sábado, junio 20, 2020

UNA CASA, UN PATIO Y PEPE

            Más de tres cuartos de mi vida se han desarrollado lejos de mi pueblo y, sin embargo, mantengo que soy y me siento de Osuna, aunque algunos sostengan que el lugar del nacimiento es cuestión de azar. Me enorgullezco de haber nacido en ese pueblo de la campiña sevillana al que me remite el recuerdo de la mayor parte de personas, lugares y episodios que han dado sentido a mi existencia. Zalabardo lo toma a broma, pero más de una vez, imitando lo que escribió Rafael de León y popularizó Pepe Pinto, le he dicho: Toíto te lo consiento, menos faltarle a mi pueblo, que a un pueblo no se lo encuentra, y a ti te encontré en la calle.

            De esos muchos recuerdos, hoy quiero pararme en uno: una calle, un patio y una persona. La calle Gordillo, que en mi niñez tenía otro nombre y ha vuelto a recuperar, atendiendo al canto de Menese —¿Cuándo llegará el momento que las agüitas vuelvan a su cauce, las esquinas a sus nombres, sin roques, ni reinas, ni santos ni frailes?— el que nunca perdió, siempre tuvo, para mí, un sabor especial: en ella estaban el almacén de cervezas Cruzcampo y la imprenta Ledesma; en ella vivían varios médicos, los hermanos Mazuelos, y otro médico, cuyos hijos eran mis amigos; en ella vivían otros amigos muy queridos, Bertuchi y María Medina. Pero en la calle Gordillo, en el número 59, vivía Pepe Zamora, a quien siempre consideré más hermano que amigo.

            Hay momentos en que pienso que solía pasar más tiempo en casa de los Zamora que en la mía. Y creo que igual ocurría a José Manuel Ramírez, otro amigo. A Pepe, el tercero de los Zamora, a José Manuel y a mí se nos veía siempre juntos tratando de sacar adelante los más fantasiosos proyectos. Aquella casa era nuestro lugar de reunión, de estudio y de esparcimiento. Esto lo sabe bien Zalabardo, a quien se lo refiero en cada ocasión que se me presenta.

 

           La casa de la calle Gordillo, número 59, tenía un patio con todo el sabor y el encanto de los patios de estilo sevillano, con su galería en el piso superior. En su centro, un gran macetón de cerámica trianera, con una palmera. Y por todas partes, plantas primorosamente cuidadas por la dulce mano de Rita Torres, madre de Pepe: aspidistras, mantofilios, geranios, claveles, jazmines y esparragueras inundaban de aroma y color aquel ámbito.

            Si siempre el patio era acogedor, en verano parecía un trasunto del paraíso. Durante el día, la agradable temperatura y la luz tamizada por la vela invitaban al plácido descanso. Y durante la noche… ¡Ah, las noches en el patio de los Zamora! Las noches eran escenario de una tertulia presidida por la estampa socarrona del patriarca, Mariano Zamora, con la piel curtida por su constante exposición en el campo a la inclemencia de los elementos. Ni García Vela hacía gala de su astucia mercantil ni los médicos presumían de su posición social; y las mujeres imponían su prudencia para que ninguna controversia derivase en conflicto. Allí se hablaba de lo humano y lo divino, aunque, a veces, la cosa no diese más que para quejarse del asfixiante calor del día o del agradable fresquito de la noche.

            Los jóvenes, Pepe, Mercedes, Eduardo, José Manuel y yo, asistíamos respetuosamente a estas tertulias y aprendíamos escuchando a los mayores. En cambio, Mariano, el hijo mayor, que ya estaba en la universidad, se valía de la rica base de datos que, con constancia y paciencia, guardaba en los cuadernos donde anotaba impresiones y valoraciones de sus lecturas, de las películas que veía, u opiniones sobre cualquier acontecimiento, y se había ganado la licencia para exponer su particular visión del mundo. Pepe, José Manuel y yo disfrutábamos la atmósfera que se respirada en el patio y comenzábamos a construir la nuestra.


            Pepe, mi amigo Pepe, admiraba a su hermano Mariano como si fuera un gurú. En realidad, Pepe siempre pareció una persona nacida para admirar lo que cualquier otro hiciera. Modesto, evitaba hablar de sus méritos y talentos porque prefería destacar los de los demás. Nunca le oí una palabra que sonara a envidia. Nada le parecía mal ni nada lo hacía decaer. Jamás lo vi preocupado por un asunto suyo, de tan entregado como estaba en alentar las obras de los otros. Muchas son las cosas que he hecho porque Pepe me empujó a ello. Y, cuando salí del pueblo, retuve los consejos que me daba. Como lo que me decía si le enseñaba lo que escribía: A eso solo le falta ya un poco de majaíllo; de ahí me viene ese afán por mejorar continuamente lo que tenga entre manos. Tampoco he olvidado las palabras que me dirigía si había por medio algún enamoramiento juvenil: ¡A esa, lo que tienes que darle es jierro, mucho jierro! Nunca entendí bien qué era dar jierro ni cómo se conseguía el majaíllo de que hablaba, pero sus palabras me parecieron y me siguen pareciendo sabias, además de acertadas.

            Este jueves pasado, el rayo de una mala noticia me destrozó como el que desgaja el tronco de un árbol en mitad de la tormenta: Pepe ha muerto. Hay malas noticias que uno sabe que van a llegar alguna vez, pero nunca se está preparado para recibirlas. Como muchos no lo estábamos para esta. Pepe estaba esperando mi nueva novela con tanta ilusión o más que yo. El jueves, en la presentación, lo echaré de menos.



No hay comentarios: