sábado, junio 13, 2020

RECORDAR LA HISTORIA, NO OCULTARLA

            El triste suceso de la violenta muerte de George Floyd a manos de la policía de Minneapolis ha desatado una ola de airadas protestas en amplias zonas del mundo. Protestas justificadas e indignación ante unas muestras de racismo que parecen no tener fin. Pero hasta la más airada de las quejas, para que tenga efecto, debería mostrarse de modo que ni el enfado ni el dolor nos ciegue. Creo que es el método para no perder la razón frente al violento y al racista.

            Zalabardo, persona prudente como pocas —¡cuántas veces ha refrenado mis ímpetus!—, me recuerda dos episodios literarios muy alejados en el tiempo. En el antiquísimo poema sumerio Gilgamesh, más viejo que el más viejo libro del Antiguo Testamento, el protagonista, que se considera culpable de la muerte de su amigo Enkidu, quejándose amargamente, se arrancaba mechones del cabello y rasgaba sus vestiduras como si estuvieran malditas. Es el empleo más remoto conocido de rasgarse las vestiduras, ‘manifestar intenso dolor por una desgracia muy sentida’; hoy, en cambio, entendemos la expresión como ‘escandalizarse, y aun de forma hipócrita, por algo’. Entre uno y otro significado, le sugiero a Zalabardo que sería interesante averiguar por qué camino romperse la camisa ha llegado, en la cultura gitana, a expresar alegría en los rituales de bodas. Pero contesta mi amigo que mejor dejar eso para otro apunte.

            El otro episodio que me recuerda es el del final de la novelita de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas, dura crítica de la explotación y la colonización en África. Marlow ha sido enviado a buscar a Kurtz, de quien se cuentan terribles historias. Tras un accidentado viaje, lo encuentra; en el regreso, un Kurtz enfermo y desequilibrado dice antes de morir: ¡El horror!, ¡el horror! Marlow regresa a Inglaterra y entrega su informe. La prometida de Kurtz, con quien también se entrevista, desea saber qué fue lo último que dijo. Marlow duda, pero acaba inventando una mentira piadosa que consuele a aquella inocente muchacha y afirma que la última palabra salida de su boca fue su nombre. Es decir, falsea la verdadera historia.

            En un artículo sobre la muerte de George Floyd leo que el movimiento contra el racismo y la violencia policial ha abierto un nuevo frente: el de la memoria histórica en Estados Unidos. Y le comento a mi amigo Zalabardo que, desde que se acuñó, no me gusta la expresión memoria histórica, por ambigua y porque se presta a la posibilidad de modificar los hechos. Del mismo modo que Marlow oculta a una jovencita enamorada la verdad de la atrocidad del sistema colonial, la memoria histórica mueve a algunos, incluso sin que les guíe mala intención, a disimular, cuando no falsear, los hechos reales. Igual que, sin que sepamos explicar bien cómo, rasgarse las vestiduras evoluciona desde manifestar dolor a mostrar hipocresía.

 

           Si nos situamos ante la historia, le digo a mi amigo, la obligación que tenemos es la de recordarla en todos sus puntos, nunca la de disimularla ni falsearla. Pero, por desgracia, la memoria histórica, que nació como esperanza de reparación de muchas cosas que se hicieron mal, acaba convirtiéndose, en ocasiones, en sentimiento de revancha.

            Quienes, como reacción violenta por la muerte de Floyd, se dejan arrastrar por la fiebre demoledora de estatuas y monumentos que recuerdan pasadas épocas en que el colonialismo y el racismo se veían como hechos normales, olvidan que, aunque no participemos de las ideas y comportamientos de nuestros antepasados, no tenemos que considerarnos cómplices de sus pecados, porque los tiempos cambian y las ideas evolucionan.

            La Revolución francesa es universalmente considerada como inicio de la edad contemporánea y de la democracia. Por eso el 14 de julio, fecha de la toma de la Bastilla, es la fiesta nacional de Francia. El 4 de julio, Declaración de la independencia de los Estados Unidos, es la fiesta de ese país. Y el 12 de octubre, fecha del descubrimiento de América, es la fiesta nacional de España. Aun así, una de las etapas de la Revolución francesa es la conocida como el Terror, que costó la vida a cerca de 40000 franceses por el fanatismo revolucionario; la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, a pesar de recoger que los hombres son creados iguales y que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre los que están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, no pudo evitar que los conflictos raciales sigan presentes en el país; y durante la colonización, Cortés exterminó casi por completo la cultura azteca y Pizarro la inca, porque, conocidas son las denuncias de Fray Bartolomé de las Casas, el objetivo de aquel proceso miraba más a la explotación que a la cristianización. Y no creo que nada de ello deba hacernos condenar la Revolución francesa, la Declaración de independencia ni el descubrimiento de América.

            Olvidar la historia, le digo a Zalabardo, es un error poco justificable; pero ocultarla o falsearla reescribiéndola de modo distinto a como transcurrió puede ser fanatismo e hipocresía. La historia hay que recordarla y conocerla bien para evitar los errores que en el pasado pudieron cometerse.

            Por eso, cuando veo que una plataforma televisiva, HBO, retira de su programación Lo que el viento se llevó, o que algunos, en España, piden la demolición del Valle de los Caídos, o que en Estados Unidos derriban estatuas de Colón, estoy tentado de rasgarme las vestiduras. En el sentido sumerio, aunque me llamen antiguo. ¿Acaso no conservamos Auschwitz para no olvidar el horror nazi? No destruyamos símbolos de aquello que no nos gusta. No digamos que Kurtz dijo unas palabras que no dijo. Conservemos cuanto nos pueda ayudar a comprender los horrores del pasado, a nosotros y a las generaciones venideras, de modo que sirvan de antídoto contra errores presentes o futuros. No tiene sentido pedir ahora la defenestración de los Reyes Católicos; a lo sumo, pidamos que quienes los adoran y santifican sepan bien lo que fueron, alaben lo bueno que pudieran haber hecho y reflexionen sobre lo malo, que de todo hubo. Eran otros los tiempos y otras las circunstancias.

            Si para condenar el racismo tengo que repudiar Lo que el viento se llevó, ignoro qué sea en verdad la memoria histórica. Demoler edificios, decapitar estatuas, censurar libros o películas o falsear la historia, no hace a la gente menos racista. Sí la hace más ignorante. ¿Se puede juzgar el pasado aplicando criterios actuales sin someterlos a ningún filtro? Bien está gritar nuestra indignación por la muerte de Floyd, pero, al hacerlo, no olvidemos qué concepto tenemos de los gitanos, de los moros, de los rumanos, de los negros, de los chinos que viven en nuestro país. Hace poco apareció en la prensa un artículo titulado ¿De qué color es el color carne? La respuesta que demos a esa pregunta puede indicar hasta qué grado somos o no racistas.

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