domingo, septiembre 22, 2013

ACABAR COMO EL ROSARIO DE LA AURORA



            Aunque parezca mentira, Zalabardo y yo, más por culpa mía que suya, pues ya sabéis que es un bendito, discutimos por los temas más nimios. Y siempre es él, en cada ocasión, es quien pone paz en la refriega haciendo uso de la misma expresión: “No querrás que, a nuestra edad y después de tanto tiempo juntos acabemos como el rosario de la aurora”.
            Muchas veces he estado tentado de comentar este extendido dicho, acabar como el rosario de la aurora, de cuyo origen se apropian tantos lugares. Qué quiera decir la expresión creo que no se le oculta a nadie. Más que la definición que nos ofrece el DRAE, me gusta la que da María Moliner: Referido a la relación entre dos o más personas o una reunión, acabar peleándose o en total desacuerdo.
            Sucede que los tiempos cambian, las costumbres también, y cosas que en un momento se sentían como naturales hoy nos parecen, al menos, extrañas. No quisiera pecar de pedante, pero creo que en esta época nuestra, es necesario explicar a muchos qué era el rosario de la aurora y cuál fue, en realidad, el origen del dicho que aún empleamos.
            Vuelvo a María Moliner, que nos dice que el rosario es un rezo católico dedicado a la Virgen, que consta de quince partes iguales, formada cada una por un padrenuestro, diez avemarías y un gloria Patri, destinada cada una a uno de los quince misterios, y la letanía. Perdonadme que eche mano a su historia, aunque procuraré ser breve. Su origen, según leo, se remonta a la obligación que, en la Edad Media, tenían los monjes de rezar los 150 salmos del rey David y como abundaban los clérigos analfabetos, muchos sustituyeron la lectura de los salmos por el rezo de 150 padrenuestros y otras tantas avemarías. Parece que fue en Irlanda donde nació la costumbre de preparar unos cordeles con sus correspondientes nudos para facilitar el cómputo.
            Entre los siglos xii al xvii se cree que tal rezo adoptó, si no la actual, sí una muy parecida. Ya en el siglo  xviii y, según cuentan, en Sevilla, gracias a Fr. Pedro de Santa María y Ulloa, se extendió la costumbre de trasladar este rezo a la vía pública, haciéndolo en procesión y cantando las oraciones. Pronto este rosario procesionado se extendería no solo por Andalucía sino por toda España. Nacieron las Cofradías del Rosario, al parecer numerosas, y alguien tuvo la idea de celebrar tales procesiones durante la noche o a las primeras horas del día. Así nació lo que se conoció como rosario de la aurora. Creo que esa es la explicación válida.
            ¿Y de dónde viene eso de acabar como el rosario de la aurora para explicar un final tumultuario y violento? Es fácil de entender. Aunque muchos lugares de toda España quieren el “honor” de ser ellos el escenario de su nacimiento, la verdad va por otro lado. Lo cierto es que estas manifestaciones pías fueron, en todas partes, motivo de muchos altercados, algaradas y conflictos. Quienes tratan el asunto con seriedad aducen tres posibles razones, las tres válidas. La primera, enfrentamientos entre cuadrillas que estaban de ronda a esas horas de la noche, o entre simples juerguistas, y los procesionantes. La segunda, enfrentamientos entre los vecinos de las calles por donde pasaban las procesiones, que no podían dormir, y los piadosos cantores de tanta avemaría. Y la tercera, enfrentamientos entre integrantes de diferentes cofradías que confluían en idéntica calle y a similar hora y disputaban por ver quién debía ceder el paso.

           La cosa es que las autoridades se vieron precisadas a intervenir ante tanto desmán causados por estos rosarios de la aurora. Algunos ejemplos: el 27 de julio de 1781, hubo de publicarse una Real Orden que instaba al Gobernador de Toledo y al arzobispo a poner orden en estas procesiones y a autorizar tales rezos solo a algunas congregaciones marianas y en días señalados. El 4 de setiembre de 1788 se publica un Decreto, con ámbito general, que pretendía atajar los abusos y problemas generados por estos rosarios nocturnos. En 1840, el Ayuntamiento de Sevilla solicitó a la jerarquía eclesiástica la prohibición de los rosarios de la aurora, por los conflictos que generaban. Cuánta razón acompañaría a tal petición que el  arzobispo decretó de inmediato dicha prohibición. Y poco antes, en 1820, aquí en Málaga (lo leo en un libro de Francisco Bejarano) el Ayuntamiento hizo comparecer a los Hermanos Mayores de la Cofradía del Rosario de la Aurora, que tenían su ermita en los alrededores de calle Álamos, previniéndoles de que no salieran con su devoción hasta que fuese de día y bien claro, y que se abstuvieran de disparar “brevas” y cohetes y de incomodar al vecindario, llamando a los hermanos con fuertes golpes o aldabonazos o descompasadas voces. Los tiempos avanzaron, continuaron saliendo normativas reguladoras de los rosarios de la aurora, hubo épocas de prohibición y, tras la guerra civil, volvieron a autorizarse. De vez en cuando, parece que todavía salen alguna que otra madrugada.
            He querido unir a este apunte dos imágenes claramente ilustrativas. El cuadro de 1860 pintado por Eugenio Lucas Velázquez que se puede ver en el Museo Carmen Thyssen, de Málaga y el que, en 1882 pintó José García y Ramos y que se expone en el Museo de Cádiz. Los dos tienen el mismo título: El Rosario  de la aurora.
            Contemplándolos, entenderéis que Zalabardo no quiera terminar así conmigo, a farolazo limpio. Él es persona pacífica y, además, poco noctámbulo. En esto último sí me parezco a él.

No hay comentarios: