sábado, abril 23, 2022

DÍA DEL LIBRO 2022

Me pidieron hace unos días que, con motivo del Día del libro, grabara un vídeo de no más de 30 segundos en el que hablase de cuál es mi libro preferido y por qué razones y en el recomendase un libro y explicara por qué. Zalabardo me miraba y yo lo miraba a él. No entendíamos qué tal cosa fuese posible en tan escaso tiempo. Mi amigo se reía: «Te lo han pedido a ti», me decía, dando a entender que poca ayuda podía prestarme.

            No soy capaz de elegir mi libro preferido por la sencilla razón de que no existe tal libro; tendría que citar varios, tal vez demasiados, porque cada libro posee algo peculiar que no solo lo convierte en una experiencia concreta e irrepetible, sino que te habla de una manera diferente cada vez que regresas a él. Lo tópico, lo que primero se viene a la boca es responder que el Quijote. Y en mi caso pudiera ser, entre otras razones porque casi aprendí a leer en él, en una edición infantil, y jamás olvidaré cómo mi maestro de primaria nos ponía en semicírculo e íbamos pasando el libro de una mano a otra. En la actualidad, lo sigo leyendo regularmente y cada vez que me enfrento a un capítulo hallo algo que no había visto en la lectura precedente. Tengo, creo, que seis ediciones diferentes, entre ellas la anotada por Rodríguez Marín, mi paisano, y la ilustrada por Dalí.

            Pero no podría quedarme ahí. Si hago memoria, no puedo callar las lecturas juveniles que me atrajeron de manera especial; quizá la que más, La isla del tesoro, de Stevenson y el conjunto de las novelas de Verne, con Miguel Strogoff y 20000 leguas de viaje submarino a la cabeza.


            Un día descubrí, casi por casualidad, Platero y yo y mi admiración, con una laguna grande de años por medio, acabaría derivando en un respeto muy grande hacia la hondura poética de Juan Ramón Jiménez, en especial Dios deseado y deseante y el extenso poema Espacio. Entre medias, se me aparecieron los clásicos, Homero como abanderado con la Iliada y la Odisea. Ya bastante tarde, he conocido el inmenso Poema de Gilgamesh. Que no se olvide la Carta a Meneceo, de Epicuro. En los clásicos está todo lo que un lector quiera encontrar, creo que nada hay en la literatura que no tenga su origen en ellos.

            A lo largo de mi dilatada vida se han ido añadiendo libros y autores. Joseph Conrad y El corazón de las tinieblas, las Hojas de hierba de Whitman; Las uvas de la ira, de Steinbeck y el delicioso cuento La perla. ¿Y dónde deja uno El viejo y el mar, de Hemingway? Y mientras escribo esto, pienso que he olvidado mencionar a Dante y su inmortal Comedia, que he callado los nombres de Montaigne, de Machado, de Valle-Inclán, de Delibes… ¿Esconderemos a Dostoievski o a Kafka? ¿Y a Goethe? ¿Hay un libro de amor más profundo que El cantar de los cantares?

            Y, claro, al hablar de preferencias, debo citar ineludiblemente al mejicano Juan Rulfo y su impresionante Pedro Páramo, para mí la mejor novela en español después del Quijote; si el realismo mágico tiene un profeta y un origen puede que ahí esté una cosa y la otra. Caigo en la cuenta, entonces, de qué pasa con La amortajada, de la chilena María Luisa Bombal, que ya anticipó ese género en 1938. O con Madame Bovary, de Flaubert, pilar de la novela moderna.

            Con esos antecedentes, ¿puedo elegir un libro que y considerarlo mi preferido? Es de todo punto imposible. ¿Y recomendar? ¡Qué tarea más complicada! ¡Qué riesgo aconsejar a alguien que lea tal o cual libro y, más aún, razonar por qué ha de hacerlo! Si es antiguo, por lo ya dicho; si actúa, porque se publica tanto que a uno le quedan muchos buenos libros por descubrir. Por eso, cada persona ha de encontrar su libro, sus libros, porque cada lector es diferente a los demás y cada libro encierra universos infinitos que no todos percibimos de igual manera.

            Zalabardo sabe que, en esta cuestión, siempre prefiero decir qué estoy leyendo antes que recomendar que otros lo que han de leer. Por ejemplo, en estos instantes estoy leyendo Apología, de Antonio de Nebrija, alegato en el que defiende el criterio filológico para la revisión de la Biblia para hacer frente a los fanáticos que quisieron llevarlo ante la Inquisición. Y, como estamos en el año de su centenario, releo también Ulises, de James Joyce, como he vuelto a leer El infinito en un junco, de Irene Vallejo, la Comedia de Dante, la Odisea y los Poemas de Allan Poe. Creo que vivo una etapa en que releo más que leo. Y ya que soy más aficionado a la novela que a otros géneros, lo último ha sido Volver a casa, de Yaa Gyasi; Horas muertas, de Garriga Vela; A corazón abierto, de Elvira Lindo; Volver a dónde, de Muñoz Molina y Sacramento, de Antonio Soler. En este proceso de revisión de preferencias, ¿habría que dejar fuera los diccionarios?

           Mañana, Zalabardo me avisa que ya hoy cuando escribo, es el Día Internacional del Libro y de los Derechos de Autor, que esa es la denominación oficial. Por eso le cuento a mi amigo algunos detalles. Por ejemplo, que esta fiesta comenzó a promoverla en 1923 un español, Vicente Clavel, creador de la Editorial Valencia. En 1926, mediante decreto, se estableció el Día del Libro Español, que inicialmente se celebraría el 7 de octubre, para pasar en 1930 a la fecha actual de 23 de abril. Y que, en 1995, la UNESCO decidió establecer en tal fecha el actual Día Internacional del Libro. Le explico también a mi amigo que, pese a lo que se afirma, Cervantes y Shakespeare no coincidieron en morir es esta fecha. Cervantes falleció el 22 de abril de 1616 y el 23 fue sepultado. Pero en España regía el calendario gregoriano mientras que los ingleses se guiaban por el juliano; y el 23 de abril de este último se corresponde con el 3 de mayo nuestro. Por último, que esa fecha de 23 de abril es también la fecha del fallecimiento del Inca Garcilaso, de William Wordsworth o de Josep Pla.

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