domingo, octubre 13, 2019

LA ESPAÑA VACIADA


          Recuerdo que, en mis años de bachillerato, mi profesor de geografía nos enseñó detalladamente la diferencia entre la España seca y la España húmeda. Supimos de la existencia de lugares en que la lluvia caía con regularidad y sus habitantes disfrutaban de campos siempre verdes y de ríos de caudal constante. Otras zonas, en cambio, eran poco menos que secarrales cruzados, si acaso, por arroyos casi siempre secos y la lluvia un meteoro más o menos exótico. Si miraba por la ventana, descubría que mi pueblo pertenecía a este segundo grupo. También aprendimos a reconocer las estaciones y lo que correspondía a cada una.
            Pero, le digo a Zalabardo, aquellos conocimientos adquiridos nos sirven cada vez menos, porque, en mi pueblo y en todo el planeta, el clima, eso que definíamos como conjunto de condiciones atmosféricas propias de una región y cuya acción influye en la existencia de quienes la habitan, parece haberse vuelto loco, no obedecer a ninguno de los principios que nos hicieron aprender. Así, vemos que ahora llueve donde no acostumbraba a hacerlo y los viejos prados verdes se tornan amarillentos; o llueve en época en la que no se espera que lo haga; o cae en un día toda el agua que debería caer repartida en un año. Lo mismo puede decirse de la temperatura que, implacablemente, aumenta hasta el punto de que se nos están fundiendo los hielos polares.

            Hoy parece que no se habla tanto de las Españas seca y húmeda, pues vamos perdiendo la segunda. Ahora, los medios de comunicación conceden mayor espacio a hablar de otro fenómeno que no sé si se estudiará en los centros escolares: el de la despoblación. Sergio del Molino escribió un libro en 2016 titulado La España vacía, en el que analizaba las razones por las que regiones y pueblos españoles van perdiendo población hasta el límite de quedar vacíos. La expresión España vacía pareció instalarse con firmeza. Al menos, hasta que han surgido movimientos indignados por la pasividad con que se afronta el problema y han pasado de describir a denunciar. Y en esa denuncia exigen que se sustituya el adjetivo vacía, que es una mera descripción, por vaciada, que comporta una actitud de rebeldía y de señalar que hay culpables.
            Zalabardo se extraña y me pregunta si no es lo mismo una cosa que otra. Debo decirle que no y le recuerdo que no hace mucho hablé de la dificultad para encontrar verdaderos sinónimos. Siempre, decía entonces, habrá matices que expliquen por qué hay dos o más palabras y no una sola para determinados conceptos. Trato de hacerle ver que el adjetivo vacío señala un estado puntual, una situación sin más: una botella está vacía porque no contiene nada; una casa, porque en ella no encontramos a nadie.
            Frente a esto, vaciado supone la constatación de que un proceso tiene una determinada causa que ha terminado por provocar un efecto, y que detrás de ese proceso hay una intervención externa: una piscina ha sido vaciada para su limpieza; un tomate, en la cocina, ha sido vaciado para proceder a rellenarlo. Y así todo.
            ¿Por qué los activistas que luchan contra la despoblación piden ese cambio? Porque son conscientes de que hablar de un pueblo vacío se refiere solo a la ausencia de habitantes y no entra a conocer las razones de esa despoblación, de ese abandono. La verdad es que, en la mayoría de los casos hay causas (ausencia de servicios bancarios, sanitarios o educativos; deficientes vías de comunicación, incluyendo teléfono e internet; desindustrialización y falta de rentabilidad de los cultivos; falta de proyectos que ilusionen a la juventud, etc.) que hacen muy dura la vida de los habitantes de una región o un pueblo, hasta obligarlos a buscar en otra parte lo que allí no se les da. Ese pueblo, quién lo duda, queda vacío porque ha sido vaciado.

           Zalabardo se queda pensando un rato y concluye apuntándome que, lo que él ve peor en esto es que nos acostumbramos a ser espectadores del debate sobre vacío o vaciado, debate en el que intervienen toda clase de instituciones, incluidas las políticas, sin que, a la hora de la verdad, nadie piense en remedios para contener la despoblación, para conseguir que las personas no tengan que huir del pueblo que los vio nacer.
            Le respondo que ese caso no es único. Que algo semejante sucede con otra pareja de aparentes sinónimos: desertificación y desertización. En este caso, además, nos encontramos con curiosas paradojas. Por ejemplo, el Diccionario de la Academia, en 1992, solo admitía la forma desertizar como ‘convertir en desierto, por distintas causas, tierras, vegas, etc.’ Sin embargo, en la última edición, aun aceptando la validez de ambos términos, considera preferible desertificar, ‘transformar en desierto amplias extensiones de tierras fértiles’. Contra esta opinión, el Diccionario del español actual, de Manuel Seco, sigue considerando más adecuado desertizar, ‘transformar en desierto un lugar’. Según a quién acudamos, al buscar desertizar, la Academia nos remite a desertificar; y si buscamos desertificar, Seco nos remite a desertizar.
            Por suerte, hay un diccionario, Clave, que intenta atender a los matices diferenciadores. Nos dice que desertización es la ‘transformación de un terreno en desierto’; y desertificación es ‘esa transformación, causada específicamente por el ser humano’. O sea, que son sinónimos, pero no tanto. Es lo que decía de vacío y vaciado: la descripción de un fenómeno en un momento dado o la explicación del proceso por el que se ha llegado a ese estado.

            Llevando el asunto a un plano no filológico, sino al de la realidad del mundo que habitamos, el Diccionario del Medio Ambiente dice que desertización alude a la ‘pérdida gradual de población en un área geográfica’ y desertificación a la ‘pérdida de la cubierta vegetal de un territorio’; o sea, la desertificación lleva a la desertización. En esta línea, observamos que la página oficial de la ONU anuncia un programa para el Día Mundial contra la Desertificación y la Sequía. En ese documento se habla solo de desertificación y se señalan algunas de sus causas: la desaparición de la cubierta vegetal por culpa de la tala incontrolada para la obtención de madera, combustible o tierras de cultivo; el sobrepastoreo que impide la regeneración de las plantas; o la agricultura intensiva que agota los nutrientes de las tierras. Es decir, se atiende antes a las causas para prevenir los efectos.
            Zalabardo se queda otra vez serio y acaba por decirme: tenemos delante un panorama realmente oscuro: la grave despoblación que atestiguamos en nuestras tierras (la media europea es de 177 h/km2; la de Alemania es de 233 h/km2; y la de España, de 92 h/km2, con el dato preocupante de que en Castilla y León se cae hasta 26 h/km2) y las innegables señales, pese a los negacionistas del cambio climático, de que estamos degradando el planeta a pasos agigantados. ¿No sería mejor ocuparse en buscar soluciones que perder el tiempo discutiendo si vacío y vaciado o desertización y desertificación son o no sinónimos?


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