Antonio. En el Camino portugués no
se encuentra uno con mucha gente. En eso no es comparable al francés. Aun así,
no faltan ocasiones para conocer personas e intercambiar vivencias. Como Luis y Carmela, el matrimonio de Fuengirola, que hace el Camino cada año
desde que hace cinco se les murió un hijo. O como las chicas de Valencia a las
que hallamos en un bar de Orbenlle (dos de ellas) preocupadas porque una
tercera compañera se había perdido. Al final resultó que las estaba esperando
en un área de descanso cincuenta metros más adelante. O como Giulia (¿o era Gina?), la italiana a la que, en Redondela, ayudamos a buscas una
farmacia para atender sus llagados pies. O como Antonio, el portugués que conocimos en Padrón y que contaba, al
borde del agotamiento, que peregrinaba desde Roma siguiendo la costa, primero
la mediterránea y luego la atlántica. Mostraba, orgulloso, todas sus credenciales
selladas y un pequeño cuaderno con fechas, saludos de ánimo, direcciones y nombres.
Caía ya el día, pero decía que necesitaba llegar a Santiago aquella misma noche.
A la mañana siguiente, a la altura de A Escravitude, vimos como alguien, desde
lejos, en una fuente, nos llamaba con gestos vivos. Era Antonio. Empleé el zoom de la cámara. La foto salió movida, pero os
la muestro. Nos acercamos extrañados de verlo aún por allí. El cansancio y el calor,
nos confesó, lo habían rendido y durmió en un lavadero de la parroquia de Tarrío,
sobre una manta que le dejó una buena
mujer para evitar la dureza del suelo. Desayunamos juntos y hablamos. Llevaba
tres meses andando a una media de cuarenta kilómetros. Un cálculo rápido nos
permitió deducir que había recorrido más de 3500.
Cela y Rosalía. A Padrón entramos
rodeándola, siguiendo el curso del Sar, Viendo sus aguas, pensé antes en Rosalía que en Cela. Los dos parecen disputarse la representación de su pueblo,
pero casi todo muestra la diferencia de sus caracteres. Aunque ambos, cada uno
en un extremo, presiden con sendas estatuas el Paseo del Espolón, la de ella es
de granito, como su tierra; la de él, de bronce. A Rosalía se le dedica una pequeña calle en el casco antiguo; Cela se apropia de un largo tramo, con
el nombre pomposo de avenida, de la carretera de Santiago. La casa-museo de Rosalía está en las afueras, apartada
del bullicio; la Fundación Cela se
levanta, imponente, frente a la antigua Colegiata de Iria Flavia, paso obligado
y en cuyo cementerio reposa. Después de ducharnos y descansar salimos a comer. Gente
del lugar nos aconsejó, “si queríamos comer bien, barato y comida casera”, ir a
O
Paraíso, cerca de la Plaza de Macías. Allí fuimos: pimientos de Padrón,
tortilla de patatas, zorza y raxo. El pequeño local estaba vacío y pasamos la
comida hablando con el dueño de todo lo divino y humano. En un momento, como el
impertinente que pregunta a un niño si quiere más a papá o a mamá, solté si en
el pueblo se apreciaba más a Cela o
a Rosalía. No titubeó: “A Rosalía se la ama; dio nombre a Padrón.
Cela, en cambio, fue un cabrón.
¿Alguien lo oyó alguna vez decir algo bueno de su pueblo? Y su Fundación no es sino una máquina de
robar”. Cambié de tema y hablamos de lampreas. Por la tarde, cuando visitamos
la iglesia de Santiago y cruzamos el puente sobre el Sar, recordé los versos de
Rosalía:
¿Qué es soledad? Para llenar el mundo
basta a veces un solo pensamiento.
Por eso, hoy, hartos de belleza, encuentras
el puente, el río y el pinar desiertos.
La bandera de Galicia. Una vez, le
digo a Zalabardo, oí a Juan Ángel
decir que la bandera de Galicia era un “error de diseño”, porque su banda azul
representaba al río Miño y dicho río discurre de noreste a suroeste y no al
revés como sucede en la enseña. Tenía curiosidad por conocer la opinión de los
gallegos. Las respuestas fueron múltiples, aunque a todos extrañaba lo del Miño
y casi nadie daba razón sobre los colores blanco y azul. En un bar, una
camarera me dijo: “Mire usted, yo soy de pueblo y de esas cosas no entiendo”.
Una encargada de una oficina de turismo contestó ingenuamente: “Eso lo estudié
en la escuela, pero ahora no me acuerdo”. Un señor me dijo con aires de suficiencia:
“El azul es la pureza”. En el ayuntamiento de Porriño reconocieron: “La verdad
es que no lo sabemos, pero si nos deja su dirección, haremos la consulta y le
contestaremos”. Recibí la respuesta. Me remitían a una página de Internet en
que se habla de que la bandera de Galicia la diseñaron gallegos emigrados a
Cuba y que el poeta Castelao fue
quien primero relacionó la banda azul con el Miño; pero de la historia y significado
de los colores no se dice nada.
Gastronomía. Toda caminata pide,
después, una buena comida. José María Bocanegra
nos había recomendado la marisquería Romasa, de Arcade. Las nécoras, las
navajas, las gambas y las cigalas, exquisitas. Sin embargo, con las ostras no
nos atrevimos. Como tampoco nos atrevimos en otros lugares con las lampreas. En
Pontevedra, el pulpo que preparan (en plena calle) en Ruzo está de muerte. Si
se va a Finisterre, se debe visitar, en la playa de Langosteira, Tira
do Cordel. Algo más caro, pero un día es un día. En Rua de Francos, en
pleno camino y en lugar tan pequeño, sorprende un local como O
Carboeiro. En Santiago es conocida A Taberna do Bispo, pero esta vez
optamos por O gato negro, que también tiene fama, en la rúa da Raíña. Su
aspecto (yo diría que es una tasca) engaña, pero la calidad y el precio son
inmejorables y explican su éxito. No hay más que ver mi cara a la salida. En
Galicia se come bien.
Y por este año se acabó. Volvimos
cansados, pero felices. Pero ya hemos descansado.
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