lunes, febrero 13, 2012


ZOON POLITIKÓN 

    Tengo que reconocer que no me queda muy claro qué se ha de entender en nuestros días por aquella expresión formulada por Aristóteles en la que calificaba al ser humano como zoon politikón. Le digo a Zalabardo que si quería dar a entender que somos seres sociales, que vivimos en sociedad y que esto supone el deber de buscar la armonía y la solidaridad que hacen que nuestras vidas sean mejores, sí me considero incluido en tal definición; pero si, por el contrario se quiere significar lo que parece entenderse cuando se afirma, es un simple ejemplo, que Manuel Fraga, Santiago Carrillo o Alfonso Guerra son ejemplos cabales de animales políticos, entonces me excluyo. Debo decir cuanto antes que, salvo la tarjeta sanitaria, el DNI, el permiso de conducir y, ahora, la tarjeta de jubilado, no he poseído en mi vida más documentos acreditativos de adscripción a una asociación que la tarjeta de donante de sangre y el carné del Colegio de Doctores y Licenciados, este porque estaba obligado a ello si quería trabajar, cuando concluí mis estudios, en la enseñanza privada, que a los de la pública no se les exigía. Y eso que, en aquellos años, el tal Colegio estaba regido por personas que se consideraban y llamaban progresistas. Cuando, por oposición, conseguí plaza en un centro público, rompí ese carné y dejé de pagar aquella cuota que siempre consideré una especie de impuesto revolucionario. Nunca he militado en un partido, nunca he pertenecido a un sindicato; no tengo nada contra ellos, pero en todo momento he considerado que la militancia política o sindical exige una cuota de renuncia a la libertad personal.
    No obstante lo anterior, mi conciencia social me lleva a creer en ciertas cosas y a descreer de otras: creo en una educación universal y gratuita (en niveles de primaria y secundaria, que la Universidad es otro asunto); creo en una asistencia sanitaria universal y gratuita; creo en la justicia (aunque en bastantes ocasiones dude de los jueces que deben aplicarla y en estos días vemos claros ejemplos para ello); creo en la igualdad sin trabas de hombres y mujeres (aunque me parezca una memez eso de la paridad); creo que todo el mundo tiene derecho a un trabajo digno y a recibir una remuneración adecuada al mismo; creo que todas las personas deberían gozar de la oportunidad de acceder a una vivienda digna en condiciones razonables; creo que los desvalidos necesitan ayuda de las instituciones; creo que merecemos unas ciudades limpias, seguras y accesibles; creo que nadie puede atentar contra nuestra libertad, contra nuestra dignidad, contra nuestras creencias y, mucho menos, contra nuestra vida. Creo en muchas cosas más que posiblemente se me están quedando en el tintero, pero no quiero ser prolijo.
    Si lo anterior se resume en lo que se llama estado de bienestar, creo en el estado de bienestar. Pero todo lo enumerado cuesta dinero, no cae como el maná desde el cielo. Y también quiero decir que los muchos derechos que reportan la vida social requieren a la vez la existencia de unas obligaciones para que nada perturbe el normal disfrute de aquellos. Por eso creo que hay que pagar impuestos, cada uno en la medida de sus ingresos (eso es la solidaridad) y debe perseguirse la economía sumergida, que es muestra patente de insolidaridad; por eso creo que un estudiante debe rendir en la medida de sus capacidades; por eso creo que no hay que abusar del sistema sanitario y no pensar que hasta lo superfluo se nos debe dar gratis; por eso creo que el trabajador que por desgracia queda en paro no debe resignarse a cobrar el subsidio correspondiente y sí aceptar cualquier trabajo que se le presente (al menos, hasta que encuentre ese al que aspira); por eso creo que tenemos la obligación de mantener limpias nuestras ciudades, cuidar el mobiliario urbano y no arrojar basuras, ni siquiera chicles o papeles, en los suelos (por algo hay papeleras). Creo también en otras obligaciones más que no enumero por lo ya dicho antes.
    ¿Y qué pasa con quien no respeta cuanto hay que respetar? Que la sociedad, que tiene derecho a defenderse, puede y debe imponerle el correctivo adecuado a su falta, puede y debe suspender el disfrute de los derechos que se le otorgaban. Al menos, hasta que reconduzca su comportamiento y reconozca que toda partida tiene una contrapartida. En todos los niveles imaginables de la vida social.
    Le digo a Zalabardo que toda esta reflexión que hago, y en la que sin duda me quedo corto, me surge a raíz de ciertas actitudes que se vienen observando desde que ETA anunció el abandono de la violencia. Ahora, aquellos a los que algunos llaman el brazo político de los etarras, acompañados de otros, defienden sin rubor que ha llegado el momento de las contrapartidas políticas. Y no se limitan a solicitar el acercamiento de los presos a sus lugares de residencia (justa petición) y alguna otra medida de gracia (que se podría discutir), sino una completa amnistía para los condenados etarras, a quienes, no sin desfachatez, llaman presos políticos.
    Parto de que rechazo de forma rotunda la pena de muerte y desconfío de la efectividad de la cadena perpetua. Creo que las penas impuestas por cualquier tipo de delito deben tener como objetivo la reinserción del reo en el cuerpo social, cuyo primer paso, a mi juicio, es un arrepentimiento sincero del mal causado y un firme deseo de repararlo en la medida de lo posible.
    Pero las medidas de gracia previstas por las leyes (para el caso de los etarras) tienen su proceso determinado y debemos ajustarnos a él: acerquemos a los presos a casa, para que el castigo de reclusión no suponga también el añadido del alejamiento de los seres queridos; excarcelemos a quienes hayan dado muestras fiables de reinserción y no hayan causado males irreparables. ¿Pero qué pasa con quienes cargan sobre sus conciencias muertes que pretenden presentar como necesarias para su causa? ¿Qué reparación pueden ofrecer a sus víctimas? Podría defenderse que, para ellos, la amnistía solo fuera posible cuando se consiga también para aquellos a quienes privaron del mayor don: la vida. Por eso, los asesinos deben cumplir la pena correspondiente a su delito. No más, aunque tampoco menos. Aun así, la sociedad podría valorar un arrepentimiento sincero, si lo hubiese. Y ese arrepentimiento, si se da, podría servir para atenuar las condiciones de la pena, pero nunca para obtener, gratis et amore, una libertad que negaron a otros y que ya nunca se les podrá devolver.

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