era muy difícil pensar en un triunfo revolucionario que devolviera las libertades mientras el general viviera. Y es que él no decía nunca “Franco”, sino “el general”.
Estábamos en 1966 y la Universidad era un foco de continuados conflictos. Por supuesto, ninguno de los dos, como casi nadie, éramos conscientes de que no mucho después estallaría lo que pasó a la historia como “el mayo francés del 68”, que tanto supondría en toda Europa, y del que aquí apenas si nos enteramos.
Poco después, cuando ese curso acabó, nos tuvimos que separar. Emilio seguiría en la Universidad sevillana mientras yo me marchaba a otra para completar mis estudios. Desde entonces, no hemos vuelto a vernos.


Bertolt Brecht (1898-1956): General, tu tanque es más fuerte que un coche


General, tu tanque es más fuerte que un coche.
Arrasa un bosque y aplasta a cien hombres.
Pero tiene un defecto:
necesita un conductor.


General, tu bombardero es poderoso.
Vuela más rápido que la tormenta y carga más que un elefante.
Pero tiene un defecto:
necesita un piloto.


General, el hombre es muy útil.
Puede volar y puede matar.
Pero tiene un defecto:
puede pensar.

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