lunes, octubre 26, 2009

CALLEJERO

Hay veces que comento con Zalabardo que una de mis preocupaciones al redactar un apunte de esta agenda suya que tan gentilmente de cede es la de repetirme. Son tantos los días que llevamos que, en ocasiones, dudo si ya he hablado de lo que se me ha ocurrido escribir. Eso es lo que me pasa hoy con el tema escogido. No estoy muy seguro, pero creo que algo he dicho. Aun así, pido de antemano disculpas y me arriesgo.
El caso es que esta mañana, en el habitual paseo, cuando volvíamos de la Finca de la Concepción, decidimos meternos por la barriada de La Virreina, lugar en el que no habíamos estado antes. Y he de confesar que, al menos yo, me llevé una sorpresa agradable: bloques nuevos de reciente construcción, calles amplias... Vamos, algo muy distinto a lo que esperaba de un barrio que se encuentra a continuación de La Palmilla, cuyo solo nombre asusta. La avenida principal de La Virreina tiene un nombre que da que pensar: Avenida de Jane Bowles. Y el resto de las calles no se quedan atrás: Gounod, Borodin, Alejandro Puskhin...
¿Quién pone nombre a las calles? ¿Y con qué criterio? Zalabardo y yo estamos acostumbrados a que las calles del pueblo se llamaran de acuerdo a un hecho claro y objetivo: Callejón de las Monjas, Calle de la Cilla, Cuesta del Casino, Cuesta de la Cárcel. En muchos pueblos pequeños, todavía se llaman Calle de Arriba, Calle de Abajo y Calle de Enmedio. Incluso en Málaga quedan nombres de ese tipo: Calle de las Cinco Bolas, Calle de los Pozos Dulces, Calle Huerto de las Monjas, Calle de los Frailes, Plaza del Teatro... Me gustan esos nombres.
¿Pero qué es eso de Avenida de Jane Bowles? Rumiábamos nuestra extrañeza y deseábamos llegar a casa para averiguar quién fue, por lo general a las calles se les ponen nombres de gente ya fallecida, esa tal Jane Bowles. Y, mira por dónde, lo averiguamos. Jane Bowles fue una novelista y autora teatral noeteamerricana nacida en 1917 y muerta en 1973. De pequeña padeció tuberculosis y su familia se trasladó a Suiza buscando un mejor clima para ella. Vuelta años después a los Estados Unidos, vivió en ambientes bohemios. Con 21 años, se casó con Peter Bowles y se trasladó, en 1947, a Tánger. Los excesos con el alcohol minaron gravemente su salud y estuvo en tratamiento en Estados Unidos y en Inglaterra. Finalmente, se ingresó en una clínica de Málaga, donde murió.
Así que esa fue su relación con Málaga; vino aquí a morir. Pero hay más. Enterrada en el cementerio de San Miguel, cuando en 1996 una jovencita de Marbella, estudiante de COU, pensó en visitar su tumba, se enteró de que sus restos iban a ser depositados en una fosa común. No deseando ese final para su escritora preferida, decidió costear por su cuenta los gastos del traslado de sus restos al cementerio de Marbella. Enterado el Ayuntamiento de Málaga de dicha circunstancia, tomó la decisión de restaurar el enterramiento de la americana y dedicarle una calle. A la cabeza de todo ello se puso el entonces concejal de Cultura Antonio Garrido (¡cómo no!). Y cumpliendo el Ayuntamiento su promesa, cosa poco usual, le dieron, bastante tiempo después, su nombre a una calle. La de la barriada de La Virreina.
Me da igual a quién dan o no el nombre de una calle, pero pienso que utilizan un criterio desprovisto de cualquier lógica y de la menor justicia. Porque, puestos a dedicar una calle a una mujer que se haya distinguido por algo y tenga relación con Málaga, ¿por qué en el callejero de nuestra ciudad no aparece por ningún lado el nombre de María Rosa de Gálvez? María Rosa de Gálvez, nació en Málaga o en Macharaviaya, pueblo de su familia (la cosa no está muy segura), en 1768 y murió en Madrid en 1806. Fue también escritora; compuso poesías, teatro y ensayos. Era hija del coronel Antonio de Gálvez y sobrina de José Gálvez, ministro de Carlos III. Casó con su primo, el capitán José Cabrera, y se trasladaron a Madrid en 1790. Fue amiga de Jovellanos, de Quintana y del ministro Manuel Godoy, de quien se convirtió en amante. Su figura no estaba bien vista en la Corte por su actividad intelectual, por ser mujer y por ser divorciada; pero sobre todo por su espíritu moderno, por su defensa del feminismo y por su moral tan distante a la que predominada en la época.
Quiero decir con esto que, puestos en una balanza sus méritos y los de la americana, me parece que los de nuestra María Rosa de Gálvez son más merecedores del premio. Y el caso de esta mujer es extrapolable a otros semejantes. Todos sabéis (y, si no, preguntadle a Javier López) que hay en Málaga una calle que lleva el nombre de Walt Whitman, el gran poeta autor de Hojas de hierba. No tendría importancia la cosa si no fuera porque hay grandes poetas españoles a los que nadie se ha dignado dedicar una calle en Málaga; entre ellos, Federico García Lorca, pongo por caso.
Por eso siempre me han gustado, y a Zalabardo también, los nombres tradicionales de las calles y nos solidarizamos con la letra de aquel cantar de José Menese: ¿Cuándo llegará el momento / que las agüitas vuelvan a sus cauces, / las esquinas a sus nombres, / sin reyes, ni roques, ni santos, ni frailes?
Otra cosa que no tiene que ver con lo anterior. El País de hoy trae un artículo de Rosario Ortega titulado Docentes, autoridad moral y autoritarismo. Vale la pena leerlo.

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