Tras abandonar la cama y disfrutar contemplando cómo Venus se va apagando entre las primeras luces del día, leía esta mañana una entrevista con Javier Marías en la que nos confiesa que escribe sobre temas que le parecen «peligrosos, injustos o estúpidos». Comentamos Zalabardo y yo que aquí se puede aplicar lo de que cada maestrillo tiene su librillo, por lo que hay que desechar cualquier intento de hallar dos escritores que escriban igual. Sirva si queremos en el curioso caso del Pierre Menard nacido de la mente de Borges, que emprendió la tarea de escribir un Quijote que, aunque idéntico punto por punto y coma por coma al de Cervantes, paradójicamente, era un libro diferente.
Zalabardo
me dice: «Fíjate en ti mismo. Si dejas a un lado la excepción de la historia de
ese barco holandés que naufragó en Marbella, se observa en tu producción un
interés por la memoria, por el recuerdo, y por la persistencia del pasado en tu
vida actual que te acerca a muchos otros autores, aunque te sientas diferente».
Tiene
razón mi amigo. La novela en la que me ocupo ahora es la historia de un
escritor que, ya al final de su vida, vive por voluntad propia en una
residencia y, observando desde su ventana cuanto ocurre en el exterior,
reflexiona sobre la muerte ―que de niño le robó a su madre y después le ha ido
robando a su esposa y a la mayoría de sus amistades―, sobre el tiempo y sobre
la memoria que se resiste a perder los recuerdos. ¿Qué te distingue? Que aunque
escribas novela, y por tanto ficción, por todas partes aparecen episodios que, aun
vividos por seres imaginarios, se anclan en tu personal experiencia. Valga este
ejemplo de un profesor y el mal de primavera:
«La primavera es ya en sí misma, siempre, un regalo. Aunque,
y eso me ocurrió en una época ya lejana, a veces pueda sentar mal. O eso fue lo
que me dijo un profesor al que pedí aclaración sobre la razón de un suspenso. Su
respuesta, que comenzó de manera extensa y razonada, concluyó, no obstante, con
un cierre desconcertante: “Pero…, amigo mío…, le ha sentado mal la primavera”.
No hubo descortesía ni desdén en sus palabras; su trato fue educado y sus
palabras no permitían interpretar intención burlesca ni tono hiriente. Sentado
tras la mesa de su despacho, me dispensó una acogida amable y me dirigía una
mirada amistosa. A pesar de todo ello, los errores o las omisiones en mi
ejercicio siguen siendo, después de tantos años, un enigma y permanecen
extraviados en un limbo del que no podrán ser rescatados, imprecisos velados
por una niebla que aún no se ha disipado, como sí se disipó la de esta mañana.
El destino caprichoso y voluble ha querido, no obstante, que esta primavera que se ha presentado llamando con su magnificencia a mi ventana, con el azul del cielo y el aroma del azahar, y el feliz añadido ―que Manolo llamaría añadiúra― de esa presencia inesperada, me haya transfundido unas dosis de optimismo que necesitaba, porque hay días en que me levanto con el ánimo abatido, impedido por los grilletes de un desconcierto similar al del día ya remoto en que viví un instante que pudo no haber sucedido pero que sí sucedió, un episodio que tiene más de ridículo que de incomprensible y que, porque no lo puedo olvidar, forma parte de mis pesadillas recurrentes. Me lo dijo así, llamándome amigo, él, tan rígido en su porte y conducta. No era frecuente en aquellos tiempos que un profesor, en la solemnidad de su despacho, llamase amigo a un alumno. Todos en la universidad, alumnos y profesores, ponían exquisito cuidado en guardar las buenas formas. Los profesores eran don Tal o don Cual y los alumnos éramos señor Tal o señor Cual. Incluso aquel profesor de latín tan enemigo de protocolos y formalidades, que predicaba en clase una ideología ácrata, que no dudaba en unirse a nosotros para tomar unos vinos, o nos acompañaba al teatro en las localidades más baratas, que participaba en las tertulias estudiantiles, y al que el resto del claustro miraba un poco de soslayo por su excesiva cercanía a los alumnos, respetaba este código. No como aquí, donde hasta el más humilde empleado, nos tutea: “¿Cómo andas hoy de ánimo?”, me ha preguntado al entrar en la habitación, sin dejar de masticar chicle, una rubia de mórbidos mofletes sonrosados, peinado juvenil y mirada que le confieren un aspecto aniñado, casi de nínfula. No la conozco. Nunca antes la había visto. La otra, la morena menuda y vivaracha que hojeaba mis libros, no ha venido. Estará de vacaciones. “Tienes que alegrar esa cara, que se note que estamos en primavera”, ha añadido. Incluso el jardinero que me provee de botellas de anís me habla de tú: “Que quede claro; si un día te pillan, yo no tengo nada que ver en esto”.
La repentina aparición de Eladio y la llegada de la
primavera me han hecho recordar aquel suceso tan lejano y temer que el alevoso
destino trate de chafarme tan gozosas coincidencias. Aquel profesor me lo soltó
así, de improviso: “Amigo mío, le ha sentado mal la primavera”. Desde entonces,
cada año recuerdo tan estrambótica anécdota y me pongo en guardia y me digo: “oído
al parche, que ya estamos en primavera”; lo hago por precaución, por si debo
aplicarme el pertinente antihistamínico que combata esa alergia que pudiera
amargarme la estación. A ella, a Cloe, la divertía y disfrutaba recordando cómo
me molestaron sus risas cuando le conté la entrevista. Me dolieron más esas
risas burlonas que el suspenso en sí. No tardó en darse cuenta de ello y
aprovechaba la menor ocasión para zaherirme; me soltaba a la cara, aunque no
hubiera motivo suficiente: “¿Qué te pasa, te ha sentado mal la primavera?”, sin
importar que estuviésemos en verano o en invierno. Ahora caigo en que recuerdo
este episodio porque hace unas noches soñé con él, con aquel profesor tan serio
que me suspendió por causa de la primavera que se me atragantó. No fue un sueño
normal, sino una pesadilla. Tengo más pesadillas que sueños. Solía repetírselo
con insistencia y ella me afeaba esa tendencia que yo parecía no notar: “Hijo,
qué repetido eres, qué manía la tuya de decir lo mismo”. Tal vez eso, las
pesadillas, no que lo repita, explique las pocas horas que duermo, la creencia
de que he dormido todo lo que me tocaba dormir a lo largo de mi vida. Una
mañana pregunté a Eladio, el hombre de la plaza, si su sueño era plácido o
sufría pesadillas. “No necesito dormir para tener pesadillas”, me contestó con
una frialdad que me dejó perplejo, “mi pesadilla es seguir aún vivo”. Fue una
respuesta instantánea, acelerada, pero sin apresuramiento, que casi ni tuvo que
meditarla. ¿De qué materia se nutrirán las pesadillas, como las mías o como las
de Eladio, que no tienen fin? Hamlet se preguntaba por los sueños que
sobrevivirán al de la muerte una vez nos liberemos del inexplicable torbellino
de la vida. ¿Me atormentarán mis pesadillas aun después de muerto?»
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