sábado, octubre 07, 2023

HISTORIA DE PALABRAS. MARRANO


Si le decimos a alguien que es un zorro, un lince, un asno… lo alabamos o lo insultamos aplicándole cualidades que consideramos propias del animal que sirve de comparación (la astucia, la agudeza de visión, la torpeza…). Es posible que no exista demostración científica de que tales cualidades definan de manera cierta a esos animales, pero la conciencia colectiva ha asumido esa idea y la defiende. Tanto, que raro es el animal al que no concedemos una cualidad que no pueda ser aplicada a una persona (hiena, elefante, gallina, buitre, león…).

            Sin embargo, le digo a Zalabardo, extraña toparse con una palabra en la que se ha producido el viaje inverso, en que primero está la persona a la que asignamos un adjetivo o un sustantivo y luego el animal al que aplicamos ese adjetivo o ese sustantivo. Eso es lo que sucede con marrano, pese a que la controversia acerca de qué fue primero, la gallina o el huevo, el nombre de un animal o el que se aplicaba a una persona, no esté del todo resuelta.

            Le pido a mi amigo que coja un diccionario, cualquiera, y busque marrano. En todos encontraremos, como primera acepción, ‘cerdo’; y en las siguientes aparecerán ‘persona sucia y desaseada’, ‘persona grosera, sin modales’, etc. Aunque no siempre fue así. De hecho, esos mismos diccionarios recogen, ya al final, la siguiente acepción: ‘Dicho de un judío converso. Sospechoso de practicar ocultamente su antigua religión’.

            Sabemos que, durante un determinado periodo de nuestra historia, entre los siglos XV y XVI, hubo un movimiento de intolerancia grande hacia judíos y musulmanes no solo en España. Pero dice el historiador Joseph Pérez que «solo en España se llevó a cabo una intolerancia organizada, burocratizada, con un aparato administrativo». Judíos y musulmanes eran implacablemente perseguidos, se les privaba de sus bienes y se los obligaba a acatar la religión cristiana, bajo pena de expulsión e incluso de muerte. Para evitar los peores males, la expulsión o incluso la muerte, muchos rabinos judíos aconsejaron cristianizarse formalmente, aunque luego en privado y en conciencia se siguiera manteniendo la fe anterior. A estos falsos conversos es a quienes se llamó, con un matiz claramente peyorativo, marranos.



            Y aquí viene plantearse el porqué del nombre. Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana recoge las dos tesis en disputa. Por un lado, dice que muchos judíos conversos pedían «que no se les forzase a comer carne de cerdo porque les provocaba náusea y fastidio». Y cuando se descubría que uno de estos conversos no lo era de corazón, se los llamaba con el nombre que daban a aquel animal impuro que, según su religión, debían rechazar, el marrano.

            No obstante, a continuación, habla del verbo marrar, procedente de una raíz indoeuropea mers-, ‘perturbar’ y dice que significa ‘faltar’ y que de ella viene la palabra marrano, que se da al judío que faltaba a su juramento y no se convertía llana y simplemente. Esta es la razón, deduce Joseph Pérez, de que este nombre marrano pasara también a designar al animal considerado impuro que los judíos se negaban a comer.

            García de Cortázar señala en su Breve historia de España que «la renuncia a su fe no ahuyentaba del todo el peligro; los conversos seguían marginados por las leyes, rechazados por los pobres e incluso por los poderosos, que levantan barreras de autoprotección con el concepto de limpieza de sangre». O sea, que la medida no solucionó, sino que aumentó el problema. Ni siquiera, le digo a Zalabardo, una de las figuras más señeras de la Inquisición, fray Tomás de Torquemada, se libró de críticas, ya que era descendientes de conversos. Quizá esto explique que sean precisamente ellos, los conversos de conveniencia, no ya los judaizantes, los marranos primitivos, los que muestren siempre mayor nivel de fanatismo e intolerancia, siquiera sea como recurso para disimular su falsa conversión.

            En cualquier caso, le digo a mi amigo, las dos tesis continúan enfrentadas en la actualidad. Pero no es el caso de los judíos el que me interesa. El meollo de la cuestión lo veo en quienes, tras abjurar públicamente de una idea, en su interior no ha abandonado la idea que defendían anteriormente. Y si olvidamos los conflictos religiosos ―cualquier idea religiosa es respetable aunque no la compartamos―, podríamos recuperar la palabra marrano para este sentido, es decir, para el falso converso a una idea. Pensaba esto anoche cuando, en la presentación de un libro de Juan Carlos Usó, en El Tercer Piso, de Librería Proteo, el farmacólogo José Carlos Bouso pedía la recuperación de la palabra droga frente a alucinógeno, porque no considera correcto que ocultemos una palabra que nos resulta incómoda y la sustituyamos por otra sin tener en cuenta que un problema no desaparece con un simple cambio de palabra.

Así, le digo a Zalabardo, no estaría mal recuperar marrano para todos aquellos advenedizos a una idea, para quienes proclaman una conversión que resulta falsa según todas las evidencias. Serían, pues, marranos los políticos que piden austeridad y respeto a unas leyes al mismo tiempo que las vulneran y se suben el sueldo. Serían marranos los obispos que predican la pobreza o la castidad y viven en un palacio y justifican los abusos sexuales de los clérigos bajo su mando. Serían marranos los empresarios que exigen moderación salarial a la vez que critican a los gobiernos que les piden tributar por sus desmedidas ganancias. Serían marranos quienes dicen «yo no soy machista [o racista, o…], pero…». Quienes pretenden imponer un pensamiento único, un lenguaje único, un sentido de la libertad único… también entrarían en esta categoría de marranos. Es decir, cuantos presumen de una condición que desmienten con su conducta. 

1 comentario:

youtube canal alopezprofe dijo...

Muy acertada la reflexión. Me queda la duda, Anastasio, de si Zalabardo el el hombre con quien conversas y que siempre va contigo y asiente sin decir palabra, o si acaso se doblega tras una mayor o menor resistencia a la manera de un interlocutor socrático. De otra manera, Zalabardo sería algo así como la mujer de Colombo, fundamental en la resolución de los casos del famoso detective, pero a quien nunca hemos visto.