He paseado este viernes por el sendero que une Parauta y Cartajima, atraído, como otras muchas personas, por publicidad en torno al llamado Bosque Encantado. La sensación que traigo es agridulce, más agria que dulce. La belleza del Valle del Genal es innegable y, en cualquier estación, podemos gozar de un paisaje de ensueño. Dentro de pocos días, esa masa de castaños adquirirá el característico y maravilloso color que le ha valido el nombre de Bosque de Cobre.
¿Pero qué es el Bosque
Encantado de Parauta? Sinceramente, le digo a Zalabardo, me ha parecido
un pastiche, un intento de convertir la naturaleza en parque propio de la
factoría Disney. Con el agravante de que siempre quedará la duda de hasta qué
punto lo hecho allí ―tallar y pintar de chillones colorines unos cuantos
árboles― no provocará daño en esos árboles. El Valle del Genal es un paraje lo
suficientemente bello que no necesita artificios que agreden su más fiel esencia.
De un sendero tranquilo, delicia de senderistas y paso obligado de quienes faenan sus parcelas de castañares, han hecho una feria. Incluso el Ayuntamiento ha adaptado el polideportivo como aparcamiento. ¿Por qué esa avalancha de visitantes? Está claro: por la publicidad, por cuanto se ha dicho acerca de las «maravillas» de un sendero cuyo encanto se ha sustituido por otro de guardarropía. No se acude para apreciar la belleza de los castaños; se va a ver muñequitos de colorines que jalonan el camino. Se diría que en cualquier ocasión y ambiente, así se lo digo a mi amigo, se cumple lo que decía Goebbels sobre que repetir una mentira con insistencia la convierte en verdad. Claro que le contraargumento con una frase de Isaac Bashevis Singer en Keyle la Pelirroja: «Que una mentira perdure en el tiempo no demuestra que sea verdad.
¿Cuál pudiera ser
la razón―me pregunta Zalabardo― de que acuda tanta gente como dices? Le
contesto que no estoy muy seguro, pero que, me temo, sea la fuerza persuasiva
de las redes sociales. Facebook, WhatsApp, Tik-Tok,
Twitter (ahora X) no paran de bombardearnos con
mensajes que, reenviados tantas veces, acaban por calar en la gente. No culpo a
las redes, culpo al uso inadecuado que hacemos de ellas. Rosa Montero habla
de esas numerosas personas temerosas de que «el decorado de la vida se les
desmorone». ¿Vivimos quizá en un decorado? Muchas veces pienso que sí y que no cejamos
en el afán de buscar nuevos decorados por si perdemos este en que estamos. Y ese
decorado, que puede ser una mentira repetida miles de veces, acabamos por
sentirlo como verdad: «Si tantos lo dicen…» Esa es la frase que nos hace creer aun
sin la evidencia de que sea cierto lo que se dice. O sea, que es cuestión de
fe. Vivimos en un mundo en el que se valora la fe muy por encima del análisis.
Hubo un tiempo en que se censuraba que los medios de comunicación empleasen el llamado condicional de rumor porque tal cosa significa presentar suposiciones o rumores como si fuesen noticias. Un mensaje como el oído hoy en televisión: En la contraofensiva israelí habrían muerto… no contiene certeza ninguna si no hay confirmación de lo que se dice. En la actualidad, son las redes la vía por la que discurren suposiciones, rumores e incluso desvergonzadas mentiras. Y los desprevenidos usuarios acaban creyendo tantas informaciones carentes de confirmación. Tantas, que la Comisión Europea para investigar la Ley de Servicios Digitales ha llamado la atención de las principales empresas del sector y les pide que corten el flujo masivo de informaciones sin contrastar que circulan a través de internet.
Has mencionado la
fe ―me dice Zalabardo―. ¿Pero qué es la fe? Y yo le contesté que ojalá lo
supiera. De pequeño, me inculcaron que fe es «creer lo que no vemos». A falta
de argumento más sólido, en el más aséptico de los diccionarios, valga el de Manuel
Seco, leemos que la fe es la «creencia [en algo de lo que no se tienen
pruebas o evidencia]». Y en Wikipedia, esa especie de chistera que
nos permite extraer conejos como cualquier mago, se dice que la fe es la «seguridad
o confianza en una persona, cosa, deidad, opinión o doctrina».
¿Y qué es tener
seguridad o confianza en algo? Llegaríamos a la conclusión de que es crearse (y
creerse) una ilusión de verdad. Recurro de nuevo a Rosa
Montero que nos tilda a casi todos de picajosos porque exigimos que cuanto
se nos pone por delante sea verdadero dando a la palabra verdad
un sentido notarial. Al exigir ese cien por cien de verdad en todo, piensa
ella que estamos excluyendo lo que sea novela, ficción, lo que no pasa de
imaginado. O sea, que nos empeñamos en que lo que no pasa de ser decorado, que
es artificio, sea verdad. Lo que yo he visto hoy no es un bosque, ni está
encantado. Es un decorado, una ficción; y he acudido a ella, como han acudido
cuantos por allí pasan, movido por la fe, por una confianza que me ha
defraudado.
Si acudo a mentes
más serias y preclaras que la mía, encontraremos definiciones demoledoras de la
fe. Bertrand Russell (1872-1970), filósofo, matemático y escritor,
premio Nobel de Literatura, nos pide que nos fijemos en que cuando hablamos de
la seguridad, o confianza o creencia en algo, nunca
nos referimos a que dos más dos son cuatro o a que la Tierra es redonda. Según
su tesis, la fe aparece cuando, ante la falta de evidencias, recurrimos a las
emociones. Por eso mantiene que la fe es dañina, porque la evidencia, que
debería ser idéntica para todos los seres, es sustituida en diferentes culturas
por emociones no coincidentes.
Y Peter Boghossian (1966), filósofo y pedagogo, profesor universitario, duda de casi todas las definiciones que en la actualidad se dan de la fe, porque en nuestros días se comprueba que quien dice «yo tengo fe en tal cosa» no está expresando su confianza o esperanza de que tal cosa sea verdadera, sino que lo que afirma es «yo sé que tal cosa es verdadera». Le digo a Zalabardo que, en mi opinión, lo que nos empuja a lanzar tal aserto es la influencia de los medios y las redes que nos asedian: «lo ha dicho la tele, o la radio, o lo he visto en internet; ¿cómo va a ser mentira?» Pero eso es lo que digo yo. Lo que Boghossian mantiene es que, dado que la fe siempre se sostiene en la «ausencia de evidencias que apoyen la creencia», la mejor definición que de ella se podría dar es que la fe es «fingir saber algo que no se sabe».
2 comentarios:
Magnífico ensayo, casi siempre tengo fe que lo que escribes me va a gustar. Enhorabuena.
Cuando era chaval estudiaba Historia Sagrada. La Historia Sagrada desafiaba cualquier concepto moderno de Historia. La Historia se basa en hechos científicamente demostrables, algo se lo que adolece la Historia Sagrada en su mayor parte. Como señalas muy bien, la fe se basa en la confianza. De hecho etimológicamente comparten raíz: "con-fido" y "fides". Confiamos en los historiadores porque no se fían de sí mismos, no vuelcan, o no deben hacerlo, su ideología, sino que procuran atender a las evidencias sin prejuicios, como un niño que se sorprende, como un científico que se asombra ante la naturaleza, sin pensar de inmediato que hay un Dios detrás de cada fenómeno.
Sin embargo, la fe es necesaria. La fé, la religión, extiende sus tentáculos a lo que la pobre ciencia no consigue alcanzar." "Fe es creer en lo que no vimos ", decía aquella escolástica que nos inculcaban en nuestras tiernas mentes. Ahora, ya adultos, se nos pide confianza, un presidente pide confianza a la Cámara, es decir, pide que los diputados tengan fe en él, porque confiar es proyectarse hacia el futuro. Nada podría hacerse sin fe, ni un gran edificio, ni un gran proyecto político, ni la compra de nuestra casa. Al fin y al cabo, el lema de los notarios es "Nihil prius fide", así reza el estampillado que acompaña a la fórmula final: "De lo que, como notario, doy fe.
Publicar un comentario