Durante una visita al Museo de Málaga, nos detenemos Zalabardo y yo a contemplar un bello cuadro de Enrique Simonet, El juicio de Paris. El hijo de Príamo, con ropas de pastor y agachado, sostiene en su mano una manzana que duda a cuál de las tres bellas jóvenes que tiene delante dar. Zeus le ha ordenado que sea él quien decida qué diosa, Hera, Atenea o Afrodita merece la manzana de oro que, en mitad de un banquete, lanzó Éride, la Discordia, para premiar a la más bella. Las tres se consideran merecedoras de tal honor y procuran atraerse el interés del joven Paris mediante sobornos: Hera le ofrece poder; Atenea, prudencia y victoria en la batalla; Afrodita, el amor de Helena. Lo que siguió ya se sabe. La larguísima guerra de Troya.
En ese relato
mítico tiene su origen la expresión ser manzana de la discordia
con que señalamos a la persona o cosa que se convierte en motivo de
enfrentamiento por discrepancia de opiniones. Se pregunta entonces Zalabardo, y
no sé si me lo pregunta también a mí, si tal episodio, con ser relevante, es motivo
suficiente para que la manzana, rica y apetecible fruta, sea tan mal tratada en
el imaginario tradicional. En la conversación, sacamos a relucir manzanas
famosas, desde la de Guillermo Tell, que puso en peligro la vida de su
propio hijo para dejar constancia de su puntería, hasta la del cuento de Blancanieves.
Le digo que, en
mi opinión, aunque grave fuese armar la de Troya por una manzana,
hay que remontarse a mucho más lejos, al principio de los tiempos, para hallar la
razón de que sobre la manzana recayese la consideración de ser fruto
prohibido. Tanto que sirva para señalar el motivo de una discordia como
que se le aplique el triste honor de ser fruta prohibida ha dado paso también a
que aparezca en refranes. Quizá el más común sea La manzana podrida pudre
a su vecina, con el que se estigmatiza a la persona que ejerce sobre
quienes la rodean una influencia negativa de tal naturaleza que acaba rompiendo
el buen clima del grupo.
Para este último caso hay quienes quieren dar una explicación, llamémosla científica, que puede valer hasta cierto punto solo. Se dice que una manzana que se ha pasado pasado en su estado de maduración produce una cantidad excesiva de etileno, hormona que, en forma de gas, la daña a ella y a cuantas estén próximas, que se pudrirán también. Digo que este razonamiento vale solo en parte porque el proceso de maduración y envejecimiento por efecto del etileno se da en todas las frutas y no solo en las manzanas. Lo mismo ocurre con los plátanos, las naranjas, las uvas… ¿Por qué, entonces, el contenido del cesto sufre, en la opinión general, la mala influencia de la manzana podrida y no del limón podrido, pongamos por caso?
Vuelvo a
pedirle a Zalabardo que piense en una razón mucho más antigua para que el fruto
prohibido haya de ser la manzana y no otro cualquiera, y nos remontamos
al Génesis. Creado el mundo, Dios lleva a Adán al
Paraíso, donde había hecho crecer toda clase de árboles hermosos a la vista y
de frutos suaves al paladar, aunque también, en el centro de aquella hermosura,
colocó el árbol de la ciencia del bien y del mal. Una vez allí, le dijo: «Come
si quieres del fruto de todos los árboles del paraíso. Mas del fruto del árbol de
la ciencia del bien y del mal no comas; porque en cualquier día que comieres de
él, infaliblemente morirás».
La historia la
conocemos. El diablo, en forma de serpiente, tentó a Eva, a la que no
solamente incitó a comer del fruto prohibido, sino que la convenció
para que se la diese a comer también a Adán. Pero, si leemos
cuidadosamente, nos surgirán un montón de dudas. Y es que en cada una de las
líneas del Génesis que hablan de este episodio encontramos la palabra fruto,
sin que en ninguna se especifique cuál fue el fruto que tan malas
consecuencias tuvo para Adán y Eva y todos sus descendientes.
La clave, de digo a Zalabardo, la tenemos en un curioso error de traducción, o de interpretación. En el siglo IV, el papa Dámaso, preocupado por la variedad de versiones que circulaban de la Biblia, encargó a Jerónimo de Estridón una traducción con la que dar a los textos sagrados, una versión que partiese de las lenguas originales en que se escribieron. El resultado sería lo que conocemos como Vulgata. Este nombre le viene porque las traducciones anteriores, recogidas bajo el nombre de Vetus latina (‘latín antiguo’), no coincidían todas y solían seguir el modelo de los textos en griego que, a su vez, procedían de las versiones hebreas. El trabajo de san Jerónimo consistió en pasar las Escrituras al latín popular, aunque tomando como fuente directa los textos hebreos. El error, puede llamarse así, nace de que, al parecer, san Jerónimo no era experto conocedor de la lengua hebrea. Así, en el episodio del Paraíso en que Adán y Eva contravienen el mandato de Dios, él escribió: Lignus scientiae bonis et mali, ‘árbol de la ciencia del bien y del mal’, traducción problemática porque mali es genitivo tanto del adjetivo malus, ‘malo’ como del sustantivo mālus, ‘manzana’.
Mucha fue la
gente que interpretó que san Jerónimo hablaba de manzana.
La Iglesia también fue consciente de ello, pero nunca, ni en aquel
momento ni después, se pronunció sobre el caso y eso es lo que ha hecho que la
manzana haya sido considerada como el fruto prohibido bíblico.
En este repaso sobre las
manzanas, le digo a Zalabardo que en el imaginario popular no solo las hay malas,
sino que pervive otra manzana que, sin tener ningún matiz negativo, sino todo
lo contrario, también se sustenta en una historia sujeta a dudas. Es la manzana
de Newton. ¿De verdad el ilustre físico descubrió los principios de la
gravitación universal al ver cómo una manzana caía de un árbol, mientras él
descansaba? Las versiones se contradicen. Mientras unos, por ejemplo William
Stukeley, su primer biógrafo, sostienen que fue el propio físico quien
contó tal cosa, otros muchos afirman que lo de la manzana es solo una metáfora
que utilizó Voltaire para escribir sobre los logros de Newton.
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