Todo propósito, ya lo dije, es
válido para hacer el Camino. Solo se precisa voluntad para cargar la mochila al
hombro y ganas de echarse a andar. Sin miedo al cansancio ni a las ampollas,
que, al fin, todo se supera. Cada uno debe marcar su ritmo.
Le había indicado a Zalabardo, y
aquí lo dejé anotado, que este año aprovecharía para ahondar en los albores de
la leyenda jacobea, para hablar con la gente sobre los orígenes. Y, en este
aspecto, debo reconocerlo, el viaje ha sido un pequeño fracaso.
Aymeric
Picaud cuenta en el Códice
Calixtino que, tras su regreso
desde Galicia a Palestina, Santiago
fue condenado a muerte por Herodes.
Algunos discípulos, se habla de Atanasio
y Teodoro, robaron su cuerpo y lo
depositaron en una barca que lanzaron al mar y, milagrosamente, llegó, siete
días después, a Iria (la actual Iria Flavia, en Padrón). Unos afirman que la
barca vino sola, con el cuerpo del santo. Otros, que la pilotaban sus discípulos.
Hay quien sostiene que era de piedra. Los más niegan esto último y sostienen
que la única piedra verdadera es el pedrón que da nombre al pueblo y al que amarraron la barca. Aún puede verse
bajo el altar de la iglesia de Santiago.
Llegados a Galicia, sigue Aymeric, se presentaron ante la reina Lupa para que les concediera un terreno
donde sepultar el cuerpo y erigir un templo. La reina, maliciosamente, los
envió a Dugio (la actual Duio, junto a Finisterre) donde sería atendida su
petición. Una vez allí, Atanasio y Teodoro fueron apresados. Sin embargo,
con ayuda divina, escaparon. En la persecución, tras atravesar un río por un
puente, este se hundió provocando la muerte de los perseguidores.
Ne nuevo en el palacio de Lupa, le afearon su conducta y reiteraron
la petición. Lupa los envió a un
monte en el que hallarían unos bueyes; podrían coger los que necesitaran para
uncirlos a un carro y transportar el cuerpo al lugar que creyeran conveniente.
Pero en lugar de mansos bueyes encontraron fieros toros que, a la vista de la
cruz, se amansaron. Tales portentos fueron causa del arrepentimiento y conversión
de Lupa.
Luego viene eso de que, en la
conducción del cadáver del apóstol, sus discípulos vieron una noche cómo una
brillante estrella iluminaba la cima de un cerro. Tomaron aquello como una
señal divina y decidieron que allí tendría su sepultura el santo. Eso es lo que
significa Compostela, campus stellae,
‘lugar de la estrella’.
Aunque muchos piensan que el Camino
de Santiago por antonomasia es el llamado francés, los lugares de la leyenda están
más ligados al portugués, que también es más literario (se camina por la tierra de Mendinho, de Martín Codax, del rey don Denís). Pero, lo que son las
cosas, el tiempo lo ha ido alterando todo y, para los viajeros actuales, y no
sé si para la Xunta de Galicia y el Xacobeo, la cuestión parece asunto
menor. En Rua de Francos, a escasos doce kilómetros de Santiago, nos detuvimos
solo con la intención de visitar el Castro Lupario, solar de la reina Lupa. Gracias a quienes regentaban el
alojamiento (que empezaron por extrañarse de nuestro deseo) supimos por dónde
se accedía, aunque llegar a él no fue fácil. No había ni una sola señal, ni una
indicación. Perdimos el camino y hubimos de volver dos veces sobre nuestros
pasos; hallada la senda correcta, cuando nos vimos en la cima (eran las siete
de la tarde y el calor aún apretaba) nada permitía imaginar la existencia de
ruinas. Fue preciso exponernos a los arañazos de los zarzales y atravesar una
espesa maleza (y uno no está ya para emular a Quatermain) para dar al
fin con lo que resta del Castro Lupario: breves restos de muretes
y amontonamiento de piedras que la vegetación ha ido engullendo y que, de no
poner remedio, pronto hará desaparecer. A las fotos me remito.
¿Y qué queda de Dugio? No lo sé. El
último día, aprovechando las horas que restaban para coger el avión de vuelta,
fuimos a Finisterre. Pero ningún mapa de carreteras de Galicia, llevábamos el oficial de la Xunta, marca cómo se llega Duio, el
pueblecito actual. El dueño del restaurante donde comimos trazó, sobre un mapa que
adjunta a la publicidad de su local, tres diseños diferentes porque no estaba
seguro de que ninguno fuese fácil de interpretar. Y eso que, afirmaba,
estábamos solo a tres o cuatro kilómetros. Pues bien, no lo encontramos. Ignoro
si por torpeza nuestra o por falta de señalización adecuada. Tal vez por las
dos cosas. También espero que podáis apreciarlo en la foto.
Hablar con la gente sirvió de poco.
Encontramos pocas personas que supieran de la leyenda. Si acaso, conocían lo de
la barca, aunque se mostraban incrédulos (tal vez sea cosa de los tiempos)
sobre su pétrea naturaleza: “¿Quién ha visto alguna vez”, decía uno, “que una
barca de piedra flote en el agua?” En tierra de poetas, parece no quedar mucho espacio para la poesía. En Tui, en la terraza de un bar coincidimos,
mesa con mesa, con dos matrimonios mayores, ambos gallegos. El inusual calor
fue el tema que dio pie a la conversación. Luego pasamos a lo que yo buscaba.
Uno de los hombres sostenía, muy serio, que Santiago no desembarcó en Padrón, sino en Tui. “Compostela”, mantenía,
“arrebató el santo a Padrón, que antes se lo había arrebatado a Tui”. El otro,
con mayor seriedad aún, replicó: “Yo soy gallego como el que más, pero aunque
nos pese, la historia es la historia: Santiago
no llegó a España ni por Tui ni por Padrón; llegó por Cartagena”. Y no dijo más.
Lo único de que puedo dar fe es de
que, en Padrón, a orillas del Sar y cerca de la iglesia de Santiago, hay una fuente sobre la que se puede ver tallada la escena de Atanasio y Teodoro
transportando el cuerpo difunto de Santiago
sobre la barca y encima, en una hornacina, Santiago
bautizando a la reina Lupa. Llamativo
anacronismo si no, en verdad, portentoso milagro; porque cuando ella se
convirtió, si atendemos a la leyenda, el santo llevaba ya un tiempo separado de
su cabeza.
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