«Los hombres de poco genio son como los niños de la escuela, que si se arrojan a escribir sin pauta, en borrones y garabatos desperdician toda la tinta». Esto lo escribía en una de sus Cartas eruditas y curiosas, de 1742, Benito Jerónimo Feijoo, una de las mentes más claras de la cultura española. Por la enorme variedad de temas que trató, algunos consideran a Feijoo anunciador del espíritu enciclopedista, ya que la primera edición de la Encyclopédie apareció en 1751. José María Blanco White, otra pluma notable de nuestras letras y que había sido alumno suyo, pese a que no lo apreciaba demasiado, escribió sin embargo, hacia 1830, en su Autobiografía: «[Feijoo] atacó resueltamente los errores populares con toda la agudeza de su ingenio, que verdaderamente era notable».
Traigo aquí
estas dos citas de tan lejanos como insignes autores ―le digo a Zalabardo― con
la intención de mostrar que las redes sociales no son un invento
de hoy por mucho que haya cambiado el instrumento de que nos valemos para tomar
parte en ellas y la mecánica de su funcionamiento. ¿Qué hacía Feijoo en
sus Cartas eruditas y, antes en su Teatro crítico?
Algo muy simple: trasladar a quienes lo leyesen ―que en aquellos tiempos no
eran tantos― tesis y opiniones de muy diferente índole, unas veces por
iniciativa propia y otras en respuesta a las que a él se le dirigían. O sea lo
que hacen, o pretenden, muchos de cuantos tienen cuenta de Facebook, de
Whatsapp, de Instagram… Feijoo daba su parecer sobre el estado de la
ciencia o de la enseñanza en nuestro país, sobre si era adecuado o no usar
palabras extranjeras junto a las propias, sobre la elocuencia, sobre cómo
terminar con los ladrones, sobre la vida de la corte, sobre cómo prevenir los
terremotos, sobre las causas de las enfermedades… Al lector actual que no lo
conozca podría extrañarle que, junto a esos temas indicados, metiera mano
también a otros que podríamos considerar tan alejados como preocuparse por la
técnica de las arañas para pasar de un tejado a otro o, por ejemplo, sobre si
hay otros mundos habitados. Pero es que, además, y bien que lo dijo Blanco
White, se interesó por denunciar los bulos, los errores nacidos del
fanatismo, de la hipocresía o de la ignorancia; es decir, lo que hoy llamamos fakes,
posverdades, verdades alternativas…
Las cartas de Feijoo, las de Blanco White, los ensayos de Montaigne así como los escritos de otros autores, son ejemplos de que, aunque fuesen muy diferentes a las que hoy conocemos, se podía hablar de la existencia de unas redes sociales. La primera diferencia, salta a la vista, la impone que, al no existir internet ni disponer de ordenadores ni teléfonos inteligentes ―ni siquiera había teléfonos― las ideas y opiniones circulaban con bastante lentitud y con escasas probabilidades de convertirse en virales. La segunda viene de la dificultad para publicar un libro o colaborar en una revista; se necesitaba una capacidad económica mayor que la que supone cualquier dispositivo actual. Y la tercera tiene que ver con el elevado índice de analfabetismo y la menor posibilidad de acceder a la información; todo ello explica que cualquier red que imaginemos contaba, por fuerza, con pocos miembros.
Por lo
anteriormente expuesto se entenderá que no se diese tanto la actual vanidad de acumular
una porronada de likes ni el engreimiento por contar con
un número estratosférico de amigos. Esto último, también hay que
decirlo, porque, en aquellos años, la amistad se consideraba algo
demasiado valioso como para andar mercadeando con ella. Escribía Montaigne
que «El último extremo de la perfección en las relaciones que ligan a los
humanos reside en la amistad». Y todavía hoy, si consultamos algún diccionario,
veremos que la amistad se define como «afecto personal, puro y
desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el
trato».
Zalabardo sabe que no
me obsesionan demasiado las redes, aunque valoro lo bueno que
tienen, como cualquier otro avance en el terreno de la tecnología y del
conocimiento, si se usan adecuadamente. Pero creo que no cuesta mucho comprobar
que, junto a valiosas publicaciones, aparece en las redes mucha
morralla. O sea, aquello que decía Feijoo sobre los faltos de genio que,
al escribir sin pauta, toda su tinta la desperdician en borrones y garabatos.
Tampoco ando mucho
curioseando en los contenidos que se cuelgan. Atiendo, eso sí, a amigos que dan
a conocer sus pinturas, o sus poemas, a los que me orientan con reseñas de
libros, películas o televisión, a los que ponen fotos de sus viajes o sus
paseos, a quienes son maestros en el arte de enseñarme, a través del objetivo
de sus cámaras, el mundo que me rodea, a quienes comentan la actualidad de modo
objetivo y son respetuosos con las personas y la verdad, a aquellos con quienes
no tengo otra forma de contactar; de esas personas busco sus publicaciones y
siento placer leyéndolas. Pero no me interesan en absoluto los chismorreos, ni
quienes toman las redes como tribuna desde la que, impunemente,
insultar o lanzar bulos, ni quienes se dedican a atribuir frases no
pronunciadas a quienes jamás las dijeron en lugar de poner las propias. Mi
amigo sabe cómo aborrezco esos reenviados muchas veces que, por lo
común, difunden contenidos de veracidad no contrastada y que incluso pueden
llegar a ser dañinos.
Y citaba antes lo de los amigos. Solo me manejo, y con dificultades, en Facebook y WhatsApp. Bueno, y llevo adelante este blog. En Whatsapp, mantengo contacto con un grupo muy reducido de personas, los compañeros de bachillerato y apenas nadie más. Y en Facebook, son muy pocas las personas a las que pido su amistad. No porque tenga nada contra nadie, sino porque me falta lo que de verdad me uniría a ellas, el trato afectuoso y desinteresado para considerar amigo a un desconocido. En consecuencia, también soy remiso a aceptar la petición de amistad de quienes no conozco. Aun así, a veces cedo solo porque quien me hace esa solicitud resulta ser amigo de alguien con quien sí mantengo ese trato afectuoso y desinteresado. Pero antes que esa inverosímil cantidad de amigos virtuales (supuestos, no auténticos), los que valoro es tener amigos reales, que son muy escasos.
Y lo que ya no
es que me moleste más o menos, sino que no soporto, es la mala educación. Cada
persona es libre de pensar lo que quiera y de decir lo que le parezca, cuestión
que respeto sin que ello signifique que tenga que estar de acuerdo ni con su
pensamiento ni con su conducta. Del mismo modo que no creo que el resto de las
personas participen de mis opiniones. Frente a quienes solo aceptan su propia
opinión y les molesta ser contrariados, traigo aquí otras palabras de Feijoo:
«Yo convendría muy bien con los que se atan servilmente a las reglas, como [‘si
no’] no pretendiesen sujetar a los demás al mismo yugo. Ellos tienen motivo
para hacerlo. La falta de talento los obliga a esa servidumbre». Pero si a esa falta de talento se une,
además, mala educación ―y de esto hay bastante en las redes― mi
actitud hacia estos amigos virtuales, que no reales, es simple:
los bloqueo. Así, ellos podrán seguir haciendo alarde de su mala educación y de
su falta de sentido de lo que sea el respeto. Pero, al menos, yo no tendré que
soportarlos.
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