miércoles, diciembre 28, 2022

SOBRE DICCIONARIOS Y PANETONES

Nunca las prisas son buenas y tienen razón quienes tal argumento esgrimen. De los muchos refranes que corroboran lo que digo, me quedo con dos, el que aconseja vestirse despacio cuando se tiene prisa y el que nos advierte que no va a amanecer antes porque madruguemos mucho. Tiempo requiere un buen vino para cobrar cuerpo, un buen queso para su maduración, un jamón para alcanzar la curación precisa y un panetone para convertirse en delicia y no en un vulgar amasijo de harina y otros productos.      

            La Real Academia, de este tema hablaba con Zalabardo, ha publicado la lista de correcciones, matizaciones, supresiones y nuevas entradas que pueden encontrarse en el Diccionario que ampara la docta casa. Este año, son casi 4000 casos. Esa lista se nos va haciendo frecuente y hay quienes la esperan como se aguarda la llegada del 22 de diciembre por si los niños de san Ildefonso sacan la bola con el número que ellos juegan. Someter el Diccionario a estas revisiones es hoy posible gracias a los medios con que contamos. La edición digital del Diccionario de la Lengua Española permite lo que no sería posible en una edición tradicional en papel.

            Zalabardo sabe que no tengo nada en contra de estas revisiones. Por el contrario, siempre he defendido que hay que hacerlas siempre que sean necesarias. La lengua es algo tan vivo y tan cambiante como el pelo que nos nace y se nos cae sin que reparemos en ello, como esos centímetros que vamos ganando o perdiendo con la edad. Con lo que no estoy de acuerdo es con la equivocada creencia de que la palabra que no aparece en el Diccionario no existe o viceversa, con que la palabra que vemos en el Diccionario es intocable. Por ejemplo, hubo un tiempo en que anduve tratando, sin conseguir nada, de aclarar el sentido de surriguista, palabra que leí en un periódico malagueño del siglo XIX, aunque supongo que el autor de aquel artículo y sus lectores sabían de qué se hablaba; no conozco un solo diccionario que dé cobijo a tal término. Por el contrario, ahí siguen estando amover, ‘destituir a alguien o revocar algo’ o uebos, ‘necesidad’ que nadie emplea ya.

           Las palabras, comento a Zalabardo, entran y salen continuamente del conjunto de las que usamos; unas nacen y otras mueren, unas enriquecen su significado y otras pierden el que tenían, algunas se deforman y se usan de modo inconveniente, importamos unas y exportamos otras y algunas son tan específicas que apenas circulan fuera de un ámbito restringido… En cualquier caso, será el uso por parte de la gente común quien les otorgue el certificado de garantía para asentarse en la conciencia colectiva tras el necesario reposo que dictamine que no son moda pasajera y la constatación de su utilidad y fiabilidad en la comunicación.

            Eso me hace creer que la RAE debería ser más meticulosa: bien está corregir todo lo que manifiestamente sea corregible, matizar todo lo que el uso indica que debe ser matizado y suprimir lo que ha dejado de ser efectivo… La función del Diccionario debe ser dar fe de las palabras que un amplio número de hablantes utiliza en sus relaciones con los demás. Para otra cosa, ya están las versiones anteriores y los diccionarios específicos (histórico, de vulgarismos, de tecnicismos, de términos jurídicos, o médicos, o literarios, o artísticos…). Por eso digo lo de ser estrictos y lo de esperar un plazo suficiente. Que aparezca o no, en nada daña su existencia. Sé perfectamente lo que Zalabardo quiere decirme cuando me llama carapapa y él me entiende cuando le digo que, a veces, se pone muy jartible; aunque ninguna de las dos aparezca en el Diccionario. Generalizar la entrada por vía rápida incita a exigir la introducción de palabras que son flores de un día o a protestar por las que sí están. Además, da lugar a equívocos que prenden en la mente de los hablantes normales y desprevenidos. He leído en ahora no sé dónde que la RAE daba entrada, ¡albricias, por fin!, a covidiota, ‘quien niega la existencia de la covid’; y mi amiga Mariloli me decía haber oído, o leído, que, ¡albricias, por fin!, había sido expulsada cuñadez, ‘condición de cuñado’, palabra que ella no había oído en su vida. Ni covidiota está entre las novedades, aunque haya quienes la usen, ni cuñadez ha sido eliminada, por la sencilla razón de que nunca ha estado dentro.


Sí ha recibido el plácet de la comisión encargada del Diccionario el término panetone. Pero, como he avisado, ya hay quien se pone tiquismiquis con ella. El DLE dice que panetón, o panetone, válidas las dos, es un ‘dulce navideño de origen italiano, que consiste en un bizcocho grande en forma de cúpula, relleno de pasas y frutas confitadas’. Pues un gremio de artesanos panaderos pide que se cambie esa definición porque el panetone, según ellos, ni es bizcocho ni es producto de repostería.

            Zalabardo es consciente de que me atrevo a preparar un arroz, una fabada o incluso un buen bacalao con salsa de pimientos amarillos, pero soy torpe hasta el máximo a la hora de atreverme con algo tan aparentemente fácil como unas natillas. Por eso recurro a otro amigo, José María Pérez, que, sin ser profesional, prepara panes y pasteles que no envidian a los de nadie. Le pido su opinión y me responde que: «al estar humedecido con yemas y mantequilla, y por su dilatada elaboración, tal vez en puridad no sea un bizcocho, aunque tampoco se puede negar que lo sea». Y tras darme la detallada receta de sus panetones, concluye: «no es nada pan». Sus palabras, dan la razón a la Academia frente a esos quejicas panaderos.

            ¿Cabe aquí la receta de mi amigo? Ya él me avisa que el producto requiere una elaboración dilatada. Me tomo la osadía de resumir y que José María me perdone si yerro. Primer día: se prepara una biga (masa madre, prefermento) con harina floja (60 g.), agua (60 g.) y levadura fresca (0,6 g.), al tiempo que se hace un tangzong (especie de bechamel ligera) con 60 g. de harina gran fuerza (mínimo 14% de proteínas) y 300 g. de agua. Segundo día: se mezclan las dos masas anteriores con 540 g. de harina gran fuerza, 18 g. de agua, 44 g. de levadura de panadero, 6 yemas, 30 g. de miel y 10 g. de mantequilla. Esa masa se dejará reposar 30 minutos. Luego, en máquina, se amasa 4/5 minutos, incorporando lentamente 4 g. de sal y 180 g. de azúcar. A continuación, se incorporará 210 g. de mantequilla sin sal a temperatura ambiente, la ralladura de una naranja y un limón, 200 g. de pasas de corinto humedecidas y 200 gramos de piel de naranja confitada. Todo ello reposará en el frigorífico uno o dos días. Pasados estos, se atempera la masa, se voltea, se divide y bolea; se deja reposar de nuevo (20 minutos) y se enmolda, cubriéndola para que fermente (preferiblemente, a 28º) durante 4/5 horas. Se precalienta el horno (170º para panetones de medio kilo) y se hornean durante 35 minutos. Una vez sacados, se pinchan por la base para colgarlos del revés, con lo que se evita que la cúpula se hunda; así estarán toda una noche. Mi buen amigo cierra su receta con este consejo: «y rezar durante todo el proceso para que salga bien».

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